Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
El viaje sólo había empeorado desde entonces. Al menos, mientras atravesaban Áinar Ariel se entretenía viendo bosques y campos sembrados, o mirando a su izquierda para ver cómo bajaban las aguas del río. Pero al llegar a la Ruta de la Seda el paisaje se volvió cada vez más seco y monótono.
Al principio siguieron la gran calzada hacia el este, en dirección a Zirna, la ciudad natal de su padre. Pero no tardaron en abandonarla para desviarse hacia el sur, siguiendo las indicaciones de Neerya, que era quien había sugerido esa ruta. Según la cortesana Pashkriri, en el corazón del desierto había un atajo que los podía llevar en muy poco tiempo hasta la legendaria Zenorta. Desde allí, se dirigirían a Tártara.
—¿Has usado alguna vez ese camino? —le había preguntado Tríane antes de embarcar en el atunero y encontrarse con Ulma Tor.
—No —le había contestado Neerya—. Pero es conocimiento que los Bazu nos pasamos entre nosotros, de padres a hijos.
—¿Por qué no dices «de madres a hijas»? —preguntó Ziyam en tono despectivo. En aquellos días todavía hablaba con las demás—. Eres una mujer.
Neerya se había encogido de hombros, con una sonrisa que buscaba no despertar más hostilidad de la que Ziyam y Ariel ya sentían por ella.
—Es una forma de hablar.
—¿Es fiable esa tradición de tu clan? —preguntó Tríane.
—Os aseguro que encontraremos ese atajo. Si no está donde yo os digo, o si no funciona, podéis degollarme allí mismo.
—Tal vez lo hagamos aunque funcione —había dicho Tríane con una sonrisa que provocó un escalofrío a Ariel.
—¿Por qué la odias así? —le preguntó más tarde—. Neerya es muy buena. No quiero que le hagas daño.
—La odio porque me ha quitado el corazón de tu padre —dijo Tríane, acariciándole el pelo.
Cuando vivía en Narak, Ariel había visto cómo se miraban Neerya y Derguín. A ella se le dilataban las pupilas hasta casi tragarse los iris de color de ámbar, le temblaban las aletas de la nariz y se le dilataban las venas del cuello. Él, que solía andar cabizbajo y pensativo, enderezaba los hombros, y cuando ella lo observaba fijamente enrojecía, mientras que si Neerya apartaba la vista era él quien se la bebía con los ojos.
A Ariel le parecía bien. Los dos eran jóvenes y bellos, aunque Derguín lo habría sido más si dejara de fruncir el ceño y engordara un poco. Además, la trataban bien, y trataban bien al resto de la gente, y sabían muchas cosas del mundo por sus viajes o por los libros.
Sin embargo, ahora que veía cómo su madre sufría al hablar de Derguín, Ariel empezaba a pensar si, como buena hija, no debería desear que ambos estuvieran juntos. Ella se había criado a solas con Tríane, pero cuando escapó de la cueva de Gurgdar y empezó a conocer el mundo exterior se dio cuenta de que las madres y los padres solían vivir juntos. A veces incluso se amaban.
Como tantas veces en los últimos tiempos, Ariel se encontraba sumida en un conflicto que no era capaz de resolver. Quería a su madre, porque le era imposible no quererla, pero también se daba cuenta de que a veces hacía cosas que no le gustaban. Cosas que jamás haría Neerya, como intrigar para robarle la Espada de Fuego al legítimo Zemalnit o asesinar a una mujer.
De todos modos, el pavor que le tenía al nigromante hacía que aquel conflicto entre lealtades quedara tan embotado como la molestia de un padrastro en un dedo comparada con un dolor de oídos; un dolor lacerante que Ariel conocía por propia experiencia, ya que cuando usó a
Zemal
para fundir la roca donde dormía Tubilok, un agudísimo chirrido le había reventado el tímpano derecho.
