Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Era la segunda vez que Darkos cargaba. La primera lo había hecho en una falange improvisada y más bien chapucera contra la estatua viviente de un dios. El enemigo ahora no era una criatura sobrenatural, pero eso no significaba que no fuese formidable.
Las pisadas retemblaban en la llanura y las hebillas y las placas entrechocaban al compás, pero ellos avanzaban en silencio. Olía a cuero y a sudor, y también a hierba y tierra mojada, y a ese aroma indefinible que flotaba en Agarta y les recordaba que se encontraban en un mundo ajeno. Avanzaban sin proyectar apenas sombra bajo un sol que se había vuelto a teñir de rojo, como si anticipara un festín de sangre.
Darkos miró de reojo a su espalda. El cuerpo de Linar se bamboleaba sobre la jamuga al compás del paso de su montura. A ambos flancos de la falange tremolaban los yelmos alados de las Atagairas, unas montadas en sus propios corceles y otras en los pequeños y valientes caballos de los Aifolu.
Estaban tan cerca que ya se distinguían los detalles individuales de las armas y los estandartes, y también los rostros de las Atagairas, pálidos e impasibles.
—¿Qué tengo que hacer, Gavilán? —preguntó Darkos, presa de un súbito pánico.
—¡Recordar que la parte de delante pincha, y no clavársela a ningún compañero!
—¡Lo recordaré!
—¡Esto va a ser glorioso, hijo! ¡El mayor triunfo de los Invictos! ¡Te lo dice el viejo Gavilán!
Ya debían haber sobrepasado la barrera de los doscientos metros. A Darkos le pareció ver que una bandada de pájaros sobrevolaba las líneas enemigas, pero luego se dio cuenta de que era una andanada de flechas que venía hacia ellos. Por instinto levantó el escudo para taparse, pero los proyectiles se quedaron cortos y cayeron en tierra de nadie. En respuesta, cincuenta flechas silbaron por encima de las cabezas de los Invictos. Los arcos tallados en Malirie tenían más alcance que los de las Atagairas, y las saetas cayeron entre las guerreras. Se oyeron algunos gritos, y cuatro mujeres se desplomaron en la primera fila. Para ser una andanada descargada a ciegas, no había estado mal.
—¡Quien mata el primero mata dos veces! —exclamó Ambladión.
—¡Cantad, Invictos! —gritó Abatón.
Era el momento de acelerar la embestida al ritmo de los versos. Darkos tomó aire y entonó con los demás.
¡Como el viento aplasta la hierba!
¡Como el mar arrastra la arena!
¡Corred, Invictos de Kratos!
¡Que vibren las voces!
¡Que tiemblen las piedras!
¡¡Corred, Invictos de Kratos!!
Darkos sonrió apretando los dientes por encima del ribete de hierro del escudo. Abatón no había mencionado a Kratos, pero los soldados no lo olvidaban.
Ven pronto, padre
, pensó,
o te vas a perder la batalla
.
Las enemigas estaban tan cerca que ya se les veía el blanco de los ojos. Los Invictos de la primera fila levantaron las lanzas por encima de los hombros, y un momento después llegó el reinado del caos y de la muerte.
A
hri había perdido la cuenta de los peldaños, pero Orfeo no. Cuando el último tramo de la escalera desembocó en una caverna donde anidaban miles de luznagos, la cabeza parlante les comunicó que habían bajado y subido exactamente ciento tres mil cuatrocientos cuarenta escalones. Por supuesto, descender para luego volver a subir y aparecer en el mismo sitio habría sido absurdo. Desde el punto de vista de Tramórea, no habían dejado de bajar en ningún momento. Pero a la mitad del trayecto, exactamente al sobrepasar el peldaño número cincuenta y un mil setecientos veinte, había ocurrido algo muy extraño. En el rellano se abría una trampilla que daba a un pozo. En sus paredes había dos escalas separadas ciento ochenta grados y formadas por barras metálicas incrustadas en la piedra. Tras un recorrido de unos veinte metros, el pozo desembocaba en un espacio abierto, pero para alcanzar el suelo había que dar un salto considerable.
Togul Barok había enviado por delante al soldado al que llamaba Batidor Uno. Éste emprendió el descenso como era normal, con los pies por delante, pero a mitad de trayecto comunicó que sentía algo muy extraño en el estómago y en el oído. No obstante, continuó bajando, hasta que poco después exclamó:
—¡Madre mía! ¡Estoy subiendo! ¡No sé qué ha pasado, pero me he quedado cabeza abajo!
Al oír las voces, Derguín se había adelantado, pasando entre todos los Noctívagos hasta llegar junto a Togul Barok. Una vez allí, se asomó al pozo. Desde su punto de vista, el soldado Ainari estaba abajo, pero se notaba que hacía fuerza con los brazos para no caer, tenía hinchadas las venas de la frente como si la sangre se le viniera a la cabeza y la lámpara que se había atado al cuello parecía flotar sobre él.
—Debería haber previsto esto —dijo Derguín.
