Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Lo que había sobre aquel tosco pedestal de tablas era, en efecto, una piedra. Debía pesar doscientos o trescientos kilos, y era negra como la noche. Pero por sus poros brotaban brillos fosforescentes, de un tono enfermizo, a medias verdoso y a medias violáceo. Derguín experimentó una repugnancia instintiva al ver la roca, y un extraño escalofrío penetró en sus huesos, como si unos dedos fantasmales le rozaran la médula.
—La roca emponzoñada de la leyenda —murmuró El Mazo, que debía estar notando las mismas sensaciones que él.
—Eso me temo —respondió Derguín.
—Los padres de los padres de nuestros padres la trajeron del desierto, del centro del desierto —salmodió Folgam.
—¡Del centro del desierto! —corearon los demás en una cacofonía de voces desacompasadas y desafinadas.
—¡Con ella llegó nuestro dios!
—¡Nuestro dios! ¡Nuestro dios!
—¡Desde entonces somos los bienaventurados Ghanim!
—¡Los Ghanim! ¡Los Ghanim!
—Y ahora, ¡traed a nuestro dios para que vea las víctimas que le ofrendamos!
Al parecer, las sorpresas no habían terminado. De la cueva más cercana a la piedra espectral salió una mujer que debía de ser muy anciana. Las escaras del rostro no dejaban distinguir si tenía arrugas, pero caminaba con la parsimonia de los muchos años, y las pocas guedejas de pelo que le quedaban se adivinaban blancas bajo la grasa que las apelmazaba. Entre ambas manos sujetaba un objeto envuelto en un paño mohoso.
Folgam se acercó a ella y tiró del trapo.
—¡Contemplad al dios!
Derguín no pudo evitar un respingo. Lo que la mujer traía en las manos era una cabeza humana.
Con todo lo que habían presenciado en aquella aldea enferma, no debería haberse asustado ni sorprendido.
Excepto por el intrascendente detalle de que la cabeza estaba viva.
—¿Qué magia del infierno es ésta? —preguntó El Mazo en Ainari.
Mientras los Ghanim repetían «Nuestro dios, nuestro dios», la cabeza parpadeó. Como no tenía cuello que girar, movió los ojos a uno y otro lado para contemplar a Derguín y al Mazo.
—
Dhaumazo horaen duo sómata kadhará
.
«Me asombra ver dos cuerpos limpios», tradujo Derguín. La cabeza había hablado en Arcano.
Tengo que estar soñando otra vez
, pensó. Sí, era la única explicación. Todo era delirante, onírico. Lo más desconcertante era que conocía al dueño de esa cabeza calva y enjuta, surcada por venas que parecían latir con vida propia.
Era uno de los Pinakles. Los sacerdotes que custodiaban la Espada de Fuego a la muerte de un Zemalnit y que revelaban su paradero a los candidatos. Derguín había visto a los tres juntos en el templo de Tarimán en Koras, y después a uno de ellos por separado a orillas del mar Ignoto, justo antes de embarcar para la isla de Arak.
Lo cierto, recordó, era que los tres Pinakles eran idénticos, indistinguibles entre sí. ¿Y si había más de tres? ¿Y si el que tripulaba el balandro que lo llevó a la isla era otro, un cuarto Pinakle, y el que estaba viendo ahora mismo era el quinto de los hermanos?
Se trataba de una posibilidad tan absurda como cualquier otra.
Los Ghanim se habían prosternado en el suelo y hacían reverencias a la cabeza a la vez que repetían las antífonas que les proponía Folgam. Éste, aparte de la anciana, era el único que seguía de pie.
—¿Entiendes la lengua de estos hombres? —preguntó Derguín en Arcano.
—Por supuesto que sí —contestó la cabeza—. Llevan tanto tiempo torturando mis oídos con ella que sería imposible no haberla aprendido.
