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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (66 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—Ahri, ¿dices que has visto una gran luz, y que luego se formó el remolino?

El ex Numerista levantó la cabeza y asintió. Sus enormes ojos de búho se veían surcados de venillas rojas. Derguín se acercó a él tirando de Aidé, y obligó a ésta a sentarse junto a Ahri. Después se acuclilló a su lado, les unió las manos y las tomó entre las suyas.

—Escuchadme. No digo esto por consolaros. Si estuviera tan seguro como vosotros de que Kratos y todos los demás han muerto, me limitaría a lamentarme y guardar luto por ellos. Pero creo que hay una remota posibilidad de que se encuentran vivos.

—¿De verdad lo crees? —preguntó Aidé. A través de las lágrimas, sus ojos querían aferrarse a cualquier esperanza.

—Así es.

Derguín les habló de Linar, de la misteriosa entidad a la que los Kalagorinôr llamaban syfrõn y de lo que ocurría cuando morían. Aidé, llevada por las emociones, oscilaba entre el escepticismo y la credulidad. Pero poco a poco fue aceptando lo que le decía Derguín.

—Bueno. Linar no está muerto, según tú —dijo con la voz algo más calmada. Su rostro, entre el maquillaje y los churretes, parecía una torrentera excavada por la lluvia—. Imaginemos que sus poderes le han salvado. ¿Y los demás?

—El de Linar es un poder que preserva —contestó Derguín—. Sin que nos diéramos cuenta, nos salvó de morir envenenados en aquel río ponzoñoso. No me extrañaría nada que haya encontrado la forma de proteger también a todos los demás. Sobre todo a Kratos. Linar nunca ha sido muy efusivo, pero sé que le tiene en gran estima.

—Si estuvieran vivos... —Ahri se interrumpió. Derguín supuso que no quería apenar más a Aidé expresando sus dudas. Considerando que padecía de incontinencia verbal, era una muestra de delicadeza.

Se dio cuenta de que él había retirado las manos para apoyárselas en las rodillas, pero Ahri seguía agarrando la de Aidé como si fuera su esposo o su prometido.

—Di lo que tengas que decir —pidió Aidé—. Yo ya le doy por muerto.

—Si estuvieran vivos merced a algún prodigio mágico —continuó Ahri—, deberían haber salido de nuevo a flote, ¿no? ¿Tú crees que tu amigo Linar puede mantenerlos con vida en las profundidades del mar, sin aire para respirar?

Derguín carraspeó y decidió sentarse en el suelo. Le dolían los muslos de estar en cuclillas y lo que iba a contar requería su tiempo. Ya se había hecho de noche. En el campamento improvisado sobre el malecón del puerto ardían varias hogueras donde los supervivientes de la flota se calentaban y, en un silencio fúnebre sólo roto por relinchos ocasionales, daban cuenta de la cena. El aire, frío y desapacible, no contribuía a alegrar los ánimos.

—¿Habíais oído hablar alguna vez de Agarta? —preguntó Derguín.

—Yo no —respondió Aidé.

—Yo sí —dijo Ahri.

Derguín se sorprendió.

—¿De veras?

—Según uno de nuestros libros secretos, Agarta es un país escondido donde reinan la belleza y la perfección. Por supuesto, los gobernantes son matemáticos. Eso es todo lo que te puedo decir.

—En ese caso, lo que voy a contar te sorprenderá.

Cuando terminó su relato, El Mazo se había unido a ellos. Y, como si fuera uno más en la conversación, también estaba presente Riamar. Derguín se había llevado una alegría enorme al ver al unicornio. Sobre su lomo se sentía capaz de ir a cualquier parte y, si era necesario, cruzar el vasto abismo negro que rodeaba Tártara como había hecho Zenort.

—¿Crees que Kratos puede estar en Agarta? —preguntó Aidé.

—Según el diario, la distancia entre nuestros dos mundos es de unos veinte kilómetros —dijo Derguín, señalando hacia el suelo—. No sería un viaje imposible si alguien hubiese excavado un túnel. En Atagaira hay conductos subterráneos mucho más largos.