En esos momentos, la mayor preocupación de Ariel no era librarse de Ziyam o convencer a su madre de que debían devolverle la Espada de Fuego a Derguín. Ahora su única obsesión era escapar de Ulma Tor.
La noche del día 20, mientras cenaban junto a una hoguera en pleno desierto de Guinos, las habían atacado unos desconocidos. Cuando más falta les habría hecho, el poder de Ulma Tor no las había ayudado, pues él estaba ocupado fornicando, como todas las noches.
El nigromante había elegido esta vez a Neerya. Ella se negó con la cabeza, lo que suponía más resistencia de la que habían opuesto Radsari dos noches antes o la musculosa Antea la víspera. Ulma Tor tuvo que acercarse y repetir su orden mientras clavaba en ella su ojo. Entonces Neerya se rindió, le tomó la mano y dejó que se la llevara detrás de unos arbustos espinosos. Mientras tanto, Radsari se había alejado de la hoguera para hacer sus necesidades.
Poco después empezaron los habituales gemidos. Ariel estaba convencida de que los de ella eran involuntarios, y se tapó los oídos para no escucharlos, pues al pensar en su padre sufría todavía más por la pobre Neerya.
Entre esos ruidos y el extraño estupor en que parecían sumidas las demás Atagairas, Ziyam más que ninguna, no se dieron cuenta del ataque hasta que tuvieron encima a los salvajes. Por lo que le dijeron luego las demás, debían de ser quince o veinte; a Ariel nunca se le había dado muy bien contar.
Antea fue la primera que salió de su aturdimiento, tomó la espada y se defendió del asalto. Bundaril y Gubrum la siguieron, y Ziyam despertó por fin de su letargo y agarró su propio acero. Tríane, por su parte, empuñó en una mano el cuchillo con el que había matado a la sacerdotisa y en la otra un palo ardiendo.
—¡Toma! —gritó Antea, arrojándole a Ariel el bulto de lienzo que envolvía a
Zemal
.
La niña desenvolvió el lío y desenvainó la Espada de Fuego. Lo hizo justo a tiempo, porque ya se le echaba encima a uno de aquellos salvajes, armado con un palo de punta renegrida y aguzada. Ariel no dudó y le lanzó un tajo a la mano. La hoja le cortó limpiamente la muñeca.
El atacante, que tenía un rostro de pesadilla, aulló de dolor, se agarró el muñón con la otra mano y huyó a toda prisa. Los demás atacantes estaban sufriendo estragos ante las tres Atagairas y Tríane. Al ver el brillo de
Zemal
debieron comprender por fin que se habían equivocado de víctimas y se perdieron entre las sombras.
Terminada la escaramuza, Antea limpió la hoja de su espada con un trapo y preguntó:
—¿Dónde está Radsari?
—Da igual dónde esté. ¡Nos vamos!
Quien había hablado era Ulma Tor, que sólo se había dignado aparecer como refuerzo a deshoras. Venía atándose el cinturón y ajustándose las calzas. Detrás de él, Neerya arrastraba los pies. Era la más morena de todas ellas, pero ahora se la veía casi tan pálida como una Atagaira.
Así pues, habían proseguido su camino en la noche, sin importarles el cansancio de los caballos ni el destino de la pobre Radsari, a la que Ariel, viendo el aspecto monstruoso de sus asaltantes, no le auguraba buen futuro.
Ariel apenas había disfrutado del contacto de
Zemal
. Cuando apareció Ulma Tor, se volvió hacia él empuñando en ambas manos el arma de los dioses, con gesto desafiante. El nigromante se limitó a reírse de ella.
—¡Guarda eso en su funda, cachorrilla, no sea que te cortes un pie sin querer!
Ariel se negó, pero tampoco se atrevía a atacarle. No porque temiese miedo de usar la espada, como acababa de demostrar. Era Ulma Tor quien le daba miedo, que se convertía en pavor al pensar qué represalias tomaría contra ella si su ataque fracasaba.
