Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
La parte que quedaba de humano en Mikhon Tiq tragó saliva. Una región al oeste de Tramórea empezó a brillar con círculos concéntricos rojos y blancos que giraban, indicando a las rocas celestes dónde debían caer.
D
espués de quince años, el Primer Profesor pronunció las primeras palabras que no eran números.
–¡Lo he visto! ¡Lo he visto! Se había quedado dormido como siempre, recitando cifras. El joven que lo atendía también se había amodorrado en el asiento de mimbre, pero al escuchar los gritos del Primero se despertó de golpe. Era uno de los sesenta y cuatro iniciados que ostentaba el título de Séptimo, aunque, como todos sus compañeros de grado, era más bien un acólito que un auténtico profesor.
Con una vitalidad impensable en alguien que apenas se había movido en tanto tiempo, el Primero se incorporó, echó las piernas fuera de la cama y trató de ponerse de pie. Pero tenía los músculos atrofiados y las canillas, flacas como huesos de pollo, le fallaron lastimosamente. El joven Séptimo se apresuró a agarrarlo bajo las axilas para evitar que cayera al suelo.
–¡Ayuda! –gritó–. ¡Ayuda!
El Primer Profesor dormía en una habitación situada a cien metros de altura, dentro de una esfera hueca que servía de remate a la estrambótica arquitectura de Nahúpirgos, la Torre de los Numeristas. El edificio estaba tallado sobre una roca aguzada, un pináculo que destacaba como un enorme dedo de la Mesa, la elevación caliza y aplanada sobre la que se asentaba la ciudadela de Koras. Si Nahúpirgos tenía más de treinta siglos de antigüedad, la antigüedad de la Mesa se databa en millones de años. Era un fósil de la vieja Tierra, un enorme fragmento que después del gran desastre se quedó orbitando en el espacio y que los dioses injertaron en la piel de Tramórea como un remiendo. Ignorante de su larga historia, el rey Moghulk el Loco había fundado Koras sobre aquella reliquia.
En el suelo de la alcoba había una trampilla. Ésta no tardó en abrirse hacia arriba, y por ella apareció el Segundo Profesor Maundros, que gozaba del privilegio de vivir en el penúltimo nivel de la torre. Ahora la ocupaba solo. Antes compartía aposentos con su colega de grado Brauntas; pero éste había muerto ejecutado, según se rumoreaba, por su antiguo pupilo Togul Barok. Aunque su sucesor ya estaba designado, no podía recibir el nombramiento oficial hasta que el emperador regresara de su campaña en el este. Algo que, según las pésimas noticias que llegaban de allí, jamás ocurriría.
Al ver al Segundo, que subía por la escalera arremangándose la túnica para no tropezar en los peldaños, el Primero se quedó sorprendido.
–¡Maundros! ¡Cuánto has envejecido de un día para otro! ¿Qué te ha pasado, muchacho?
Cuando el Primero perdió la chaveta, Maundros era Tercer Profesor, uno entre cuatro. La orden de los Numeristas se gobernaba por estrictos principios matemáticos. Existían siete niveles entre ellos, pues el siete era el número sagrado por antonomasia y siete elementos componían el mundo. En la cúspide se hallaba el preboste de la orden, el Primer Profesor, y al descender a partir de ese nivel el número de miembros de cada grado era una potencia sucesiva de dos. De ese modo, el total de Numeristas debía ser siempre de 127, que por otra parte era dos elevado a siete menos uno.
En los quince años que el Primero había permanecido en trance, Maundros había conseguido con ímprobos esfuerzos ascender un mísero escalafón. Llegar al último piso de Nahúpirgos era casi imposible por las propias leyes de la aritmética, y porque sólo la muerte de un profesor –o su expulsión ignominiosa, hecho que acaecía muy raras veces– abría una vacante.
–¿Dónde está Brauntas? –preguntó el Primero.
–Muerto –respondió Maundros.
–¿De la noche a la mañana?
Maundros no supo qué contestar. Era evidente que para el Primero aquella década y media había transcurrido en un suspiro.
Todo había empezado cuando el Primer Profesor cumplió los sesenta años y pensó que, llegado a esa edad, debía afrontar un desafío digno de su mente aventajada. Entre los Numeristas, la raíz cuadrada de dos representaba una obsesión. Mucho tiempo atrás habían descubierto que era un número imposible de someter a la razón, lo cual contradecía su filosofía de la vida y de la propia realidad. Por eso, habían prohibido que tal conocimiento se divulgara fuera de la orden. Pensaban que, de saberse, se desataría la Anarquía, estallaría una guerra civil en Áinar y un conflicto generalizado en toda Tramórea.
La poca gente que se enteró de que √2 era un número irracional lo sobrellevó con dignidad, mientras que la inmensa mayoría de la humanidad siguió adelante con su vida como si tal cosa, feliz en su ignorancia. Los Numeristas eran grandes conocedores de todo aquello que se pudiera mensurar con cifras, pero era evidente que la naturaleza humana se les escapaba.