—Doy fe de que lo sabemos —dijo Ahri—. Según mis cálculos...

—Si el túnel del que yo hablo —le interrumpió Derguín— se hubiera abierto en el fondo del mar, eso explicaría el remolino. Las aguas han vuelto a calmarse, lo que parece indicar que su entrada se ha cerrado de nuevo.

—¿Y quién lo ha abierto? —preguntó Aidé—. ¿Linar, sin avisar a los demás barcos?

Derguín se encogió de hombros y aceptó la bota que le tendía El Mazo. Gracias al
Karchar Gris
, habían renovado su provisión de vino.

—Lo ignoro —respondió—. Es muy propio de él reservarse lo que sabe, pero en este caso me parecería excesivo. Creo más bien que tiene que ver con esa luz blanca. Debe de haber sido algún tipo de rayo que ha abierto la entrada del túnel.

—¿Y de dónde puede haber venido? —preguntó Ahri—. Si ha caído del Bardaliut, no creo que los dioses lo hayan hecho para ayudarnos.

El gesto de Aidé cambió. Cada vez que su creencia de que Kratos seguía vivo se afianzaba, los ojos le brillaban y levantaba los hombros. Cuando volvía a caer en la desesperación, se encogía y las mejillas se le hundían.

—Podría provenir de Etemenanki —respondió Derguín—. ¿No os dijo Kratos que Kalitres quería visitarla?

—¿Quién es Kalitres? —preguntó Aidé. Al momento se dio cuenta y añadió con cierto fastidio—: Ah, el Gran Barantán. Yo no lo sé, no he hablado con Kratos desde... desde Nikastu.

—A mí sí me lo dijo —intervino Ahri—. Además, vi cómo Kalitres se despedía de Darkos. ¿Crees que pudo ser él?

Derguín volvió a encogerse de hombros.

—Con los Kalagorinôr todo es posible.

Pensó en buscar a Orfeo para preguntarle si su conjetura de un túnel vertical uniendo Tramórea y Agarta le parecía verosímil. De momento, nadie que no fuera él o El Mazo lo había visto, pues Derguín no sabía cómo reaccionarían los demás ante la visión de una cabeza humana que sobrevivía separada del cuerpo. Lo había escondido detrás del malecón, en una minúscula cueva cerca del manantial. Por allí cerca andaban pastando y abrevando los caballos que traía en su panzuda bodega el
Karchar Gris
.

—Prometo venir a buscarte mañana por la mañana —le había dicho Derguín a Orfeo, mientras lo depositaba con cuidado en una superficie plana a la que le había sacudido el polvo.

—Si crees que del hecho de que no disponga temporalmente de brazos y piernas se colige de forma ineluctable que necesito ayuda o compañía de otros individuos, estás muy equivocado.

—Me alegro de saber que no te sientes ofendido por que te deje un rato a solas.

—Todo lo contrario, este trato me parece un ultraje.

—Buenas noches, Orfeo —se había despedido Derguín.

Mejor hablaré con él mañana
, pensó ahora. Se encontraba muy cansado. Si la cabeza, con su mordacidad habitual, le contestaba que su teoría era un disparate y sus amigos estaban ahogados y bien ahogados, Derguín se vendría abajo. Prefería mantener las esperanzas.

Al enterarse de la verdadera identidad de Aidé, el capitán del
Karchar Gris
le ofreció dormir en un camarote de la toldilla. Pero la joven no quería saber nada de barcos por el momento y se empeñó en pernoctar al aire libre, entre los veinte soldados de la Horda que viajaban en la nave. A ratos lloraba y a ratos reía, hasta que por fin, aletargada por el vino y la pura fatiga, se quedó dormida sobre el hombro de Ahri. Sólo entonces Derguín tocó el hombro del Numerista y le dijo:

—Tenemos que hablar.

—Espera que se duerma un poco más. No quiero despertarla.