Al darse cuenta de que Derguín estaba dialogando con su dios, todos se callaron y miraron expectantes, aún postrados de hinojos en el suelo. Ahora que se había hecho el silencio, Derguín ya no tenía que desgañitarse para seguir hablando con la cabeza.
—Entonces, podrías sugerirles que nos suelten. Su intención es asarnos a la parrilla y comernos.
—Para eso tendría que dirigirme a ellos en su idioma.
—Lo conoces, tú lo has dicho.
—Que lo conozca y que quiera rebajarme a utilizarlo son dos cosas bien distintas.
Eh, que el Ritión también es mi idioma
, pensó Derguín. Pero, por absurdo que pareciese, se dijo que no le convenía malquistarse con la cabeza.
—¿Puedo preguntarte cómo te llamas?
—Puedes hacerlo, sin duda. Entiendo, incluso, que ya lo has hecho.
—¿Me lo dirás?
—Por muchos nombres me han llamado. Puesto que me veo en esta situación, puedes dirigirte a mí usando el de Orfeo.
Derguín no entendía qué tenía que ver el nombre con la situación de la cabeza parlante, pero dijo:
—Bien, Orfeo. Yo soy Derguín, y mi compañero El Mazo. Ahora que has conocido a dos personas limpias, una de las cuales sabe hablar contigo en tu mismo idioma, ¿no te parece un fastidioso inconveniente perder la posibilidad de seguir conversando con nosotros?
—Que hables mi idioma no significa que tu conversación sea interesante. Eso tendrías que demostrarlo.
—¿Cómo voy a demostrarlo si estos salvajes se comen mi lengua, aparte de todo lo demás? Supón que mi conversación sí que es interesante.
—Es una posibilidad. Exigua, debo añadir por mi experiencia.
—Pero si me devoran, perderás esa posibilidad.
—Tu argumento no carece de lógica. Tienes razón, tal vez sea un inconveniente.
—En ese caso, quizá podrías hacer algo por evitar que nos maten y nos coman.
—Esa proposición no se colige de la anterior.
Derguín se estaba desesperando. Miró a los lados. Los Ghanim miraban embobados, mientras que Folgam tenía entrecerrados sus ojillos sanguinolentos, como si sospechara algo.
Debe de estar escamado
, pensó Derguín, y se dio cuenta de que sin quererlo le había salido un chiste. Pero, o las tornas cambiaban, o no iba a tener tiempo de contárselo a nadie.
Entonces los dioses, sin saberlo ellos mismos, favorecieron a Derguín.
La noche se convirtió en día. Todos levantaron la cabeza entre murmullos. Por un momento las paredes de la cárcava se recortaron como dientes afilados contra el cielo. Un sol en miniatura cruzaba el cielo, dejando tras de sí una larga estela blanca.
Cuando el rastro de luz se hubo desvanecido, los Ghanim volvieron a hacer reverencias y a salmodiar.
—¡La Piedra del Origen! ¡La Piedra del Origen!
Un segundo bólido surcó el cielo. Al contemplar el primero, Derguín se había quedado tan extasiado como los demás, pero ahora decidió actuar.
En esta ocasión no se trataba de una pelea de taberna, como en Nikastu. Se olvidó de la segunda aceleración y pasó directamente a la tercera. Al entrar en Urtahitéi, sintió el latigazo familiar que partía de sus riñones, y su cuerpo, aterido por el relente de la noche, entró por fin en calor.
Años atrás se había encontrado en un trance similar, cuando El Mazo lo llevaba prisionero con las manos atadas a la espalda. En aquella ocasión se había pasado los brazos por detrás de la nuca, pero al hacerlo se dislocó ambos hombros. Desde entonces, había buscado nuevas formas de librarse de esa situación, y era una maniobra que había practicado con los Ubsharim, los alumnos de su academia.
Ahora, felicitándose a sí mismo por su previsión, Derguín se tiró al suelo, encogió las piernas hasta tocarse con las rodillas en la frente y pasó las manos atadas por debajo de los glúteos. Los kilos que había perdido le facilitaron la labor.
