Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Es un sueño veraz
, se repitió.
¿Cómo iba a saber yo que viajaría a un lugar llamado Agarta y encontraría una montaña Estrellada?
Su padre solía decir que el hombre que persigue un sueño es un loco. Pero aquel refrán sólo se aplicaba a una vida pasada y a un mundo diferente. En el mundo en que habitaba ahora Kratos las estrellas se apagaban, las estatuas despertaban, el mar se tragaba flotas enteras, fantasmas gigantes flotaban en el abismo y columnas inmensas unían la tierra con el sol y con reinos celestiales. Que una divinidad se le apareciera en sueños era lo que menos le asombraba.
—Entonces necesitamos otro Zemalnit —dijo en voz alta.
—Para eso tendría que haber otra Espada de Fuego —respondió Kalevi.
—Creo que la hay. Y también creo que sé dónde puedo encontrarla —dijo Kratos, levantando la vista hacia la cumbre nevada.
Por desgracia, subir él solo a la montaña Estrellada significaba que tenía que cederle el mando de los Invictos a Abatón. A Kratos no le hacía ninguna gracia, pero el general tuerto era mucho más veterano que Frínico. Si dejaba a éste a cargo de todo, Abatón le haría la vida imposible. En cualquier caso, pretendía que su ausencia fuera muy breve.
—¿Por qué tienes que irte,
tah
Kratos? —le preguntó Kalevi—. Nosotras confiamos en ti, pero no en ese individuo. No pienso aceptar órdenes de él.
Kratos resopló.
—Voy a darle a Abatón instrucciones muy precisas y tajantes. Toda decisión deberá tomarla de común acuerdo contigo. Sólo os pido que no os desviéis del camino y que evitéis el combate si es posible.
—¿Y si no es posible?
—Tu pregunta sólo tiene una respuesta, Kalevi. Si no queda más remedio que ir a la batalla, puedes confiar en Abatón. Es grosero, borracho y pendenciero, pero también valiente, y tiene instinto para la guerra.
Después de hablar con Kalevi, Kratos comunicó su decisión a los principales oficiales de la Horda.
—Debo subir a esa montaña para buscar algo.
—¿Qué hay en ella? —preguntó Frínico.
—Para luchar contra los dioses se necesita un arma forjada por otro dios. Allí arriba la encontraré.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó Abatón—. No nos habías dicho nada.
No, la verdad es que no estoy seguro
, pensó Kratos.
—Lo estoy. Recibí una visión veraz del dios Tarimán. —Por si aquel argumento planteaba dudas, decidió añadir una pequeña mentira—. Y Linar me la confirmó.
Al principio, Invictos y Atagairas miraban con recelo al huraño Kalagorinor. Pero al ver que invocaba vientos propicios para la expedición empezaron a confiar más en él, y después de presenciar cómo los salvaba en el abismo la confianza se había convertido en admiración. A todas horas se acercaban soldados y guerreras a preguntar por él y a observarlo de cerca, buscando signos de mejoría. En parte era preocupación por Linar y en parte interés egoísta, pues creían que con el poder del mago estarían a salvo incluso en un lugar tan extraño como Agarta.
—¿Sabrás encontrar esa cueva,
tah
Kratos? —objetó Gavilán—. Mira que la montaña es grande y resulta fácil perderse en ella.
Kratos alzó la mirada hacia la cima. Desde allí se veían tres de las estribaciones, grandes espolones de roca que extendían sus garras prácticamente hasta la calzada. Entre ellas se abrían dos valles poblados de espesura. La luz rojiza del sol suavizaba los contornos y apenas proyectaba sombras. Eso hacía que resultara difícil estimar las distancias y distinguir los detalles del relieve.
—Espero que el dios trabaje esta noche para orientarme por el resplandor de su fragua.
—¿Viajarás de noche? —preguntó Gavilán—. Lo único que conseguirás es partirte una pierna,
tah
Kratos.
—Deberías dejar que te acompañe una de ésas —dijo Abatón, señalando a las Atagairas, que permanecían algo apartadas de los Invictos, recibiendo instrucciones de Kalevi—. Ven mejor por la noche, y si además te entra un calentón...
—Te agradezco el consejo y te pido que te ahorres las obscenidades —contestó Kratos—. Iré sin compañía.
Derguín había subido solo a aquella torre en Arak. Por alguna razón instintiva, Kratos también pensaba que debía ir solo.
—¿De veras crees que vas a encontrar una espada como
Zemal
? —le preguntó Darkos.
Kratos estaba preparando una mochila con comida, agua y otros adminículos como vendas, soga de cáñamo y yesca para encender fuego.
—Si no lo creyera no subiría.
—No me habías contado nada.
—Yo mismo no me sentía muy seguro de que fuera un sueño enviado por el propio dios. ¿Nunca has soñado con algo que deseas?
—Yo... sí —contestó Darkos, mirando a un lado y ruborizándose. Kratos sospechó que el objeto de su deseo onírico era Rhumi, pero prefirió no preguntarle.