Ay, Ahri, ¿no te habrás enamorado de Aidé?
, se preguntó Derguín. Al cabo de unos minutos, el Numerista agarró a Aidé y, con mucha suavidad, la tumbó sobre la colchoneta que habían extendido cerca de la hoguera. Después se levantó y se alejó unos pasos con Derguín. Éste observó que no dejaba de mirar hacia la joven, como si no se fiara de los soldados que dormían a su alrededor.

—Tranquilo, esos hombres la respetan casi más que a Kratos —dijo Derguín.

—¿Qué? Ah, ya. ¿Qué ibas a decirme?

—No quería comentártelo delante de Aidé. Pero, aunque creo que es posible que Kratos siga vivo, no podemos contar con ello. En Uhdanfiún me enseñaron a ponerme siempre en la peor hipótesis posible. Así que debemos confiar tan sólo en nosotros mismos.

—¿Para qué exactamente, Derguín? Nunca entendí del todo bien esta misión. Tal vez
tah
Kratos me lo explicó, pero estaba tan obsesionado con los malditos números de esas Tahitéis que a lo mejor no...

—¿Cómo has dicho?

—Que quizá
tah
Kratos... —Ahri se llevó la mano a la boca—. ¡Oh, no! Le dije que sería más silencioso que una tumba. Bastante malo ya es que se lo contara a Darkos, y ahora...

—¿Qué le contaste a Darkos? ¿Qué ocurre con las Tahitéis?

Derguín sabía que sólo era cuestión de tiempo que Ahri se lo confesara, pero el ex Numerista tardó menos de lo que esperaba.

—Está bien. Supongo que a ti sí puedo y debo decírtelo. Cuando estábamos en Nikastu, Kalitres nos habló por boca de Darkos. Fue él quien nos mandó a Pabsha, y luego aquí, a Zenorta. Son esas ruinas que se ven al acercarse al puerto, ¿no? No me había imaginado que...

—Al grano, Ahri.

—Kalitres dijo que los dioses conocían más aceleraciones que vosotros. Como lo expresó en plural,
tah
Kratos sospechaba que podían ser al menos dos.

El pulso de Derguín se había disparado como si él mismo hubiera entrado en Tahitéi.

—¿Y Kalitres no dijo cuáles eran los números de esas aceleraciones?

—No. Ignoro si es que no los sabía o se los calló tan sólo por el placer de volverme loco a mí.
Tah
Kratos me encargó averiguar las siguientes series, y es lo que he intentado hacer desde que salimos de Nikastu.

—¿Por qué ibas a averiguarlas? ¿Piensas que existe alguna relación lógica entre esos números? Yo siempre he creído que eran arbitrarios.

—Puede que lo sean —respondió Ahri con desaliento—. Si es así, llevo perdiendo el tiempo desde entonces.

De súbito, Derguín recordó algo. La carta misteriosa que le habían dejado en el templo de Tarimán en Zirna. Se acercó adonde tenía sus alforjas y rebuscó entre la ropa. Cuando la encontró, tomó prestado un luznago a un soldado, volvió con Ahri y desdobló la carta.

Hace tiempo aprendiste que no hay dos sin tres. La suma de ambas cifras da algo que tú posees en parte y los dioses del todo, algo que te puede destruir si lo ignoras y salvarte si lo averiguas
.

T.

—¡Eso es! —exclamó.

—Suelo intuir todo lo relativo a los números, pero aquí hay datos que se me escapan —dijo Ahri—. ¿A qué se refiere?

—Yo mismo no lo sabía, así que no le di importancia. Pensé que era una broma pesada de... De alguien. Pero ahora lo entiendo. Cuando me convertí en Tahedorán me enseñaron la segunda aceleración, Mirtahitéi. Por aquel entonces pensaba que sólo había dos. Luego Kratos me dijo que había una tercera cuya existencia sólo debían conocer los maestros con nueve o diez marcas. Pero se había enterado de que Togul Barok la conocía de forma ilegítima, así que él también me reveló la fórmula. Si no lo hubiera hecho, yo habría muerto en la isla de Arak.

