Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
¿Desde cuándo tienes imaginación?
, preguntó Quimera, burlón.
¿Desde cuándo la has tenido tú?
La rampa desembocaba en una terraza circular. En el centro había una abertura que se asomaba a un pozo cuyo fondo no se veía. Había altares de piedra rodeando el pozo, con canales tallados. Por su aspecto, debían servir para que la sangre de las víctimas resbalara y cayera al agujero central. Cerca del borde exterior había restos de columnas que sugerían que el conjunto estuvo techado en su momento. Así se lo corroboró Ritión: la Torre de Sangre de Ilfatar, mejor conservada, estaba rematada por una cúpula de piedra.
Aunque el edificio era un monumento magnífico y poseía una tétrica belleza, resultaba imposible entretenerse en examinar sus detalles. Desde allí arriba se apreciaba perfectamente el borde del vasto agujero, que absorbía toda la atención. Era como estar en el límite de la nada. A unos mil metros de la torre, una línea perfecta separaba el suelo del abismo.
Cuando divisaron por primera vez el Abismo Negro, Togul Barok pensó que tenía forma ovalada o circular. Pero la sima era tan grande que allí no se apreciaba su curvatura, y tan sólo se veía una abrupta falla que corría recta como una flecha de horizonte a horizonte.
Ahora que se encontraban más cerca, Togul Barok observó que la negrura no era total. Daba la impresión de que sobre el abismo había algo, una especie de cristal muy oscuro que apenas dejara ver lo que había debajo. Pero en la pared más alejada del precipicio se adivinaban unas líneas verticales, ligeramente grises contra el fondo negro.
En el centro flotaba la esfera imposible, devolviéndoles la luz de un sol mortecino y rodeado de nubes. Se hallaba muy lejos, o así se lo pareció a Togul Barok, pues en medio de la nada y sin referencias aquella figura geométrica perfecta podría haber estado incluso al alcance de su mano. Mas, incluso sin nada con que comparar, calculaba que dentro de aquel orbe de cristal cabía una montaña entera.
—¿Será eso el Bardaliut? —preguntó Capitán—. De niño, mi abuela me contaba que la morada de los dioses está donde nace el sol.
—No. No es el Bardaliut —contestó Togul Barok.
¿No les vas a decir por qué lo sabes?
, preguntó Quimera.
No
.
Los llevas al fin del mundo. Tienen derecho a conocer lo mismo que tú
.
No digas sandeces. Eso no lo harías ni tú. Y no tengo por costumbre dar explicaciones
.
A mí me las estás dando
.
Pues se acabaron
.
Togul Barok lo sabía porque, justo antes del certamen por
Zemal
, había recibido una visión del Bardaliut. Era un lugar enorme, tanto como el globo que flotaba sobre el precipicio. Pero, aunque las imágenes del sueño eran vagas, recordaba que se trataba de un cilindro y no de una esfera. Además, Taniar le había dicho que el Bardaliut flotaba dando vueltas a Tramórea, a tanta altura sobre el suelo que allí no había aire y las estrellas se veían de día y de noche.
Aparte de saber que no era el Bardaliut, no tenía la menor idea de qué podía ser aquel lugar. Pero sólo la magia o la ciencia de los dioses o de seres incluso más poderosos que ellos podían explicar lo que estaba viendo.
—¡Mi señor! —exclamó Avizor—. ¡Por allí viene gente!
Togul Barok se acercó al borde sur de la terraza. Por la calzada se acercaba un pequeño grupo a caballo.
—Son sólo cinco —dijo, poniéndose la mano de visera para tapar el sol.
—Buena vista, mi señor —respondió Avizor—. ¿Quiénes serán?
Eso mismo se preguntaba él. ¿Habitantes de aquel lugar desolado? ¿Guardianes del abismo? ¿O viajeros convocados como ellos a través del portal mágico? Togul Barok se llevó la mano a la espalda para comprobar que el fragmento de lanza seguía sujeto al arnés.
«No debes utilizar la lanza en ninguna circunstancia», le había dicho la diosa. Hasta que llegara la ocasión decisiva y definitiva. ¿Cómo la reconocería?
Aunque el grupo que se acercaba a la Torre de Sangre era mucho menos numeroso que ellos, sabía que no había en toda Tramórea guerreros mortales como sus Noctívagos, sentía que de aquellas personas emanaba una amenaza tan oscura, y tan grande a su modo, como del infernal abismo que tenía a su espalda.
Recordaba perfectamente la última vez que sintió aquella amenaza. Había sido en presencia de Ulma Tor.
D
erguín, El Mazo y los supervivientes de la flota de Kratos divisaron el Abismo Negro un día después que Togul Barok. Todos se quedaron tan sobrecogidos como los Noctívagos. Incluso Derguín, que había revivido los recuerdos de Zenort mientras leía su diario, respiró hondo al ver aquel horizonte vacío y oscuro.