—Es mejor que la guardes —insistió él. Como si le hubiera leído el pensamiento, añadió—: Si no, te arrepentirás hasta de haber nacido.
—¡No le hables así a mi hija! —exclamó Tríane.
Ulma Tor se limitó a hacer un gesto con la mano. La madre de Ariel se desplomó como si le hubiera caído encima una roca de quinientos kilos. Desde el suelo intentó moverse, pero no era capaz de despegar ni un solo dedo de la tierra. Tampoco podía hablar, y por sus jadeos era obvio que se estaba asfixiando.
—¡Déjala! —gritó Ariel, pero ni así se atrevió a atacar al nigromante.
—Guarda la espada y la soltaré.
Con lágrimas de rabia y humillación, Ariel enfundó a
Zemal
y volvió a envolverla con el mismo lienzo.
—Devuélvesela a Antea —le dijo Ulma Tor.
Ariel no tuvo más remedio que obedecer. Por fin, el nigromante levantó el hechizo que mantenía a su madre aplastada contra el suelo. Ariel corrió para ayudarla a levantarse. Ella, siempre tan orgullosa, esta vez se dejó auxiliar. Todo su cuerpo temblaba como una hoja de álamo.
—Cometí un error, hija —dijo con voz feble—. Nunca debimos quitarle la espada a tu padre.
—¿Qué nos va a pasar?
—Saldremos de ésta, Ariel. Saldremos —respondió Tríane. Por su tono, ni ella misma debía creerse sus propias palabras.
Días después, en el otro extremo del mundo, Ariel seguía sin saber qué iba a ser de ella. Y ya ni siquiera estaba su madre para preguntárselo.
La noche anterior, Ulma Tor había elegido por fin a Tríane, la única mujer adulta con la que no había fornicado, y se la llevó a unas ruinas de piedra mientras las demás encendían una hoguera junto a la calzada. Ariel se tapó los oídos y pensó en huir. Pero no se atrevía a abandonar a su madre. Sobre todo, no se atrevía a escapar de Ulma Tor. Todas habían comprobado que si se alejaban mucho de él empezaban a sentir un malestar que empezaba en el estómago y subía rápidamente al pecho, y se convertía en un pinchazo agudo que les impedía respirar. Al aire libre, sin muros ni cadenas, eran sus prisioneras.
Para entonces, ya sólo quedaban cinco mujeres y Ariel. A Radsari la habían perdido en el desierto de Guinos, y la noche siguiente, después de acostarse con Ulma Tor, Gubrum se había dado muerte clavándose su propia espada bajo el esternón.
Por la mañana, tras acostarse con Tríane, el nigromante había bajado solo desde las ruinas y, sin decir nada, había ensillado a su caballo. Las monturas, las últimas que habían alquilado en una posta de la Ruta de la Seda, se hallaban en un estado penoso. Tenían los cascos abiertos y úlceras en las patas, se les contaban las costillas y se les caía el pelo a rodales. Ariel estaba convencida de que sólo seguían adelante porque la magia negra las mantenía en pie; en cuanto levantara su hechizo, las pobres bestias caerían muertas al instante.
—Tríane se queda aquí —anunció por fin Ulma Tor, encaramándose a la silla—. No está en condiciones de venir.
—¿Qué le has hecho a mi madre? —gritó Ariel—. ¡Quiero verla!
—No lo harás —contestó Ulma Tor con voz átona. Y Ariel descubrió que, simplemente, no podía hacerlo.
Así abandonaron a Tríane, y siguieron su camino hacia el inconcebible abismo negro que devoraba todo el horizonte norte. Allí flotaba una gran burbuja que lo reflejaba todo como un espejo. La víspera, justo antes de oscurecer, su madre le había dicho que dentro de la burbuja se encontraba Tártara, la ciudad prohibida.
—¿Tú la has visto? —le había preguntado Ariel.
—Sólo por fuera. Es imposible atravesar esa barrera que la rodea.