Había varias demostraciones matemáticas de que √2 era irracional, y además bastante simples. No obstante, el Primer Profesor estaba convencido de que si se dedicaba a extraer decimales de ese número, tarde o temprano encontraría entre ellos alguna pauta, algún mensaje oculto que demostraría que el mundo, en realidad, continuaba siendo un lugar racional, comprensible, mensurable y, por ende, manejable.
Empezó un buen día usando como secretario a un Séptimo. Éste tomaba nota cada vez que de los labios del Primero salía un dígito, obtenido por puro cálculo mental siguiendo un algoritmo que él mismo había desarrollado.
Al principio, el Primer Profesor calculaba los números y los dictaba durante una hora al día, plazo que medía con un reloj de arena. Pero pronto empezó a excederse. «Uno más, sólo uno más» decía, como un jugador de dados que no sabe cuándo debe retirarse y dejar de apostar. La hora se convirtió en dos, y las dos en tres y en cuatro. Después se olvidó de las clases magistrales que debía impartir, de las reuniones con los Segundos y Terceros, de los rituales religiosos, y pronto empezó a descuidar la higiene personal. Seguía calculando mientras los acólitos lo lavaban con esponjas, le afeitaban la barba y le cortaban las uñas de pies y manos.
La situación se agravó cuando el Primero se olvidó de comer y beber. Le abrían los labios y le introducían la comida ya masticada, hasta que la sustituyeron por caldos y purés que le metían a fuerza de embudo. Para entonces, ya se hacía sus necesidades encima y no paraba de calcular excepto durante el sueño. Al despertar, indefectiblemente, reemprendía la cuenta por el decimal siguiente al último que hubiera pronunciado antes de caer dormido.
Así, de su boca siguieron brotando números, a veces en rápidas retahílas y otras veces tras largos silencios que hacían sospechar a los demás Numeristas que se había rendido. Durante los quince años había extraído casi cuarenta millones de dígitos, todos ellos meticulosamente anotados en cuadernos por los secretarios que se sucedían. Hasta el momento llevaban rellenos doscientos cuadernos de doscientas páginas cada uno, de los que hacían tres copias para evitar que aquel tesoro de sabiduría se perdiera. El jefe de la orden había abandonado este mundo, pero confiaban en que su cerebro todavía funcionaba bien y en que los decimales que escupía –literalmente, pues muchas veces le colgaba saliva de los labios fuesen correctos, ya que nadie era capaz de seguirle las cuentas.
Para la gente ajena a la orden, el destino del Primer Profesor era una maldición, la enfermedad de una mente que se había desquiciado por pensar demasiado en materias tan abstractas. En cambio, para los demás Numeristas el Primero era un ídolo, el paradigma de la pureza, alguien que lo había sacrificado todo por el ideal más alto. Por eso los Séptimos que lo cuidaban cumplían su tarea con devoción y entusiasmo, y aguardaban con impaciencia que les llegara su turno, media jornada de servicio junto a su gloria viviente cada treinta y dos días.
De este modo, pues, había pasado el Primer Profesor esos quince años, tendido en la cama, sentado o como lo pusieran. Tenía los ojos abiertos, mirando a la nada, y apenas parpadeaba, de tal modo que había que echarle gotas para que no se le ulceraran. Pese a que sus cuidadores lo movían, lo lavaban con esponjas y le cambiaban las sábanas en cada turno, la espalda, las nalgas y los muslos estaban llenos de escaras.
–¿Que Brauntas ha muerto? –preguntó ahora el Primero, con voz áspera y vacilante por la falta de uso.
–Así es.
–Pues si no te cuidas bien, tú también te vas a morir pronto –repuso el Primer Profesor, contemplando el rostro de alguien que la víspera tenía cuarenta años y de golpe había cumplido cincuenta y cinco.
–Ése es el destino de todos, Primero –contestó Maundros por decir algo.
¡Furias y maldiciones!
, pensó en su fuero interno. En su lamentable estado, el Primer Profesor no podía durar mucho, y ahora que Maundros era el único Segundo, lo normal era que los demás miembros con derecho a voto lo eligieran como sucesor. Hacía tiempo que, cada vez que entraba en los aposentos del Primero, mentalmente colocaba allí su mesa, sus arcones y colgaba de las paredes sus estanterías repletas de libros.
–Quiero asomarme a la ventana –dijo el Primer Profesor–. ¡Lo he visto, lo he visto, voy a verlo!
El Segundo y el joven acólito cruzaron una mirada de perplejidad. Pero sujetaron al Primero de los brazos, lo que suponía sostener poco más de veinte kilos cada uno, y le ayudaron a salir al balcón.
El mirador semicircular sobresalía como un ojo saltón de la estructura de Nahúpirgos. Era el punto más alto de Koras, muy por encima del palacio imperial y los templos de la ciudadela. La vista desde allí era extraordinaria. Sólo se hallaba cinco metros por encima de la terraza de Maundros, pero a él se le antojaba que esa diferencia era tan grande como la que separaba Tramórea de las tres lunas o del propio Sol.