Todo era tal como lo había contemplado en las visiones que se superponían sobre las páginas del libro. Ese camino lo había hecho Zenort cientos de veces. Pero en su época la calzada estaba recién reparada, los campos labrados, en lugar de manadas de onagros había rebaños de vacas y de caballos y se veían granjas y alquerías dispersas por el campo de las que ahora no quedaba ni rastro en aquellas tierras que se habían vuelto agrestes y salvajes.
Había un edificio que seguía en pie: la Torre de Sangre. Todavía se encontraban muy lejos de ella, pero desde allí el cono truncado de su silueta se perfilaba como un último desafío contra aquella negrura que devoraba el horizonte.
—¡Una Torre de Sangre! —dijo Aidé, estremeciéndose. No guardaba muy buen recuerdo de esos edificios. Kalitres la había hecho subir a la de Nidra para fingir un sacrificio humano y atraer a Molgru.
—Toda esta región pone los pelos de punta —dijo Ahri—. Hay más árboles y el aire es más húmedo, pero por alguna razón me parece un lugar más inhóspito y solitario que la meseta de Malabashi.
—¿Utilizas palabras de más por rellenar tus frases o es que te brotan como un espasmo verbal? Decir «por alguna razón» es un truco fácil para evitar la búsqueda de un auténtico motivo. La razón por la que este lugar parece solitario es que lo es, puesto que salta a la vista que en muchos kilómetros a la redonda no habita nadie.
El autor de la improvisada invectiva contra Ahri era Orfeo, al que El Mazo había sacado un rato de la alforja para que contemplara el panorama mientras seguían cabalgando por la calzada. Los Invictos que los acompañaban todavía lo miraban con asombro, pero poco a poco se iban acostumbrando.
Pese al tono cáustico, Ahri se tomó con buen humor las palabras de Orfeo. La verdad era que resultaba difícil sentirse ofendido por una cabeza calva desprovista de cuerpo.
—Tienes razón, amigo Orfeo —contestó—. Debería aprender a expresarme con números, que son mucho más precisos y nunca sobran.
—Con números también se pueden decir muchas necedades —respondió Orfeo—. Pero si quieres aprender a usarlos como forma de expresión, yo podría enseñarte. Uno cero dos cero nueve siete uno uno seis uno uno siete uno uno uno.
Tras espetar aquellos dígitos a toda velocidad, la cabeza sonrió satisfecha como si hubiera gastado una broma sumamente ingeniosa.
—No se me ocurre qué me puedes haber dicho —repuso Ahri.
—Una palabra de cinco letras en un antiquísimo código. A ver si descifras eso.
Ahri levantó las cejas, lo que agrandó todavía más sus ojos.
—Creo que durante una temporada me abstendré de descifrar más códigos secretos.
Derguín soltó una carcajada. Después de dormir unas horas más, se sentía de mejor humor esa mañana. La visión del abismo negro al que se dirigían no le imponía tanto temor como a sus compañeros y, además, tenía por fin un motivo para sentirse optimista. Había probado los números de Ahri y funcionaban.
Ahora bien, sin las energías extra que le brindaba
Zemal
debía aplicarlos con mucha precaución.
—¡Mirad ahí! ¡Creo que hay alguien! —exclamó Golario, un Invicto del batallón Jauría. En la pelea de la taberna de Gavilán, Derguín le había roto la nariz con la pata de un taburete, pero ahora ambos fingían que aquello nunca había ocurrido.
Desde allí se veían unas ruinas a poca distancia de la calzada, sobre la ladera de una loma. Tal vez era un templete de planta circular, o quizá los restos de una atalaya. Resultaba difícil saberlo, pues tan sólo quedaba parte de una pared curvada. En el interior se vislumbraba algo que parecían unas piernas.
—Esperadme aquí —dijo Derguín, echando pie a tierra—. Voy a investigar.
Los demás aguardaron en la calzada y aprovecharon para descansar. El Mazo, como era habitual en él, abrió el zurrón y tomó un tentempié, acompañado por Ahri, que pese a lo flaco que estaba comía, según el dicho Ritión, como un incendio.
Conforme avanzaba por el empinado camino que trepaba la cuesta, Derguín vio que, en efecto, lo que asomaba por el hueco abierto entre las ruinas eran unos pies. Cuando llegó, comprobó que se trataba de una mujer, recostada sobre un poyo de piedra que corría a lo largo de la pared. Quedaba parte del techo del primer piso, por lo que el interior del edificio se encontraba en sombra. Pero había luz suficiente para comprobar que la mujer era anciana.
De hecho, Derguín no había visto una mujer más vieja en su vida. Su rostro era un mapa de arrugas caóticas, como un campo arado por un labrador ciego. Los ojos estaban velados por las cataratas, los lóbulos de las orejas colgaban grotescamente gruesos y los cabellos blancos raleaban tanto como los matojos de aquella región desolada. Una túnica demasiado grande para ese cuerpo cubría sus formas como una lona tirada al descuido sobre un cajón de mercancías.