Habían pasado unos segundos en su percepción, pero desde el punto de vista del resto del mundo todo debía haber ocurrido en un instante. Se puso de pie de nuevo y, todavía con las manos atadas, se abalanzó sobre Folgam.
—Quéeee haaazzz.....
Antes de que el jefe terminara la pregunta, Derguín le arrebató el cuchillo de acero y se lo clavó debajo de la barbilla. Lo extrajo de un tirón y, mientras Folgam se desplomaba tan lento como un pino talado, se volvió hacia El Mazo. Éste ya había comprendido sus intenciones y le dio la espalda para ofrecerle sus muñecas maniatadas.
Las ligaduras eran de tiras de cuero. Estaban tan secas que el filo de acero las cortó a la primera. El Mazo se dio la vuelta de nuevo. Esforzándose por hablar despacio para que le entendiera, Derguín le ordenó:
—¡Suéltame a mí!
El Mazo cogió el cuchillo y, con lo que a Derguín le pareció una lentitud desesperante, empezó a cortarle las ataduras. A su alrededor se oían graves ululatos, los gritos de los Ghanim que habían visto caer muerto a su jefe mientras el plato principal de la noche se movía a una velocidad imposible. Muchos de ellos se levantaban del suelo y señalaban a Derguín con dedos llenos de postillas y miradas de odio.
—¡Yyyaaasssstáaaaa! —exclamó El Mazo.
Derguín le quitó el cuchillo y pasó a la siguiente fase de su improvisado plan. De un salto se plantó junto a la anciana. Ésta, al comprender sus intenciones, trató de darse la vuelta y huir. A los ojos de Derguín lo hizo con la lentitud de un cetáceo moviéndose en el agua.
Habría cogido a Orfeo por los pelos, pero era tan calvo como los poetas imaginaban a la fortuna, de modo que tan sólo se le ocurrió agarrarlo de la oreja. Él chilló, indignado.
Derguín se acomodó la cabeza en el hueco entre su codo izquierdo y su pecho y acercó el cuchillo a uno de los ojos. Sólo entonces salió de Urtahitéi. Todo había ocurrido tan rápido que aún conservaba fuerzas por si debía recurrir de nuevo a la aceleración.
Dudó si amenazar con arrancarle los ojos a la cabeza, o decir que le iba a hundir el cuchillo hasta llegar al cerebro. Al ver los rostros embrutecidos y llenos de costras de los Ghanim, pensó que más le convenía ser claro y tajante para evitar malentendidos.
—¡Apartaos todos si no queréis que mate a vuestro dios!
—¡Esto es un ultraje! ¡Una indignidad! —protestó Orfeo, siempre en Arcano.
Derguín le habría tapado la boca con gusto, pero tenía una mano ocupada sosteniéndolo y la otra amenazándolo con el cuchillo. Acercó los labios a su oído y susurró:
—Échanos una mano por la cuenta que te trae. ¿Es que quieres seguir en este nido de piojos?
Como no veía el gesto de la cabeza, no pudo saber qué opinaba, ya que Orfeo no contestó. Por el momento, la amenaza había surtido efecto. Alrededor de Derguín se abrió un círculo. Había algunos Ghanim, hombres y mujeres, que se agazapaban como fieras y amagaban con saltar sobre él, pero no se decidían a hacerlo.
En parte era por la presencia del Mazo. No debía haber perdido de vista en ningún momento al merodeador que había venido azuzándolo todo el camino, porque lo primero que hizo tras cortar las ligaduras de Derguín fue acercarse a aquel tipo, darle un puñetazo con la mano izquierda y quitarle la lanza con la derecha.
El Ghanim se desplomó con la boca convertida en una pulpa de sangre y dientes rotos. Derguín no llegó a saber si el mojicón había bastado para dejarlo fuera de combate, porque antes de que pudiera rebullirse en el suelo El Mazo le clavó aquel palo aguzado en la garganta, justo entre ambas clavículas, y lo removió hasta cerciorarse de que estaba muerto.