La noche estaba muy entrada. Sin las lunas, las estrellas y el Cinturón dominaban el cielo. Al pie de la torre, las calles de Alit brillaban como constelaciones diseñadas en ángulos rectos por un Numerista, separadas por cuadrados de sombras. Más abajo, en los barrios populares de Koras, las luces eran caóticas y dispersas, y entre ellas se movían los luznagos de los vigilantes nocturnos.
Apenas había nubes en el cielo. El relente encogía la piel, y el viento agitaba la túnica inconsútil del Primer Profesor. Maundros pensó que debería entrar por una manta para taparlo, pero un impulso que se habría avergonzado de reconocer ante sí mismo le sugirió dejarlo estar. Si el Primero se resfriaba...
De todos modos, ya ha calculado más que suficiente
.
Maundros se acodó en la balaustrada de piedra y miró hacia abajo. Los tilos y los arces de la calle parecían de juguete, como en la maqueta de Tramórea de la biblioteca.
¡Qué cómodo iba a estar allí arriba!
–¿Lo veis? ¡Lo dije, lo dije!
–¿A qué te refieres, Primero? –preguntó Maundros.
–¡El número siete! ¡El séptimo elemento!
El Primero señaló con un dedo huesudo y tembloroso hacia el este. Al principio pensaron que se trataba de uno más de sus delirios. Pero algo debía haber intuido el anciano, porque una estrella se hizo más brillante que las demás.
–¡El plasma! ¡El fuego celestial que da vida al cosmos!
La estrella creció, se hinchó. A su alrededor se formó un halo de luz azul que poco a poco llenó el cielo, como si un inesperado día naciera no desde el horizonte, sino desde las alturas.
–¿Te has fijado, venerable Segundo? –dijo el joven Séptimo–. ¡Se mueve!
Sí, aquella estrella se movía, bajando desde el cuadrante superior del cielo directa hacia ellos.
–¡Qué hermosa se ve la ciudad! –dijo el Primero, con una sonrisa infantil.
Dicen que el brillo fugaz de un solo instante puede iluminar para siempre. Si es así, la felicidad de Urgos Milar, nacido en Koras, Primer y Último Profesor de los Numeristas, fue eterna.
–¡Sublime siete, que gobiernas el mundo! –exclamó, las arrugas de su rostro borradas por aquella intensa luz que penetraba todas las sombras–. ¡Loor y gloria a ti!
El meteorito medía sesenta metros de diámetro y pesaba más de trescientas mil toneladas. Al entrar en la atmósfera, el rozamiento con el aire le hizo perder más de la mitad de su masa. La estela de luz, calor y iones convirtió la noche de la zona oriental de Áinar en pleno día. El meteorito iba abandonando tras de sí aquella parte de su ser con aterradores estallidos. Alrededor de Koras, los tímpanos de cientos de miles de personas reventaron. Algunos recuperarían parte del oído con el paso de los días, otros quedarían sordos como recuerdo del gran fuego celeste.
Apuntada por una mano infalible y maligna, la roca impactó justo sobre la ciudadela de Koras. En el momento del impacto, su tremenda energía cinética se transformó en calor. Todos los edificios, los árboles, los habitantes humanos, los animales y los vegetales en un radio de dos kilómetros se convirtieron en vapor ardiente. La ciudadela de Koras, sus templos, sus obras de arte, su historia. Nahúpirgos, una obra de los tiempos anteriores a la oscuridad, superviviente de las últimas guerras entre hombres y dioses. La biblioteca, su cúpula esmaltada con los colores del arco iris, sus cien mil libros. Todo aquello desapareció sin dejar rastro, como si nunca hubiese existido.
Del punto del impacto se levantaron vientos ardientes a más de dos mil quinientos kilómetros por hora que barrieron lo poco de la ciudad que el primer choque había dejado en pie. La onda expansiva derribó todos los edificios, incendió las materias inflamables y calcinó las rocas de la muralla. En un radio de quince kilómetros, los vientos siguieron aullando abrasadores, y antes de perder su fuerza levantaron por los aires a todos los que se encontraban al descubierto, animales y hombres por igual, y los lanzaron contra árboles y rocas rompiéndoles los huesos, y muchos que dormían en sus casas quedaron sepultados bajo paredes y tejados antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía. Más de quinientas mil personas habían perecido sin tener tiempo siquiera a un lamento final.
A veinte kilómetros de la explosión no quedó un solo árbol en pie. Derribados, sus troncos y sus copas ardieron en una monumental pira, mientras sus raíces señalaban al punto del impacto como una diana.
Y en el centro de esa diana, por si hiciera falta algo más, chocó el segundo meteorito.
D
ebía de haber algo fascinante en la destrucción. Los dioses podían recrear virtualmente las guerras del pasado, en las que habían usado bombas termonucleares y dispositivos de antimateria, o presenciar de nuevo el final de la vieja Tierra entre convulsiones cataclísmicas. Incluso se hallaba a su alcance simular el estallido de supernovas que barrían sistemas solares enteros.