—Eso me temía yo que me estuviera pasando. —Kratos le enseñó el brazalete de oro atravesado por nueve estrías rojas. Cada una de ellas estaba formada por pequeños granates engastados en el metal—. Desde que conseguí mi primera marca como Iniciado, empecé a soñar con la Espada de Fuego. Y no me refiero sólo a soñar despierto, sino a las visiones que se me presentaban cuando dormía. Sí, he soñado con ella de mil maneras. Al principio lo hacía imaginándome cómo era. Después, cuando me enrolé al servicio de Hairón y la vi con mis propios ojos, soñaba recordándola.
—Es preciosa —dijo Darkos, con los ojos brillantes.
—Lo es. Por eso, cuando Tarimán se me apareció, pensé que tal vez era una imagen creada por el deseo de mi corazón. Pero después Linar me habló de Agarta, un nombre que yo había escuchado en mi sueño, y pensé que aquello era una señal. Aun así, seguí desconfiando. Hasta que llegamos aquí y oí hablar de la montaña Estrellada. —Kratos meneó la cabeza—. Eso ya no podía ser casualidad. La espada existe, hijo.
—¡Con ella serás invencible, padre! ¡Serás aún más poderoso que el Zemalnit!
Tal vez
, se dijo él. De pronto, obedeciendo a un impulso, abrió los cierres del brazalete y se lo quitó. Después tomó la muñeca de su hijo y le dio la vuelta a la mano para contemplar el pliegue extra que tenía en el dedo meñique. Era la marca que compartían padre e hijo.
—Toma —dijo, poniéndole el brazalete en ese antebrazo—. Quiero que me lo guardes.
—¿Por qué? Yo no puedo llevar esto, no soy Tahedorán.
—No es el brazo de la espada, así que puedes llevarlo como adorno. Y también como recuerdo de tu padre.
—¿Por qué dices eso? Hablas como si no pensaras volver.
Kratos le apretó la mano. Los dedos de su hijo eran fuertes, como los suyos. Cuando terminara de crecer, estaba convencido de que iba a ser más alto que él.
—No volveré a abandonarte, hijo. Esto no es una despedida. Pero quiero que a partir de ahora tú lleves el brazalete de Kratos May.
El muchacho se quedó mirando la gruesa ajorca con admiración. ¡Ah, si las joyas supieran hablar, cuántas cosas podría contar ésa!
—¿Es que ya no quieres llevarlo tú?
Kratos miró a la montaña. Según los leñadores, que conocían la zona, la fragua del dios se encontraba en la estribación conocida como el Espolón del Gallo, en una cresta orientada hacia el suroeste.
—Cuando baje de allí, no necesitaré el brazalete para demostrar que soy un Tahedorán. Porque entonces me habré convertido en otra cosa.
—¿En qué, padre?
Kratos suspiró.
—No lo sé. En algo distinto.
E
ncontrarás una puerta. Tú y tus hombres la atravesaréis. Y cuando paséis al otro lado, ya sabréis lo que tenéis que hacer.»
Eso le había dicho el condenado Linar. Pero Togul Barok y sus hombres ya habían cruzado la puerta, y seguía sin tener ni remota idea de qué debían hacer a continuación.
Lo que Taniar había llamado «el portal Sefil» no podía ser sino la gran cúpula negra situada en el centro de aquella depresión ardiente, tan desprovista de vida que hasta las nubes la evitaban dando un rodeo en las alturas. Les había costado encontrar el modo de abrir la cúpula, pero al final, a fuerza de palpar y golpear su negra superficie, consiguieron encontrar la entrada.
Después, un grupo de veinte había penetrado con él en el círculo de luz, pues a falta de más instrucciones parecía lo más lógico. Aparentemente no les había ocurrido nada, aunque después todos reconocieron haber experimentado un brevísimo momento de vértigo.
Al salir, convencidos de que iban a toparse con los rostros burlones de sus compañeros, descubrieron que estaban solos, y que en lugar de salir al calor asfixiante del cráter se encontraban en una playa cercada por unos acantilados negros formados por exóticas columnas y profundas estrías verticales.
Era un paraje pintoresco y más hospitalario que el desierto de Guinos. Por otra parte, allí no había huella alguna de otros seres humanos ni más ruidos que los chillidos de las gaviotas y el rumor de las olas acariciando la arena. La playa no parecía tener otra salida que no fuera por mar, pues los farallones de basalto eran inaccesibles.
—Esto es una encerrona —murmuró Silencio, que hablaba poco y, cuando lo hacía, casi siempre era para pronunciar palabras de mal agüero.
Togul Barok no dijo nada. Sin embargo, por un momento pensó que Silencio tenía razón. Ahora bien, si aquel viejo tuerto quería tenderle una trampa, ¿por qué no lo había hecho en Mígranz, en lugar de enviarle a quién sabe qué rincón del mundo?
Como jugarreta, por otra parte, no estaba mal: engañar al emperador de Áinar y a su cuerpo de élite para que viajaran a marchas forzadas durante varios días, se adentraran en un desierto que cualquier persona en sus cabales habría evitado, y aparecieran en una playa cercada por paredes negras en la que seguramente acabarían muriendo de hambre y sed.
