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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (89 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Y yo aquí
, pensó Kratos. ¿De qué le servía la espada de Tarimán si no podía ayudar a su gente con ella?

Abatón debió pensar que la situación era insostenible, porque su ejército empezó a avanzar hacia el enemigo.
Es lo que hubiera hecho yo
, reconoció Kratos. Desde abajo, el trote de la infantería seguramente parecía rápido, pero desde allí arriba eran como hormigas arrastrándose. La línea oscura del frente empezó a ondularse por varios puntos mientras se acercaba a los batallones de Teanagari. No era fácil mantener las filas rectas al paso ligero, máxime con soldados de diversas unidades que formaban un ejército improvisado. Pero el frente no se rompió.

La primera fila no tardó en chocar con los batallones de la reina. De momento, era imposible confundir las dos líneas. Las unidades centrales de Teanagari lucían colores vivos, verde, amarillo y blanco, mientras que a los Invictos y las Atagairas se los veía como figuras plateadas o directamente grises.

Los hombres de Kratos lo estaban haciendo bien. Pese a que con sólo cuatro filas de profundidad les faltaba empuje, habrían abierto huecos en el frente de Teanagari. En cuanto a la caballería de Kalevi, de momento se mantenía sin entrar en la liza, un poco retrasada para proteger los flancos de los suyos.

La táctica de Abatón parecía sencilla: entrar como una flecha por el centro y buscar a la reina. Kratos pensó que Teanagari debía estar al pie de la atalaya, pues allí, detrás del batallón amarillo, se alzaba un gran estandarte, y en lugar de guerreras apretadas en filas compactas se veían caballos, carros y personas que se movían de un lado a otro de forma poco marcial. Por lo visto, la reina Teanagari no era de las que arriesgaban el pellejo por dar ejemplo a sus tropas.

La atalaya era una almenara como las que les habían servido como punto de observación durante el viaje. Sobre la plataforma de piedra habían plantado dos altos postes de madera, y había un prisionero atado a cada uno de ellos. Kratos no podía distinguir sus rasgos, pero tuvo la intuición de que eran Kybes y Baoyim, encaramados allí por sus captores para que contemplaran la derrota de los suyos.

Los batallones situados en ambas alas del ejército real, que tenían campo libre por delante, empezaron a avanzar con cierta parsimonia. Una vez que adelantaron a sus compañeros de formación, giraron y se dirigieron hacia el centro. Desde allí arriba, la maniobra de pinza era evidente. En pocos minutos, esos batallones entrarían en contacto con la caballería de Kalevi, que protegía los costados vulnerables de la pequeña falange Tramoreana. Tal vez Kalevi lograría contener un rato el ataque enemigo y evitar esa tenaza; pero la Atagaira sólo disponía de ciento treinta jinetes para proteger ambos lados, mientras que cada uno de los batallones reales debía de constar al menos de quinientas guerreras.

Por si fuera poco, uno de los escuadrones de caballería de la reina, situado en el flanco izquierdo, se había puesto en movimiento y estaba pasando por detrás de sus propios batallones. La intención parecía clara: dar un rodeo para situarse a la espalda de los Invictos y atacarles desde allí. De esta manera, la C que se estaba formando se convertiría en una O, o más bien una Θ, con el ejército expedicionario atrapado en el interior.

Ahora sí que están perdidos
, pensó Kratos.

Mientras tanto, el choque en la primera fila seguía adelante. Los Invictos, con un pequeño contingente de Atagairas a pie, habían logrado abrir dos brechas en los batallones amarillo y blanco. Era curioso ver su avance, como olas que azotaban la playa y que, al retroceder, en vez de espuma dejaban cuerpos caídos que desde la altura parecían muñequitos de madera.

Ya entiendo por qué los dioses son tan distantes
, pensó Kratos. Desde allí arriba se oía redoblar de tambores, algazara de gritos, relinchos y golpes metálicos, pero llegaban mezclados en una batahola confusa que despertaba una extraña indiferencia.

—Bueno, hombrecito —dijo Anfiún—. Ya hemos mirado bastante. ¡Ahora toca participar!

BEARNIA

A
bajo, las cosas se veían de manera diferente. En realidad, no se veían. Darkos, que estaba en la tercera fila, tenía los escudos de las Atagairas enemigas a poco más de cuatro metros, pero los cuerpos de sus compañeros, más altos que él, se interponían. Sabía de sobra que lo habían metido entre los demás soldados porque de lo contrario tendrían que haberlo dejado con la impedimenta, en la retaguardia. Pero eran tan pocos que no había retaguardia, y todas sus provisiones y enseres habían quedado simplemente abandonados en el suelo, detrás de ellos. El ejército que venía por el sur no tardaría en llegar a esa posición y encontrarse con aquel regalo.

Sin embargo, ése no era el mayor problema.

Aunque el combate era brutal, había breves pausas en él. Las dos líneas fronteras chocaban, se asestaban lanzazos y espadazos y empujaban con los escudos, pero la violencia extrema se concentraba en apenas un minuto. Después los contendientes, sin que mediara tregua formal, reculaban un paso y tomaban resuello, apartaban a sus muertos o heridos si podían, siempre tan cerca del adversario que bastaba con que alguien volviera a dar el mismo paso al frente para que todo se desatara de nuevo.

