Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Zenort lo hizo
, pensó. Pero Zenort empuñaba la Espada de Fuego, mientras que él la había perdido. Los dos tenían mucho en común; por alguna extraña razón Derguín revivía los recuerdos del primer Zemalnit como si fueran suyos, y además ambos se parecían. Sin embargo, estaba convencido de que Zenort jamás habría sido tan descuidado como para perder a
Zemal
.
En algún momento de tan lóbregas reflexiones, se hundió en las tinieblas del sueño.
Llevaba unas dos horas dormido cuando alguien lo despertó zarandeándole el hombro sin ninguna conmiseración.
—¿Eh? ¿Qué pasa? —preguntó, incorporándose y echando mano al pomo de
Brauna
.
—¡Tranquilo, Derguín! Soy yo, Ahri. Reserva tus fuerzas para hacer un pequeño experimento.
—¿Qué quieres decir?
—¿Cómo he podido estar tan ciego? Eso lo tuvo que inventar un Numerista. ¡Ah, qué combinación diabólica, la prístina belleza de los números primos con la irracionalidad indomable del número pi!
—Estoy un poco atontado, Ahri. ¿Podrías explicarte?
—Creo que he encontrado los números. Si funcionan, ¿puedo pedirte humildemente que llames a una de esas aceleraciones Ahritahitéi?
E
n su segunda jornada de marcha, la montaña Estrellada empezó a crecer y a llenar buena parte del campo visual, aunque aún no podía competir con la colosal presencia del puente de Kaluza. Según las cuentas de Kratos, si la duración del día en Agarta era la misma que en Tramórea —y los ciclos de hambre y sueño de sus cuerpos parecían indicar que sí—, estaban a 24 de Bildanil.
La calzada construida por las Atagairas era ancha y cómoda. Sin embargo, progresaban más despacio de lo que Kratos hubiese querido porque no viajaban en columna de marcha, sino en una formación casi de batalla, más adecuada para un territorio enemigo. Los ojeadores que exploraban ambos lados del camino para evitar emboscadas no tenían más remedio que abrirse paso entre la espesura, lo que retrasaba su avance.
A izquierda y derecha de la calzada se abrían bifurcaciones que llevaban a pueblos y ciudades cuyos nombres se podían leer en mojones de piedra, escritos en el extraño alfabeto de las Atagairas. Los expedicionarios pasaron junto a algunas de esas poblaciones, pero por suerte no tuvieron que entrar en ninguna de ellas: la vía había sido construida para que los ejércitos reales pudieran marchar expeditos, sin perder el tiempo atravesando arcos, puertas o calles estrechas.
Hasta el momento, nadie los había atacado. La ciudad más poblada de la zona, Nalmu, se hallaba a unos quinientos metros de la calzada. Alrededor de ella se extendían campos, praderas y bosques a medio talar, pero no encontraron ni labriegos ni leñadores, pues todo el mundo se había refugiado tras la muralla.
Kratos examinó el adarve con el catalejo y vio por fin a las Atagairas de Agarta. Protegidas con yelmos y corazas de vivos colores y armadas con arcos y lanzas, vigilaban tras las almenas, pálidas y adustas. Cuando le pasó el anteojo a su hijo para que pudiera contemplarlas, Darkos le preguntó:
—¿Por qué no nos atacan? Si nos ven como invasores, deberían hacer algo por detenernos.
—Algo están haciendo, rapaz —repuso Gavilán.
—¿Qué?
—Cerrarnos la retirada. Según avanzamos por territorio enemigo, cada vez tenemos más guerreras a nuestra espalda. —Gavilán se tocó el cuello—. Eso me da más escalofríos que estas malditas quemaduras.
—No es necesario que asustes a mi hijo, capitán —dijo Kratos.
—No me voy a asustar —respondió Darkos—. Ya he estado en más de una batalla, ¿recuerdas?
El muchacho no era del todo sincero. Pero Kratos no lo culpaba por tener miedo. Todos estaban azorados, con los nervios tensos como cuerdas de arco a punto de dispararse. Aparte de la amenaza de las Atagairas nativas, aquel lugar destilaba un aire de peligro latente. Tal vez se debiera a la extraña cualidad de la luz que lo difuminaba todo y apenas proyectaba sombras, o a la atmósfera sofocante. Aunque también podía deberse a que el cielo conocido como Nada se encontraba en el lugar erróneo y era rojo, a que tenían otro mundo entero colgado sobre la cabeza o a la intimidante presencia del puente de Kaluza. En realidad, todo contribuía a la extrañeza esencial del lugar, como si Agarta les quisiera recordar en cada momento que eran intrusos llegados de Tramórea y que no pertenecían a este mundo.
Kratos se dio la vuelta. Tras ellos venía el grueso de los Invictos, con los escudos a la espalda y las lanzas en alto. No llevaban las grebas, pero sí los petos de cuero, y sobre ellos las corazas de placas de hierro. Además, se habían puesto los yelmos, aunque con las carrilleras subidas. No era el atuendo más cómodo para viajar con tanto calor. Sin embargo, Kratos quería que estuvieran listos para la batalla. Kalevi había tomado las mismas disposiciones con sus Atagairas.