La mujer canturreaba algo en un idioma muy antiguo. La lengua de los Arcanos. Derguín se sentó en el poyo junto a ella y acercó el oído para escuchar su débil voz.
Princesa de las Niryiin, hija de los grandes bosques,
reina en la profunda arboleda y en la fronda húmeda,
tú que peinas tus cabellos bajo los rayos del sol,
tú que haces crecer la hierba bajo tus manos de agua...
¡Él conocía aquellos versos! Tríane los cantaba mientras le curaba las heridas provocadas por las flechas de los secuaces del Mazo.
Aquello le evocó más recuerdos que ahora cobraban nuevo sentido gracias al diario de Zenort y las visiones que había recibido mientras lo leía. Derguín había escuchado la canción en la cueva de Gurgdar, donde los días transcurrían a un ritmo más rápido: una burbuja de estasis de campo invertido. No servía como aislamiento ni protección, pero tenía otras utilidades. Por ejemplo, conseguir que Derguín sanara a tiempo para no rezagarse demasiado en el certamen por
Zemal
.
Tríane le había curado las heridas tapándolas con una película blanca. Bajo ella, Derguín notaba un picor y una ebullición constantes. «Son sastres y albañiles diminutos que remiendan tus tejidos y reconstruyen tus huesos», le había explicado Tríane. Ahora Derguín comprendía que eran nanos, artefactos microscópicos similares a los que infestaban su cuerpo desde que bebiera la Mixtura.
—El olor —musitó la anciana—. Acércame tu mano.
La mujer le tomó los dedos entre los suyos, que estaban torcidos por el reúma y con las articulaciones tan hinchadas como nueces. Se acercó la mano del joven a la nariz y la olisqueó.
—Derguín. Derguín Gorión. Eres tú. Mi campeón.
Derguín retrocedió como si le hubiera picado una avispa.
—¿Tríane?
Ella sonrió débilmente y asintió. Al hacerlo, los colgajos de piel que unían su barbilla y su cuello se movieron como cortinas agitadas por el viento.
Imposible. ¿Cómo podía ser esa anciana ajada y ciega la bella ninfa a la que Derguín había salvado del sacrificio? Hacía tan sólo dos meses la había visto, tan joven y hermosa como siempre, y la había amenazado con
Zemal
para obligarla a jurar que no volvería a hacer daño a las mujeres que se le acercaban.
Recordó que esa noche había tocado la hoja ígnea de la espada, y las llamas encendieron tanto su cuerpo que al agarrar la muñeca de Tríane le había dejado cinco quemaduras rojas, una por cada dedo.
Las marcas seguían allí, cinco cicatrices mal curadas en una piel seca y áspera como arpillera.
—¿Puedes verme? —preguntó Derguín, con el corazón encogido.
—No me hace falta verte con los ojos. Al olerte, te veo en mi recuerdo. ¿Me das la mano otra vez?
Tríane —sí, debajo de las cataratas y de aquel mar de arrugas era en verdad Tríane— volvió a olfatear.
—Cuando te fuiste, me quedé con una prenda tuya. La túnica rota por las flechas. En las largas noches, la apretaba contra mi pecho y la olía. Era lo único que tenía de ti. —Sonrió. Apenas le quedaban dientes—. Luego tuve otra cosa.
—Te refieres a esas quemaduras. Lo lamento, de verdad —dijo Derguín. Había deseado a Tríane, se había obsesionado con ella y después había llegado a aborrecerla. Ahora sólo sentía compasión.
—No, Derguín, no. ¿Es que no te has dado cuenta?
—¿De qué tengo que darme cuenta?
La comprensión destelló en su mente antes de que ella se lo explicara. Recordó a Agmadán, con el rostro quemado por las llamas de los gusanos de fuego que habían arrasado Narak. El politarca, para demostrarle que había matado a Ariel, le dijo: «La niña vino con unas Atagairas y con su madre. Ella te conoce».
«Y se llama Trí...»
El Mazo lo había amordazado con su manaza y lo había asfixiado casi sin querer. Pero una consonante nasal había quedado flotando un instante en el aire, aplastada por los dedos de su amigo.
Tríane.
De modo que Tríane era la madre de Ariel.
La Espada de Fuego podía reconocer a su dueño leyendo las diminutas bibliotecas insertadas en su cuerpo, lo que los habitantes de Tártara llamaban «genes». Por eso Ariel había empuñado a
Zemal
sin sufrir daño: la espada, más sabia que él, había descubierto lo que Derguín ignoraba.
—Ariel es nuestra hija, Derguín.
Se apartó de ella. Le faltaba el aire. Empezó a respirar en pequeñas bocanadas tan rápidas que apenas le llenaban los pulmones.
No, así no vas a conseguir nada. Tranquilízate
.
Volvió a inclinarse sobre Tríane y le tomó las manos. Tenía que averiguar qué le había ocurrido, por qué de pronto había envejecido tantos años, como si hubiera perdido el control sobre la magia de la cueva de Gurgdar.