En uno de esos respiros Jisko, que formaba en la cuarta fila, se apartó un poco para echar un vistazo, pues se oían gritos de alarma por su propio flanco izquierdo.

—¡Nos están rodeando!

—Claro que nos están rodeando —dijo Gavilán, volviéndose de medio lado.

—¡No me refiero a esos que vienen por el sur, capitán! ¡Hay enemigos por todas partes, a derecha e izquierda! ¡Es una maniobra envolvente!

Darkos volvió a mirar a Linar. El Kalagorinor estaba un poco pálido, pero parecía el mismo que había invocado los vientos durante su travesía y que había sido capaz de salvarlos del mohoga. ¿Es que no pensaba despertar de una vez?

—¡Mira que tiene cuajo el abuelo, seguir dormido con este escándalo! —dijo Gavilán, como si le hubiera leído el pensamiento.

Las primeras líneas volvieron a chocar. Ambladión, el soldado que se encontraba delante de Darkos retrocedió de golpe y casi lo arrolló.

—¡Han matado a Khremi! —gritó, levantando la lanza sobre el hombro—. ¡Hija de perra, toma!

Después asestó un golpe con todas sus fuerzas, y Darkos oyó un crujido y un grito. Ambladión avanzó, pisando las placas de la coraza de su propio compañero caído. Darkos descubrió que el hombre de la primera fila tenía un golpe en la cara que le había descuajado la mandíbula hacia un lado. ¿Qué clase de arma podía hacer algo así?

Lo comprobó enseguida, pues él mismo tuvo que avanzar para no quedarse separado de Ambladión. Abrió las piernas para esquivar al muerto de la cara destrozada, pero no pudo evitar pisarle la mano. «Lo siento», murmuró. El avance fue torpe y atropellado. De pronto todos ellos se encontraron dos o tres metros más adelantados, entre cuerpos caídos, la mayoría de Atagairas. Darkos vio en el suelo a la mujer a la que acababa de matar Ambladión. Era muy corpulenta, y llevaba en la mano derecha una maza rematada con pinchos, y en la izquierda un escudo que había quedado boca abajo. Por dentro era de varas de madera, cosidas a una piel curtida. La guerrera tenía la garganta destrozada. Un hueso roto asomaba por aquella raja que parecía una segunda boca. Darkos ignoraba qué tipo de golpe podía sacar un fragmento de hueso así; tal vez se había enganchado en la punta de la lanza de Ambladión.

—¡Pasa a la última fila, Darkos! —le dijo Gavilán—. ¡Cámbiale el sitio al chico, Garuff!

El avance continuaba a trompicones. Ahora Darkos veía mejor: la primera fila de las Atagairas, que en realidad a estas alturas debía ser ya la segunda, estaba rota. Algunas aguantaban en el sitio, pero otras reculaban y dejaban a sus compañeras con los costados desguarnecidos. Sus armas pintadas de amarillo eran muy bonitas, y las placas de madera resistían bastante bien los golpes cortantes como los que daban las espadas con el filo. Pero los Invictos sólo recurrían a la espada si la lanza quedaba inservible. Su táctica era lanzar continuamente rejonazos a la cara de las adversarias y, cuando éstas se cubrían con el escudo, les buscaban las piernas. Habían descubierto que, si el golpe era lo bastante fuerte, la punta de hierro se abría paso entre los pequeños huecos de las placas de madera y el empuje del resto de la moharra terminaba de separarlas.

Aunque fueran ataviadas con aquellos colores que distinguían perfectamente a los batallones, las Atagairas no parecían tan entrenadas como los Invictos para luchar como unidad. A cambio, eran temibles en el combate individual. Cuando alguna decidía no retroceder, poseída por el ardor de la refriega, le daba igual que sus compañeras recularan y la dejaran abandonada como un escollo solitario contra las olas: seguía peleando con denuedo, golpeando a diestro y siniestro con la espada de doble filo que llevaban todas ellas y que manejaban mejor que la lanza.

—¡Garuff! ¡El sitio! ¡Cámbiale el sitio! —insistió Gavilán.

El soldado trató de meterse por delante de Darkos, aunque no era el mejor momento, porque estaban apretados y empujando de nuevo entre gruñidos. Una espada pareció caer del cielo y pasó rozando la mejilla de Darkos. El tajo iba destinado al hombro de Ambladión, y lo encontró, porque el veterano había tenido que bajar el escudo para detener otro golpe de su adversaria, que era una antagonista formidable de casi dos metros de estatura. La hoja resonó contra las placas de hierro como un martillo, y Ambladión se inclinó y clavó la rodilla en el suelo.

Por primera vez, Darkos se vio cara a cara con una enemiga que estaba a dos metros, aunque hubiera otro soldado interpuesto. La mujer le miró y le enseñó los dientes. Tenía la cara pintada de amarillo y un yelmo rematado por dos alas que la hacían parecer todavía más alta.