—«Aprendiste que no hay dos sin tres.» ¡Ya lo capto! —exclamó Ahri—. La suma de ambas cifras da cinco aceleraciones, que tú posees en parte porque conoces tres, mientras que los dioses las dominan todas. Y añade que puedes salvarte si averiguas el secreto, lo que quiere decir que es posible averiguarlo, y por tanto que posee alguna lógica que, tratándose de números, debería ser matemática.

Derguín puso los brazos en jarras.

—A mí también se me había ocurrido. Lo habría explicado igual de bien que tú si me hubieses dejado.

La cara de Ahri oscureció; lo que, bajo el resplandor verde del luznago, significaba que se había ruborizado.

—Lo siento, Derguín. Cuando se trata de números me dejo arrastrar por las emociones. Lo malo es que, aunque ese mensaje sugiere que los números siguen una progresión lógica, soy incapaz de encontrarla. A este paso, me voy a volver tan loco como el Primer Profesor calculando decimales de la raíz cuadrada de dos.

—¿Y si se trata de algo así?

—¿Algo así? ¿A qué te refieres?

—Una sucesión de decimales de un número irracional, como por ejemplo de la raíz de dos, o de pi.

—Ésa fue una de las primeras cosas que pensé y descarté. Además, habría sido demasiado fácil.

—Sí, supongo que para ti sí —reconoció Derguín—. Si quisiera ocultarte una clave, no te lo pondría tan fácil. Cogería los decimales de tu profesor loco, por ejemplo, y los escogería al azar.

—Si los eliges al azar, te da igual que sean decimales de la raíz de dos, los cumpleaños de tu familia o cualquier otro número.

—Llevas razón, claro.

—Tendría que ser algo diferente. Por ejemplo, escoger de esos mismos decimales los que estén en posiciones que correspondan a múltiplos de dos.

—No te sigo.

—Atiende. Los primeros decimales de la raíz de dos son 414213562373095. Para empezar, tomemos la posición 2, la posición 4, la posición 6, la 8 y la 10. Así nos saldría la serie de números 12363.

A Derguín no le sorprendía que Ahri manejara todos esos números de cabeza, sin tener que anotarlos. De momento, gracias a su aprendizaje con él durante la época de Uhdanfiún era capaz de seguirlo.

—Esos números no pertenecen a ninguna de las series.

—No esperaba acertar a la primera. Ten en cuenta que podemos probar con múltiplos de 3, de 4, con potencias de 2, con números primos... Las posibilidades son infinitas.

—¿Infinitas? —Derguín se descorazonó. Tras las intensas emociones de los dos últimos días, empezaba a desmoronarse física y mentalmente. Además, la ausencia de
Zemal
era más aguda por las noches.

—Eso me temo. Pero tu propuesta sobre los números irracionales me ha seducido. No me voy a rendir, Derguín, aunque tú sí deberías hacerlo. Por tu cara, parece que estuvieras cargando con todo el peso de esos dos mundos de los que nos has hablado.

—Tienes razón, Ahri. Creo que debo descansar. Ahora mismo no sé si tendría fuerzas siquiera para soportar la primera aceleración.

Derguín se tendió cerca del Mazo y de Aidé. Durante un rato se quedó mirando las estrellas, imaginando cómo habría sido un cielo con una sola luna blanca, sin Cinturón de Zenort y sin Rimom, Shirta y Taniar. Luego, sobre el fondo negro del firmamento vio una y otra vez el remolino gigante que había devorado de golpe a mil personas. Quería creer que Kratos y los demás seguían vivos. Por muchas razones; la principal, porque se sentía solo. Había recuperado al Mazo, pero había perdido a todos los demás. Echaba de menos a Neerya y a Ariel, aunque la muy bribona le hubiese robado la espada. Y sin Mikha, Kratos y Linar, ¿cómo iba a luchar contra Tubilok?

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