Al menos, los rayos del sol de Agarta no eran tan inmisericordes como los de Tramórea, por lo que el metal no llegaba a quemar la piel. Si hubieran estado en Malabashi, el bronce y el hierro se habrían calentado tanto que les habría resultado imposible tocarlos sin abrasarse. Allí no ocurría eso, pero la temperatura era alta, y flotaba tanta humedad en el aire que no lograban evaporar el sudor. Tenían las ropas empapadas y el rostro y la piel perlados de gotitas saladas.
Nimaz les había explicado que allí llovía casi todas las tardes, y así lo habían comprobado en los dos días que llevaban en Agarta. Por la mañana, cuando el sol se encendía, el agua de la selva se empezaba a evaporar y a saturar el aire. Durante algunas horas el cielo permanecía despejado, pero podía adivinarse en qué lugares se iban a formar las nubes observando el vuelo de los buitres y los terones, que trazaban majestuosos círculos aprovechando las corrientes ascendentes de aire caliente. Poco después del sol naranja, esas corrientes ya se habían convertido en grandes cumulonimbos que unas horas más tarde descargaban intensos aguaceros, devolviendo al bosque el agua que el sol había robado durante el día. Por suerte, tanto la calzada como el suelo de la selva drenaban rápidamente. Mal que bien, los soldados podían seguir avanzando bajo la lluvia que repiqueteaba sobre sus yelmos.
Vivaquearon al pie de una almenara, en un cerro despejado de árboles. Las noches de Agarta eran muy oscuras. Tan sólo el puente de Kaluza emitía un tenue resplandor, como una constelación vertical en aquel cielo que no era cielo. Los expedicionarios cenaron casi a ciegas. Kratos no quería prender hogueras que delataran su posición.
Pero no todo eran tinieblas. En la ladera suroeste de la montaña Estrellada se había encendido una luz roja.
—Soyala, pregúntale a Nimaz qué es eso.
—Dice que es la forja del dios de la montaña. Que a veces trabaja por la noche. Así se lo contaba su padre, pero él no había visto iluminarse la fragua hasta hace unos días.
—¿Cuántos días?
El joven calculó con los dedos, y cuando estuvo satisfecho con la cuenta le mostró a Kratos las dos manos extendidas, y después el índice y el pulgar.
—¿Doce días? Pregúntale si está seguro.
Al oír la pregunta, Nimaz asintió con vigor. Kratos echó cuentas. De modo que la forja de ese dios de la montaña se había encendido al mismo tiempo que Tarimán se aparecía en su sueño y le decía: «Cuando llegues a Agarta, sube a la montaña Estrellada y blandirás tu propia espada de poder».
Estaba bastante claro lo que debía hacer. Subir hasta esa luz roja y tomar la espada que le había prometido Tarimán.
El problema con cualquier sueño radicaba en saber si era veraz o falaz, si había salido por la gran puerta de marfil que dejaba pasar a la gran mayoría de visiones mentirosas o si provenía de la pequeña puerta de batientes de cuerno. No era cuestión baladí. Derguín había recibido una visión mendaz en el sitio menos esperado, un oráculo del sueño. Por culpa de lo que había visto y escuchado mientras dormía, había acudido a la trampa que le tendía Ulma Tor en Etemenanki, y allí había salvado la vida a duras penas.
Al acordarse del nigromante y de cómo su magia oscura lo había inmovilizado a él en el barro la noche en que los atacó el corueco, Kratos sintió un escalofrío. ¿Le estaría tendiendo una emboscada similar haciéndose pasar por Tarimán?
Quería creer que no era así.
Necesitaba
creer que no era así.
—Has hablado de la fragua del dios —le preguntó a Nimaz—. ¿Sabes cómo se llama esa divinidad?
El joven negó con la cabeza. Soyala tradujo.
—Dice que sólo sabe que es muy poderoso, que lleva viviendo en esa montaña desde el principio de los tiempos.
—Pero ¿es herrero?
—Dice que sí, que allí arriba tiene su forja, en una cueva.
Kratos asintió. La decisión estaba tomada. Subiría a esa cueva para buscar la espada prometida. Tendría que hacerlo rápido. Era peligroso detenerse demasiado tiempo en aquel territorio hostil. Mas por el momento no compartió sus propósitos con nadie.
Al día siguiente, mientras seguían caminando hacia el norte, los batidores de vanguardia encontraron a unos leñadores que talaban árboles en la margen derecha del camino. Trataron de huir, pero los jinetes los rodearon y apresaron. Eran seis. Uno de ellos, el jefe del grupo, tenía un mapa.
Cuando se lo llevaron a Kratos, éste observó que el mapa había sido corregido con bastante tosquedad. Le preguntó al jefe, que se llamaba Roszef, si era él quien había hecho esas correcciones. El varón Atagairo respondió con evasivas, pero acabó reconociendo que sí.