A Darkos le aterrorizó, pero su cuerpo reaccionó de la manera que menos esperaba. Con un chillido histérico, tiró un lanzazo a la cara de la Atagaira. Ésta no se lo esperaba en ese momento, como no se lo esperaba el propio Darkos: la punta de hierro le entró en la boca y le rompió los dientes.

—¡Aaaaaggg!

El grito fue de Darkos, que extrajo la lanza asqueado y horrorizado. La guerrera retrocedió con un gesto extraño, los ojos muy abiertos y un chorro de sangre brotándole por la boca.

No era la primera vez que Darkos mataba a alguien. En las catacumbas de Ilfatar, había agarrado del cuello a un oficial Aifolu y le había sostenido la cabeza bajo el agua mientras su amigo Toro le clavaba el cuchillo en la garganta. Había sido horrible, pero eso no le hizo sentir mejor ahora.

—¡Quita de ahí, muchacho! ¡Déjame a mí! —le dijo Garuff, arreglándoselas de algún modo para tirar de las correas de su coraza sin soltar la lanza.

Ambladión se enderezó, pero soltó el escudo y lo dejó caer al suelo. Después, con su lanza, remató a la guerrera Atagaira, que estaba de rodillas en el suelo vomitando más sangre y trozos de dientes.

—¡Qué haces, loco! —gritó Gavilán—. ¡Coge el escudo!

—¡Me ha roto la clavícula! —contestó Ambladión, ensañándose con la mujer caída—. ¡Tengo el brazo muerto!

Al mismo tiempo que decía «muerto», una lanza arrojada desde su izquierda se le clavó entre el cuello y el hombro, donde debería haber estado el escudo. Ambladión retrocedió y estuvo a punto de derribar a Darkos, que lo agarró como pudo. Pero era como querer sostener un saco de patatas con el fondo roto. El soldado resbaló sobre el cuerpo de Darkos y cayó al suelo.

Estaba en primera fila. A dos metros vio una pared de escudos y yelmos, y rostros pintados de ocre con los ojos y las bocas abiertos en un grito de guerra furioso. Por encima de los cascos alados de las guerreras ondeaba un gran estandarte amarillo en el que un águila extendía las alas. Más allá se levantaba una atalaya, a la que Darkos no habría prestado atención si no fuera porque allí arriba se encontraban Kybes y Baoyim, atados a sendos postes.

—¡Mira, Gavilán! —gritó—. ¡Ahí es...!

Una guerrera que le sacaba la cabeza saltó por encima de una camarada muerta y, con los pies en el aire, tiró un tajo con su espada a la cabeza de Darkos. El muchacho se encogió y levantó el escudo. La hoja chocó contra el ribete de metal con un sonoro tañido, y el escudo a su vez le golpeó en la cara. Desde detrás de la plancha de roble, Darkos tiró un lanzazo a ciegas y notó que la punta topaba en algo duro. Se oyó un grito de dolor. Al mismo tiempo, unos brazos tiraron de él hacia atrás. Era Garuff, y Darkos tardó un par de segundos en darse cuenta de que el soldado había arrojado su propia lanza para clavársela en un ojo a la Atagaira que lo había atacado.

—¡Atrás! ¡Ponte atrás! —le ordenó.

—¡Ya era hora de que lo hicieras, pazguato! —gritó Gavilán—. ¡Si le pasa algo te despellejo!

Darkos estaba ahora en la última fila, que en su caso era también la segunda, ya que habían perdido a dos de sus cuatro miembros. Retrocedió un poco y se apartó de Garuff para recuperar el aliento. El corazón le latía como si tuviera un martillo dentro que le aporreaba las costillas, y notaba la lengua hinchada y con sabor a sangre por el esfuerzo y la tensión.

Por allí atrás el panorama no era bueno. El ejército del sur se acercaba tanto que ya se distinguían figuritas en sus filas. Pero lo peor venía por la izquierda. Una cuña de caballería embestía directamente contra ellos. Las amazonas vestían atuendos parecidos a sus compañeras de infantería, pero los caballos blindados con petrales negros y rojos eran una visión de pesadilla.

¡No eran caballos! Unas alas postizas decoraban sus testeras, pero los cuernos marfileños en la frente eran auténticos. ¡Las Atagairas cabalgaban unicornios!

Sonó un toque de cinco notas vibrantes, repetido por otras dos trompetas. Darkos no sabía que significaba, pero de algún modo lo intuyó.

—¡Última fila al frente! —gritó Gavilán, y los soldados que estaban en la retaguardia junto a Darkos giraron sobre los talones para afrontar la nueva amenaza.

—¡Rodilla a tierra! —exclamó alguien.

Darkos imitó el ejemplo de los demás. Plantó la rodilla derecha en el suelo y con la espinilla izquierda apuntaló el escudo, protegiéndose detrás de él como si fuera una barricada. Después clavó la contera de la lanza en el suelo y la inclinó hacia delante, apuntando con la moharra a los hocicos de los unicornios.

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