Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Anfiún cayó sobre su divinal trasero y resbaló dos metros sobre la hierba. Kratos le siguió a la carrera y, sin darle tiempo a que se repusiera o utilizara su poder de volar, aprovechó que estaba sentado y le lanzó un tajo a la altura de los ojos empleando en ello todas sus fuerzas.
Notó una leve resistencia, pero fue como si cortara un queso fresco con un cuchillo bien afilado. El impulso del golpe le hizo girar sobre sus talones y describir una vuelta completa. Cuando terminó la maniobra, el dios seguía sentado. Le faltaba la mitad de la cabeza a partir del puente de la nariz. Del corte, tan limpio que ni el mejor cirujano de campaña podría objetarlo, salían chorritos de sangre, pero también unos breves chisporroteos y pequeñas espiras de humo negro.
¿Qué tendrán estos dioses en la cabeza?
Las manos de Anfiún todavía se movían, abriéndose y cerrándose como enormes tenazas que poseyeran vida propia. A Kratos le habían enseñado sus abuelos y sus padres que los dioses eran inmortales. Para comprobarlo, levantó la espada, la llevó atrás hasta tocarse casi los riñones y golpeó poniendo todo el peso de su cuerpo.
Talavãra
hendió el cráneo ya abierto de Anfiún y abrió una brecha en su armadura de un palmo de longitud. Kratos sacó la hoja y vio que había rajado al dios de la guerra hasta la mitad del tórax. Después le puso el pie en el pecho y empujó. Era como mover el yunque de Tarimán, pero finalmente el dios cayó hacia atrás, de espaldas en la hierba, tan rígido que las piernas se le quedaron en alto.
Kratos miró el filo de
Talavãra
. Pese a los golpes salvajes que había propinado y recibido, no se veía ni una mella, y la hoja estaba limpia como si acabara de pasar por las manos del pulidor.
Salió por fin de la aceleración, y sólo entonces se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Se dejó caer al suelo, cerca del tetradóntico cadáver del dios. Le dolían todos los músculos, en parte por la caída en la pradera y en parte por la aceleración. Pero era diferente a otras veces. Si hubiera pasado en Urtahitéi tanto tiempo como había hecho ahora en esta nueva aceleración, estaría inconsciente. La espada le brindaba nuevas fuerzas, un vigor que no había tenido ni con quince años menos.
Volvió a mirar la empuñadura. Sobre la superficie negra habían vuelto a aparecer letras rojas, pero esta vez eran caracteres Ainari y los pudo leer.
Soy la espada
Talavãraúltima obra de Tarimán,
a quien llamaron dios herrero,
pero no era más que un hombre
.Pertenezco a Kratos May
y a quien la herede de él
.
Kratos besó la empuñadura y volvió a susurrar:
—Gracias Tarimán. En verdad eras un hombre de palabra.
Los Noctívagos se habían detenido para descansar, y se limitaban a mantener el terreno. Pero ya habían hecho suficiente. Su avance cegador había abierto un sendero de destrucción en los batallones amarillo y blanco. En su camino no quedaba nadie con vida, y entre la montonera de cadáveres tan sólo sobresalían lanzas, espadas clavadas en el suelo o miembros alzados al Reino Celeste en el rigor de la muerte.
Derguín y Togul Barok todavía tenían fuerzas para seguir luchando. Los dos salieron de la aceleración casi hombro con hombro. Las enemigas se apartaban a ambos lados, dejando un amplio pasillo.
Caminaron hacia la atalaya. Al pie, treinta o cuarenta guerreras vestidas de verde formaban un semicírculo alrededor de un gran estandarte amarillo con un águila. Bajo él se congregaban varias mujeres y algún hombre con ropajes civiles, incluida una Atagaira gruesa como un barril de cerveza, algo que Derguín nunca había visto en su raza. Al lado de la mujer obesa había otra más alta, cubierta por una armadura de oro y tocada con un yelmo que antes de la batalla debió tener dos alas en el penacho en lugar de una.
—Esos de arriba son amigos míos —comentó Derguín, señalando a la atalaya. Atados a dos postes, como si fueran comida para los Ghanim, estaban Kybes y Baoyim. Al lado había una guerrera de armadura roja con una antorcha en la mano.
—Pues me temo que vas a tener que despedirte de ellos —dijo Togul Barok—. Esa mujer está a punto de prenderles fuego.
—¿Considerarías un abuso que, en nombre de nuestra reciente camaradería, te pida que los salves del apuro?
—Si piensas que cortar unas cuantas cabezas hombro con hombro basta para olvidar viejas rencillas, es que sigues siendo el mismo joven iluso al que conocí.
No obstante, Togul Barok apuntó con la lanza a la mujer de la antorcha.
Antes de que llegara a hacer nada, una flecha silbó sobre ellos y se clavó en la garganta de la Atagaira. Ésta se tambaleó unos segundos, dobló la cintura sobre el antepecho de piedra y cayó de cabeza desde la atalaya.