—¿Qué está pasando ahí? —preguntó Togul Barok.
—Estamos justo a mitad de viaje. Debajo de nuestros pies —explicó, pateando el suelo— se encuentra la verdadera armazón que sostiene a Tramórea y Agarta. No pensé que fuera tan fina. En el centro se encuentra la rejilla gravitatoria.
—¿Y eso qué quiere decir? Desde que has vuelto de Tártara hablas en galimatías.
—Al sobrepasar ese punto, la gravedad tira de nuestros pies en dirección contraria. Para entendernos, arriba se vuelve abajo y abajo se vuelve arriba. ¿Te importa que hable con tu soldado?
Togul Barok hizo un gesto de aquiescencia. Derguín se tumbó en el suelo y volvió a asomar la cabeza.
—¡Soldado! ¿Eres capaz de bajar muy despacio hacia mí? —Le resultaba absurdo decirlo así, porque para él era subir.
—¡No creo que aguante tanto!
—¡No hace falta que llegues hasta mí! ¡Cuando avances un poco notarás que sucede algo raro con tu peso! ¡En cuanto ocurra, dímelo! ¡Ánimo!
Por suerte, el Noctívago estaba en forma. Además, tuvo el buen criterio de entrar en Mirtahitéi, lo que le brindó fuerzas extra. Al cabo de un rato de avanzar por el túnel, exclamó:
—¡Aquí es! ¡Me estoy mareando, no sé qué pasa en este sitio!
—¡Apóyate en la otra pared del pozo y date la vuelta! ¡No te preocupes, no puedes caer a ningún sitio desde ahí!
El soldado lo hizo con ciertas dificultades, y desde ese punto pudo subir cabeza arriba; de nuevo, lo que veía Derguín era que bajaba y sus pies se alejaban. Cuando el Noctívago llegó al final, comunicó que allí había otro rellano igual. La diferencia era que ahora él y el resto de la expedición eran antípodas.
—A partir de aquí va a ser más duro —comentó Derguín, poniéndose en pie.
—¿Por qué? —preguntó Togul Barok.
—Porque me temo que tendremos que subir más o menos tantos escalones como hemos bajado.
Perdieron un par de horas en el pozo mientras los que iban bajando se daban la vuelta sobre sí mismos para convertir arriba en abajo. A algunos el cambio de gravedad y orientación les había hecho devolver. Los vómitos se quedaban pegados a las paredes del centro del pozo, que acabó oliendo tan mal que provocaba nuevas bascas.
Al menos, aquella parada había servido para que todos descansaran un rato. Las fuerzas extra no les vinieron mal; si se habían quejado de que la bajada cargaba los músculos delanteros de los muslos, la subida era mucho más fatigosa.
Pero por fin habían coronado la escalera. En el centro de la vasta gruta había un pequeño lago. Allí se refrescaron y rellenaron odres y cantimploras. El primer síntoma de que estaban en un lugar extraño era el resplandor rojo que entraba por la boca de la cueva. Al principio pensaron que se trataba de la luz del crepúsculo, pero en ese caso debería haber oscurecido enseguida.
Derguín parlamentó con Togul Barok.
—Deberíamos descansar un poco antes de salir.
—Pensé que teníamos prisa.
—No sé qué podemos encontrar fuera. Es mejor que todos estén en forma. Yo voy a asomarme a investigar.
—Voy contigo.
Atravesaron la cueva, entre estalactitas y columnas que parecían gruesos velones de cera. Sobre sus cabezas, los canturreos de los luznagos sonaban como un coro fantasmal en un ritual de difuntos.
Para llegar a la boca tuvieron que trepar una pequeña cuesta. Al salir, se encontraron sobre un saliente, asomados a una ladera rocosa que bajaba hacia una llanura, unos cien metros más abajo.
Derguín contuvo el aliento, impresionado. A su lado, el emperador soltó un resoplido de asombro y una exclamación entre dientes.
—Bienvenido a Agarta, hermano —dijo Derguín, alzando la vista al cielo.
Una cosa era leer cómo los dioses habían construido el puente de Kaluza atravesando Agarta de parte a parte y otra era verlo. Prácticamente todo su campo de visión estaba ocupado por aquellos monstruosos pilares que salían del suelo en ángulo oblicuo y subían, subían, subían, muy por encima de sus cabezas, como la ladera de una montaña monstruosa, exorbitante, casi blasfema. Mucho más arriba, los pilares se unían con la columna central del puente. Pero se encontraban tan cerca que desde allí ni siquiera parecía una columna, sino una pared de la que atisbaban una parte, pues el resto se perdía a su derecha, fuera de su campo de visión.
Y más arriba aún, sobre sus cabezas, flotaba un sol rojo rodeado de anillos, y por encima de éste colgaban un gran oceáno y una costa recortada.
—Santa Himíe —murmuró Togul Barok.
Derguín señaló al sol rojo.
—Ahí está el Prates. Donde debemos subir.
—Es una locura. ¿Cómo vamos a hacerlo?