Te dije que le mataras cuando tenías ocasión
, le recordó su gemelo homuncular, a quien desde su encuentro con la diosa Taniar había rebautizado como «Quimera».
Demasiado tarde para recordar errores pasados, contestó. Además, la diosa me dijo que hiciera lo mismo
.
También deberías haberla matado
.
No me dijiste eso mientras fornicábamos con ella
.
—Mi señor —dijo Capitán—, ¿cómo es posible que cuando entramos en la cúpula era de noche y ahora está amaneciendo?
Habían atravesado el cráter central de Guinos durante las horas de oscuridad, guiados por las pupilas dobles de Togul Barok. Ahora el sol empezaba a mostrar su disco anaranjado sobre el horizonte. De modo que no sólo se habían trasladado en el espacio, sino que la magia del lugar los había transportado a otro momento del día.
Togul Barok se dijo que no había que ser tan pesimista hasta evaluar por completo la situación. Ordenó a sus soldados que palparan de nuevo la pared de la cúpula, y ésta se abrió. Después, Batidor Uno entró en el círculo de luz que hacía brillar sus ojos y sus dientes como luznagos. Ante la vista de los demás, el explorador desapareció. Una fracción de segundo antes estaba allí, y una fracción de segundo después se había esfumado.
No tardó en reaparecer, acompañado por dos soldados más.
—¡Es increíble! —exclamó—. Mi señor, aquí... allí era de noche, y aquí vuelve a ser de día.
Mientras tanto, Batidor Tres exploraba el lugar —a Dos lo había matado Taniar de una estocada que le entró por la boca y le salió por la coronilla taladrando el cráneo—. Al cabo de un rato, volvió para informar de que por el sur la playa tenía una salida, un paso bajo los acantilados que conducía a una ensenada.
Togul Barok ordenó que los demás soldados atravesaran la puerta mágica. Cuando estuvieron todos, Capitán pasó revista y presentó novedades al emperador. De los ciento veinte Noctívagos que partieron de Mígranz, quedaban ciento nueve. Diez habían muerto en la pelea contra Taniar y uno más, Alpiste, se había desplomado sobre el polvo durante la marcha por el cráter y ya no se había vuelto a levantar.
Mientras recorrían la ensenada y subían por la vieja calzada, Capitán fue desplegando mapas. En las cartas detalladas de Áinar y la región occidental de Tramórea no hallaron nada que pareciera corresponderse con el lugar donde habían aparecido, de modo que consultaron una copia del mapamundi de Tarondas.
Capitán no hizo elucubraciones tan complicadas como las que haría al día siguiente Derguín. En descargo de éste, habría que alegar que él y El Mazo no tuvieron la buena suerte de salir de la puerta Sefil justo al amanecer, por lo que durante un rato el joven Ritión dudaría de los puntos cardinales e incluso de si se encontraba en el hemisferio norte.
Pero Capitán, al ver que la mayor extensión de agua situada a oriente era el mar de la Vida, y que el único estrecho que unía dos mares como los que allí tenían era el de Zenorta, clavó el dedo sobre el nombre de la antigua ciudad y dijo en tono triunfal:
—¡Mi señor, estamos aquí! —Luego señaló hacia las murallas oscuras y añadió—: Y ésa debe de ser Zenorta.
Togul Barok asintió. Taniar le había dicho que cuando cruzaran el portal Sefil aparecerían muy lejos, al este. Él no se lo había comunicado a sus hombres, ni siquiera a Capitán. Ahora le satisfacía comprobar que, por su cuenta, el oficial había conseguido averiguar su paradero.
De todos modos, cuando atravesaron las puertas derruidas de la ciudad Togul Barok se encontraba de pésimo humor, sensación acrecentada por los golpeteos y reproches de Quimera. No esperaba que al cruzar el portal los recibiera un comité de bienvenida, pero tampoco que fueran los únicos seres humanos en aquellos parajes. Sí, seguramente aquella ciudad en ruinas era la legendaria Zenorta, fundada por el primer Zemalnit. Pero tampoco era asunto que le interesara en demasía. La arqueología estaba bien para eruditos como Tarondas y sus ratas de biblioteca, no para emperadores y soldados.
Su ánimo no mejoró mientras exploraron la ciudad. Allí no encontraron nada de interés, por más que rebuscaron en todas partes, incluso en sótanos que amenazaban con derrumbarse sobre sus cabezas. Lo único que se conservaba en buenas condiciones eran las dos estatuas que se alzaban en la plaza principal. Togul Barok dedujo, igual que haría Derguín después que él, que la espada de bordes aserrados que empuñaba el rey de piedra era
Zemal
. Al fin y al cabo, pensó, algún recurso debía emplear el escultor para plasmar en un material inmóvil las chispas que despedían sus filos. Él sólo había visto a
Zemal
unos segundos, los que había tardado Derguín en romper con ella su espada
Midrangor
y arrojarlo al abismo. Pero a Togul Barok le bastaban para tener clavada en su memoria la imagen de la Espada de Fuego.