Derguín se volvió para ver quién había disparado. Era Gavilán. Tras hacer blanco, el capitán devolvió el arco al hombre que se lo había prestado y se acercó a ellos, seguido de unos cuantos soldados. Los demás Invictos estaban tomando posiciones en el campo por si las enemigas volvían. Pero las únicas que quedaban en las inmediaciones eran aquellas guerreras de verde que protegían a quien debía de ser su reina.
—Buena puntería, Gavilán —dijo Derguín, subiéndose la visera—. No conocía tus habilidades con el arco.
El capitán se acercó a él y le tendió la mano. Derguín se la estrechó.
—Lleva uno tanto tiempo en la milicia que aprende de todo. Me alegro de verte,
tah
Derguín, y sobre todo de verte como Zemalnit. Si no hubierais llegado a tiempo, habríamos estado bien jodidos.
—Controla tu lengua, Gavilán. Este hombre que está a mi lado es Togul Barok, emperador de Áinar.
El veterano capitán se quedó sorprendido, y luego se cuadró por instinto. Togul Barok se limitó a aceptar su homenaje con una mayestática y casi imperceptible inclinación de barbilla. Después, el emperador se dio la vuelta y se acercó al grupo de guardias.
Mientras tanto, Derguín trepó a la atalaya. Estaba muy cansado y los quince metros de escalera vertical se le hicieron muy largos, pero quería liberar por sí mismo a Kybes y Baoyim, de los que tan mal se había despedido la última vez que los vio.
Sin complicarse, clavó la hoja de la espada en la parte trasera de ambos postes y cortó las ligaduras. Los dos le abrazaron a la vez, lo que les costó algún pinchazo con la armadura, y Baoyim le dio un sonoro beso en la mejilla.
—¡Has recuperado a
Zemal
! —dijo la Atagaira, frotándose las muñecas para recuperar la circulación—. Pensé que ya no volveríamos a verte nunca.
—¿Por qué? ¿Tan poca fe tenéis en el Zemalnit? —preguntó Derguín.
—Yo nunca perdí la fe en ti,
tah
Derguín. Pero cuando te cuente cómo llegamos a este lugar de locos —añadió, mirando al océano colgado sobre sus cabezas—, comprenderás que pensé que jamás volveríamos a ver a nadie conocido.
—Por no añadir eso —dijo Kybes, señalando a la leña y la fajina empapadas en aceite acumuladas al pie de cada poste—. La reina Teanagari había ordenado a la capitana que nos prendiera fuego en cuanto ella diera la señal de la victoria.
Desde la atalaya se veía cómo el ejército de Atagairas se había dividido en dos cuerpos. Uno huía hacia la dirección que, según explicó Baoyim, era el oeste en aquel extraño país. El otro grupo, más reducido, se retiraba hacia el sur. Por allí había otra huerte en perfecto orden de combate, estacionada a unos tres kilómetros de ellos. Cuando la vanguardia de las tropas en retirada se puso en contacto con su primera línea, debió producirse un rápido cambio de impresiones, porque al poco rato el ejército de refuerzo empezó a alejarse.
—No parece que haya sido una gran victoria para la tal Teanagari. ¿Por qué se ha empeñado en que os quemen?
—No conoces a Teanagari la Grande. Si la realidad y lo que ella piensa no coinciden, es de las que dicen: «¡Peor para la realidad!».
La definición de Baoyim se ajustaba bastante a la reina. Aunque no se agotaran con ésa todas las excentricidades de Teanagari, quizá era una de los rasgos más llamativos de su peculiar idiosincrasia.
Ahora mismo, rodeada de su guardia de élite, no veía ante sí a un ejército de invasores victoriosos, dispuestos tal vez a conquistar su reino; y, por supuesto, ni recordó los argumentos de Baoyim y Urusamsha, que tan sólo habían pedido paso libre hasta el puente de Kaluza. Para Teanagari, lo que tenía delante era una manada de animales en el que algunos machos destacaban por ser más vistosos que otros. Pero no eran más que bestias.
Si un rebaño de bueyes se hubiese acercado a ella y el ejemplar más grande y fuerte le hubiese pedido audiencia asegurando que era su rey, no le habría sorprendido tanto como cuando aquel macho vestido de negro que le sacaba la cabeza a todas sus guardias, elegidas precisamente por su estatura, pretendió acercarse a ella.
—¡Domesticad a ese animal! —ordenó Teanagari.
—Majestad —susurró la visir Kadmal—, no creo que estés en situación de imponer tus condiciones. Parece un hombre muy peligroso.
—¿Cómo has dicho, Kadmal?
—Perdona, quería decir animal, por supuesto.
Las mujeres de la guardia cerraron filas. Pero el macho gigante, al que Teanagari había etiquetado mentalmente como semental, extendió su lanza roja ante sí y la movió a los lados. Por puro temor o por algún embrujo que emanaba de aquella arma, las guerreras se apartaron a ambos lados y le dejaron paso libre.
Lo más desconcertante para la reina fue que ninguna de ellas aprovechó para situarse a su espalda y clavarle la espada en la nuca, como era su deber.