—¡Si alguien se me acerca, me hago un collar con sus tripas! —rugió el gigante Ainari.
—Nos vamos —le dijo Derguín—. Tú cúbreme la retaguardia.
Empezaron a dirigirse hacia la salida de la hondonada, Derguín delante y el Mazo detras de él, caminando de espaldas y volviendo la mirada y la lanza a todas partes.
Los separaban cien metros de sus caballos, tal vez menos. Derguín no confiaba demasiado en que los volubles y enloquecidos Ghanim aguantaran esa distancia antes de lanzarse sobre ellos como una jauría.
Oyó un ladrido a su derecha. Se volvió alarmado, dispuesto a entrar de nuevo en Tahitéi. No era un perro, sino una mujer que se abalanzaba sobre El Mazo con una piedra en la mano mientras profería un alarido inhumano. Su amigo, que pese a su tamaño poseía unos reflejos excelentes, reaccionó lanzando una patada a su atacante. La punta de su bota impactó con un sordo crujido en el pecho de la mujer, que voló hacia atrás levantándose un palmo del suelo y cayó sobre otros dos Ghanim vomitando bocanadas de sangre.
No muy caballeroso, pero sí eficaz, pensó Derguín.
Poco a poco, los Ghanim fueron quedándose atrás, aunque no dejaban de insultarlos. Derguín empezaba a pensar que saldrían con bien de aquella ratonera, cuando a un niño se le ocurrió la brillante idea de lanzarles una piedra. El proyectil pasó volando junto a la oreja de Derguín, sin llegar a acertarle. Por el efecto que tuvo en los demás Ghanim, fue como si hubiera roto la quietud de un estanque tan liso como un espejo.
De pronto empezaron a lloverles piedras de todas partes. Derguín decidió que poner como escudo la cabeza de Orfeo no le iba a servir de mucho, de modo que encogió la suya entre los hombros, volvió a entrar en aceleración y corrió hacia los árboles donde estaban atados los caballos. Confiaba en que El Mazo se salvase por sus propios medios, pues le era imposible protegerlo de la pedrea.
Una de aquellas peladillas le golpeó en la espalda, otra en un muslo y una tercera le golpeó de refilón en la coronilla. Notó que la piel le ardía, pero no se detuvo a comprobar si era por el roce del golpe o por el calor de la sangre.
A pesar de la algarabía de la persecución, los dos merodeadores a cargo de los caballos se habrían sentado en el suelo, ajenos a todo. Sólo al ver cómo Derguín irrumpía como un ciclón entre los tamarindos se volvieron hacia él con los ojos vidriosos y las bocas entreabiertas. Habían sacado un pellejo de vino de las alforjas, y estaban tan borrachos que incluso sentados les costaba mantener el equilibrio.
Derguín ni les prestó atención. Mientras una piedra destinada a él le acertaba entre las cejas a uno de los dos beodos, siguió corriendo hasta los caballos. Las albardas seguían en su sitio: como mozos de cuadra, aquellos dos Ghanim demostraban ser muy negligentes, pero su dejadez resultó muy conveniente para Derguín. El hueco donde iba el odre de vino se encontraba vacío. Allí, sin más contemplaciones, metió la cabeza, encajándola hasta el fondo.
—¡Hmmmpfffff! —protestó Orfeo.
Por un momento, Derguín pensó que quizá se había excedido y que su prisionero podía asfixiarse. Luego cayó en la cuenta de que no tenía pulmones.
Sin salir de Urtahitéi, cortó las ataduras de los caballos, montó en el suyo y sacó de la funda a
Brauna
. Entretanto, El Mazo ya llegaba, acosado por una lluvia de piedras y perseguido por decenas de Ghanim que gritaban y agitaban palos contra él.