—Arriba se convertirá en abajo, y abajo en arriba. Recuerda la escala de metal en el pozo. Los dioses juegan con la gravedad a su antojo.
Era difícil no mirar a las alturas y quedarse embobado, porque además esa enorme esfera roja en la que habrían cabido más de cinco soles no deslumbraba. Pero al pie de los pilares del puente, en la llanura y tan cerca que les llegaban los gritos y el entrechocar de las armas, se estaba librando una batalla.
Derguín y Togul Barok se separaron de la entrada de la gruta para tener mejor campo de visión. Llegaron al borde de un espolón rocoso que separaba dos laderas, y se encaramaron a él. Desde allí podían contemplar aún mas extensión de los pilares del puente, que continuaban a la derecha, hasta perderse en una especie de horizonte oblicuo en el punto donde por fin empezaba a apreciarse su curvatura.
—Según la diosa, tenemos que entrar por entre los pilares —dijo Togul Barok.
A Derguín le recordó a la base de Etemenanki. Pero allí las columnas subían rectas y se curvaban en las alturas formando una cúpula, mientras que aquí los pilares hacían lo contrario. Además, en Etemenanki las columnas medían unos cinco metros de grosor y estaban separadas por huecos de entre veinticinco y treinta metros. Aquí cada uno de los pilares parecía una montaña por sí solo, y desde donde se encontraban la separación entre uno y otro se veía como un resquicio de oscuridad.
Por desgracia, si querían llegar a la base del puente y entrar por alguna de esas grietas, tenían que bajar a la llanura. Y el único camino posible pasaba por el campo donde se estaba decidiendo la batalla.
—¿Ves quiénes combaten? —preguntó Derguín.
—No está demasiado claro.
Estudiaron la situación. A su derecha, cerca del puente, formaba un ejército desplegado en siete batallones que se distinguían nítidamente por sus colores. Las primeras líneas de las unidades del centro ya se habían trabado en combate contra el enemigo, que formaba una línea delgada y muy estirada a punto de romperse. Además, por ambos flancos los batallones del ejército multicolor estaban avanzando; si seguían así, pronto formarían una C invertida entre cuyos extremos engullirían a los adversarios. El ejército de éstos parecía muy inferior en número, y para colmo había tropas de caballería que intentaban rodearlos para atacarlos por la retaguardia.
Lo extraño era que el ejército menor era el que asaltaba la posición del mayor, que en su retaguardia tenía una torre o atalaya. ¿Luchaban por defenderla, o tal vez por evitar que sus enemigos llegaran al puente de Kaluza?
Derguín miró a la izquierda. Por allí venían más tropas formadas en batallones rectangulares. A primera vista, lo normal habría sido pensar que se trataba de la segunda línea del ejército atacante. Pero entonces, ¿por qué la vanguardia se había lanzado a una carga que parecía suicida, adelantándose tres o cuatro kilómetros a los suyos? Además, las tropas que venían de la parte izquierda exhibían colores tan vivos y uniformes como los del ejército que defendía la atalaya.
—Están bien jodidos —dijo Togul Barok.
—Tu lenguaje es poco imperial, hermano. Pero tienes razón.
—Los han pillado por todas partes, y para colmo a su enemigo le llegan refuerzos.
El emperador estaba en lo cierto. Aquellas tropas que avanzaban para incorporarse a la batalla venían a reforzar a los defensores, no a los atacantes. Era evidente por la disposición de las tropas y los colores regulares de los batallones. El ejército menor, en cambio, parecía brillar menos y en sus filas no se distinguían apenas banderas ni estandartes.
—Voy a buscar a Orfeo —dijo Derguín.
—¿Para qué?
—Ahora lo verás.
Derguín contuvo la tentación de entrar en Tahitéi. No quería alarmar a los demás, y prefería reservar fuerzas por lo que pudiera ocurrir. Orfeo estaba en ese momento debatiendo algo con Ahri. Derguín lo cogió sin mayores miramientos y se lo llevó a la boca de la gruta. Ahri lo siguió.
—¿Qué ocurre, Derguín?
Él le respondió con la misma frase que a Togul Barok.
—Ahora lo verás.
La disposición de la cueva era tan curiosa que hasta que uno llegaba al recodo que giraba hacia la entrada no oía nada de lo que ocurría en el exterior. Pero al doblar a la izquierda, los ruidos de la batalla parecieron estallar de repente: trompetas y pesados tambores, relinchos, gritos confusos y un clangor de metales ensordecido por la distancia o por aquella extraña atmósfera que embotaba por igual los filos de las sombras y los tonos más agudos.
Como les había ocurrido a ellos dos, Ahri se quedó más pasmado por el paisaje que por la refriega. Pero Derguín se acercó hasta el espolón donde se había acuclillado el emperador, y una vez allí le dijo a Orfeo:
—¿Ves la batalla?
—¿Cómo no iba a verla? Me tienes las manos puestas como si fueran las orejeras de un burro. ¿Qué crees, que voy a torcer el cuello para mirar a otra parte?