El hombre se plantó ante ella, separó las piernas, enlazó las manos a la espalda y rebuznó algo en una jerga animal incomprensible.
Tras él apareció una mujer que tenía aspecto de Atagaira pero no podía serlo, pues no vestía como una Atagaira y además no era súbdita de Teanagari. Aquella hembra albina dijo en un idioma que no merecía conocer:
—Majestad, soy Kalevi, capitana del batallón de Atagairas a las órdenes de Kratos May. El emperador Togul Barok quiere saber a quién debe escribir para pedir un rescate por tu augusta persona.
Teanagari dejó de parpadear, y sus guardias se miraron entre sí consternadas. El brevísimo discurso de aquella mujer contenía casi más herejías y barbaridades que palabras. ¿Atagairas a las órdenes de un macho? ¿Un emperador de animales?
—Hembra insolente, dile a este animal que se aparte de nuestra vista, pues su aliento a caries y el hedor de su cuerpo nos producen náuseas.
—Majestad, ¿estás segura de lo que dices? —preguntó Kalevi—. Este hombre gobierna en Áinar, una nación muy poderosa, y él mismo es un guerrero formidable, pero no tiene fama de ser el hombre más compasivo del mundo.
—Repítele exactamente lo que te he dicho, y después lárgate con él a refocilarte sobre el lodo, que sin duda es lo mejor que sabes hacer.
La mujer frunció el ceño y levantó la barbilla. De modo que las palabras de la reina la habían herido. Así aprendería modales.
Por otra parte, la imagen de aquellos dos animales, el macho y la falsa Atagaira, revolviéndose en el barro la excitó. En cuanto pudiera los marcaría y haría que los encadenaran para ella. La monarca era optimista. Sus tropas habían emprendido una retirada estratégica, pero no era la primera vez que un contratiempo así acaecía en el reinado de Teanagari. Además, a lo lejos se veía al ejército que había convocado desde las tierras de Surdumbria. No tardaría en caer sobre ellos y dejar las cosas en el sitio donde siempre habían estado y donde volverían a estar.
La mujer y el macho gruñeron un rato, y luego ella tradujo a la lengua de las verdaderas mujeres:
—Majestad, el emperador dice que se conformará como rescate con todo el oro que llevas encima, y que tus guardias tendrán la amabilidad de entregárselo después de despojar tu cadáver.
La reina soltó una carcajada desdeñosa. Cuando era más joven, tal vez habría percibido la amenaza, pero llevaba demasiado tiempo siendo ella el peligro para las demás. Como un karchar que no posee impulso de huida porque no conoce depredadores naturales en el océano, Teanagari había perdido el instinto de conservación.
—¿Y en qué momento de sus sesteos animales dice que va a ocurrir eso?
—Asegura que ahora, majestad.
El hombre se acercó un paso más y la señaló con aquella ridícula lanza roja que por su longitud parecía más apropiada para una niña jugando a la guerra. Entonces reparó Teanagari por primera vez en que el macho tenía una mirada muy extraña, con dos pupilas en cada ojo. La leyenda decía que el dios de la montaña, el que castigaba con severidad a quien se atrevía a pisar el puente de Kaluza, también poseía esos ojos dobles.
Empezó a sentir una comezón parecida al miedo. El macho dijo una sola palabra:
—
Géraske!
Un polvillo blanco brotó de la lanza, se levantó sobre Teanagari y cayó en su cabeza. En ese mismo instante notó que se le adormecían los dedos, le dolía el vientre y se le movían los dientes. Las guerreras de su guardia se apartaron con gestos de horror y también de asco. Teanagari se miró las manos, que de pronto estaban surcadas de arrugas. Las articulaciones se le hincharon, los dedos se le torcieron. La garganta le picaba. Tosió, y al hacerlo escupió dos dientes que cayeron a sus pies. Al notar algo raro en el pelo, se lo tocó, y sólo con rozarlo se arrancó un mechón de cabellos quebradizos. Después sintió algo extraño en la sien izquierda, un fogonazo, y cayó al suelo. Quiso hablar pero sólo le salieron balbuceos, y descubrió que no podía mover el lado derecho de su cuerpo. No tuvo tiempo de lamentarse mucho, porque otro destello en la cabeza la dejó sin habla, sin memoria y prácticamente sin conciencia. Cuando el corazón empezó a darle pinchazos como puñaladas, ni se enteró.
Las crónicas de las Atagairas de Agarta podrían decir en verdad que la reina Teanagari la Grande había muerto de vejez.
T
erminado el combate, había llegado la hora de los reencuentros. Kratos abrazó a Darkos y a Gavilán, e incluso a Abatón.
—Te dejé un ejército y me lo devuelves casi entero —le dijo, con una sonrisa tan amplia como no se le había visto en mucho tiempo.
—Creo que es la primera vez que me haces un cumplido,
tah
Kratos —contestó el general tuerto, sorprendido por el abrazo del jefe de la Horda—. Por cierto, creo que tenemos más de los nuestros por ahí.