El plano representaba la región que rodeaba a los pilares del puente de Kaluza. Había líneas oscuras que marcaban fronteras, pero Roszef las había repasado con tinta sepia para que se confundieran con el color de fondo del pergamino. También había tachado los nombres de diversos lugares, aunque por debajo de los borrones se adivinaban las letras antiguas escritas en aquel chapucero palimpsesto.
—Aquí pone: reino de Ristal, reino de Yr, reino de Surdumbria... —leyó Kalevi, señalando cada nombre con el dedo para que lo viera Kratos.
Roszef se puso a hablar a toda velocidad mientras se frotaba las manos con gesto nervioso.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Kratos.
—Que ésos no son reinos —respondió Kalevi—. Según él nunca han sido reinos, aunque a continuación ha añadido que hace tiempo que dejaron de serlo.
—Lo que parece contradecirse.
—Sí. Ahora está repitiendo como un loro que sólo hay un reino de Atagairas, Bearnia, y una única soberana, su majestad Teanagari la Grande. Eso me hace pensar que la unificación es bastante reciente.
—O que la tal Teanagari tiene más dificultades para imponer su autoridad de lo que nos dan a entender —dijo Kratos.
Había más información interesante en el mapa. A no mucha distancia de allí, la calzada que seguían, conocida como la Vía de Teana, giraba hacia el este para dirigirse a la bahía de Almabán. En ella se encontraba la ciudad de Narday, capital del reino.
Obviamente, Kratos no pensaba seguir ese camino, sino otro ramal de la calzada que continuaba hacia el norte. Pero en su marcha hacia el puente de Kaluza no les quedaba más remedio que pasar a unos treinta kilómetros de Narday. Demasiado cerca para su tranquilidad.
Roszef, que parecía más informado de lo habitual en los varones Atagairos, les dijo que en Narday había más de cuarenta mil habitantes. Al parecer, las Atagairas de Agarta tenían algo en común con las de Tramórea: todas eran guerreras que, aunque no sirvieran de forma regular en el ejército, podían ser reclutadas para campañas extraordinarias.
—Así que Teanagari puede movilizar a toda prisa un ejército de entre siete y diez mil mujeres contra nosotros —calculó Kratos.
—Parece verosímil —dijo Kalevi.
La jefa de las Atagairas señaló varios castillos diseminados por el mapa. El cartógrafo los había dibujado con esmero, incluyendo almenas y torreones. También había estandartes, pero estaban tachados. ¡Qué miedo no inspiraría Teanagari cuando, para no incurrir en su ira, un humilde leñador había corregido un mapa que seguramente la reina no vería jamás!
—Si quiere movilizar las guarniciones de estas fortalezas, tardará más —prosiguió Kalevi—. Están más lejos del puente de Kaluza que nosotros, así que no llegarían a tiempo. Si nos movemos rápido, tan sólo tendríamos que enfrentarnos a las fuerzas que Teanagari consiga reclutar en esta región.
—Pero son más que suficientes.
—Ya vencimos una vez a un ejército muy superior en número, y lo hicimos juntos —dijo Kalevi, sonriendo animosa.
—Cierto. Pero batallas como la de la Roca de Sangre sólo se dan cada cien años. Además...
—¿Además qué,
tah
Kratos?
Aunque le molestaba reconocerlo, expresó su reparo en voz alta.
—Si el Zemalnit no hubiera estado con vosotras, no sé qué habría pasado.
—Un solo hombre no cambia una batalla.
—Si ese hombre empuña un arma forjada por los dioses, sí. Fue él quien destruyó a Gankru. De no ser por Derguín, ese monstruo habría seguido masacrando a mis hombres y luego habría ido a por vosotras.
—No podemos contar con el Zemalnit aquí, tah Kratos. Estamos solos.
Tiene razón. Ni siquiera podemos contar con Linar
, pensó Kratos. El Kalagorinor aún no había salido de su trance. Su cuerpo empezaba a ganar peso y color, como si estuviera recobrando su sustancia. Si se reponía a tiempo y les ayudaba, alguien como Linar equivalía a un ejército de un solo hombre. Pero no podía contar con que se recuperara, y además ignoraba cómo se comportaría el Kalagorinor en una hipotética batalla contra las fuerzas de Teanagari.
Desde luego, lo que no va a hacer es obedecer mis órdenes
, se dijo.
Linar era un elemento que no controlaba. Kratos necesitaba magia, pero una que él pudiera dominar.
Volvió a examinar el mapa. Su autor, o al menos el autor del original, debía de ser un cartógrafo muy competente. La montaña estaba representada con sumo detalle. Al verla dibujada se comprendía la razón de su nombre. La cima se dividía en siete estribaciones, abiertas como los brazos de una estrella de mar.
Esa visión le recordó el tatuaje de Ahri.
Maldición, nunca sabrá si existían más aceleraciones
. Y si llegaba a averiguarlo, seguramente ya sería demasiado tarde.
De nuevo, aquello quedaba fuera de su control. Lo mejor era centrarse en lo que tenía a mano. La posibilidad de la espada.