—¿Entonces para qué hemos venido hasta aquí?
—En tiempos desesperados hay que intentar lo imposible, hija.
Cada vez que se acordaba de Tríane, a Ariel se le llenaban los ojos de lágrimas, hasta el punto de que a través de ella la esfera perfecta que rodeaba la ciudad se deformaba y parecía un óvalo de mercurio.
Todo es culpa mía
, se decía. Si no hubiera escapado de la cueva para conocer a Derguín, todavía seguiría en Gurgdar, allí donde el poder de su madre era más fuerte y las protegía a ambas de todo mal.
Y lo que más temía eran las miradas de reojo que le echaba Ulma Tor. Todas las demás habían pasado por el mismo trance. Ariel estaba segura de que esa noche le tocaría a ella.
Se equivocó. No era eso lo que el nigromante esperaba de Ariel. Aún no había oscurecido cuando empezó todo.
—Quiero que te pongas la máscara —le dijo Ulma Tor.
El sol caía ya hacia el oeste. Se habían detenido en las ruinas de una ciudad que, según el nigromante, se llamó en tiempos Dhamara. Ahora se encontraban en un patio sembrado de losas rotas que, por el tamaño de las columnatas que lo rodeaban, debió pertenecer a un templo o un palacio. Las columnas estaban talladas con acanaladuras espirales y sus capiteles se abrían imitando ramas de árboles con hojas en forma de corazón. También había árboles de verdad, cipreses que tenían aspecto de haber crecido allí por su cuenta. En el centro había una gran alberca llena de agua estancada en la que flotaban algunos lotos y cantaban las ranas.
Por encima del pórtico que cerraba el lado norte se alzaba una Torre de Sangre. Más allá se extendía aquel inmenso agujero sobre el que flotaba Tártara, pero los restos de la columnata lo ocultaban de la vista.
Ariel se estaba fijando bien en aquel lugar porque sabía que iba a morir allí.
—He dicho que te pongas la máscara —repitió Ulma Tor—. Quiero que hables con
él
y le ofrezcas la espada en mi nombre.
Aquella horrible careta la miraba desde el suelo con los tres ojos rojos de pupilas triples. A unos pasos, Ulma Tor aguardaba con los brazos en jarras. Neerya y las tres Atagairas seguían de pie, tan rígidas como los caballos, como si a ellas también las sostuviera la misma magia que las consumía.
—Si quieres que me la ponga, dime qué has hecho con mi madre —dijo Ariel haciendo acopio de dignidad. Sabía que no podía exigir nada.
—Te empeñas en hacerme repetir las órdenes. No me gusta hacerlo, Ariel. Ya deberías haber aprendido.
—¡No voy a ponerme la máscara!
Ulma Tor se volvió hacia las demás mujeres.
—Antea, oblígala tú.
La jefa de las Teburashi se acercó arrastrando los pies, ella que siempre había caminado levantándolos como si quisiera aplastar la hierba bajo sus botas. Al llegar junto a la máscara, se arrodilló de espaldas a Ulma Tor y dijo:
—Esta vez no vaciles, Ariel.
Mátalo
.
Ariel comprendió que Antea había exagerado su marasmo para engañar a Ulma Tor. La Atagaira sacó de debajo de su capa el lienzo que envolvía a
Zemal
y se lo arrojó a Ariel.
—¡Maldita jaca frígida! —gritó Ulma Tor, y extendió la mano derecha.
Antea cayó de bruces al suelo, y una vez en el polvo extendió brazos y piernas como si alguien tirase de ellas. Horrorizada, Ariel vio cómo un peso invisible aplastaba el cuerpo de la Atagaira. Ésta trató de decir algo, pero no consiguió emitir más que un jadeo inarticulado. Su tórax empezó a aplanarse. Luego sonó un terrible crujido de huesos rotos y toda su espalda se hundió. Un chorro de sangre brotó de su boca como un manantial, y ya no se movió más.