El corazón de Tramórea (36 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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Precisamente en nombre del conocimiento, Tubilok amenazaba con desatar un desastre que ninguna mente humana alcanzaba siquiera a concebir. Para evitar esa catástrofe absoluta, tal vez él, Mikhon Tiq, no tendría otro remedio que desatar otro cataclismo de proporciones menores y que, sin embargo, desde el punto de vista de los hombres supondría la devastación total.

Lo que significaba que era un traidor a su parte humana, y que de buscador de la verdad se había convertido en su encubridor, en defensor de la mentira por mantener el orden de las cosas.

Somos los que esperan a los dioses
, se recordó.

En aquel momento le quedaba poco para conocerlos. Tubilok le ordenó que le tendiera el arma, y Mikhon Tiq lo hizo.

—No la sueltes.

Mientras las manos de ambos aferraban la lanza de Prentadurt, Tubilok pronunció una orden.


Age humás eis ta tôn dheôn dómata!

La vasta desolación en que se había convertido la caldera de Narak desapareció. Tras cruzar un extraño limbo, Mikhon Tiq se encontró en un lugar que jamás había visto. Y una vez allí, asesinó a Manígulat, rey de los poderosos Yúgaroi.

Somos los que esperan a los dioses
, se repitió ahora, días después.

La unión con su syfrõn no era constante. Estaba allí, haciendo sentir su presencia en todo momento, pero dejaba a Mikhon Tiq instantes de intimidad. Por eso, a ratos podía disfrutar de lo que observaba con sus ojos mortales y olvidar que era el extraño simbionte conocido como Kalagorinor.

Bajo sus pies, Tramórea era una gran esfera que llenaba gran parte del cielo, un globo azul, verde y pardo surcado por grandes jirones blancos que se retorcían en espirales y remolinos. Esos jirones eran nubes, las mismas que tan altas se veían desde el suelo. Contempladas desde el Bardaliut parecían tan pegadas a la superficie del planeta como una segunda piel.

Tramórea pasó de largo, se elevó sobre la cabeza de Mikhon Tiq y siguió desplazándose por el firmamento en su giro alrededor del Bardaliut.

En realidad, ya había asimilado que las apariencias engañaban. Era el Bardaliut el que giraba sobre su propio eje para proporcionar a los dioses lo que éstos denominaban «gravedad artificial». Mikhon Tiq podía entender el concepto hurgando entre los conocimientos de su syfrõn, pero también evocando un recuerdo más cercano. Cuando estaba en la academia de Uhdanfiún y le tocaba turno de limpieza, a menudo jugaba con otros cadetes a llenar un cubo de agua hasta la mitad y darle vueltas en vertical. Si lo hacía lo bastante rápido, el agua se quedaba dentro del balde; de lo contrario, acababa empapado. Del mismo modo que la rotación imprimida por su brazo apretaba el agua contra el fondo del cubo e impedía que se cayera incluso estando boca abajo, el giro del Bardaliut presionaba a sus moradores contra su superficie interior y les hacía sentir la ilusión de que tenían peso.

Tramórea desapareció de la vista segundos después, tapada por una línea de prados, bosques y colinas, como el sol en el ocaso. Pero en la vida normal, el sol bajaba hasta un horizonte que estaba abajo, mientras que allí el planeta subía hacia un horizonte que se encontraba arriba.

Los pies de Mikhon Tiq pisaban una superficie transparente, de tal manera que parecía flotar sobre la nada. Bajo él se abría un cielo infinito, de una negrura cortante, plagado de estrellas. Decenas, tal vez cientos de miles de ellas, girando en un majestuoso desfile. Allí, lejos de las nubes y las impurezas del aire, cobraba sentido la metáfora de las joyas que tachonaban el firmamento, pues aquella vasta oscuridad fulguraba sembrada de zafiros, rubíes y diamantes.

Apenas había transcurrido un minuto cuando Tramórea volvió a aparecer a sus pies. Mikhon Tiq habría deseado que se quedara quieta para poder estudiar mejor los detalles del mapa. Era un mundo mucho más azul de lo que sus habitantes creían. En la maqueta de Tarondas en Koras, las tierras ocupaban la mayor parte, y el mar de los Sueños y el mar Ignoto eran estrechas franjas que terminaban en las lindes del plano. Pero desde las alturas del Bardaliut se podía apreciar que ambos mares eran en realidad un único y vasto océano que rodeaba todo el planeta, una masa de agua donde los continentes de Tramórea y Aifu flotaban como dos islas perdidas.

Siguió con la vista a Tramórea, que ascendió por la curvatura del Bardaliut en la dirección que sus habitantes llamaban «contragiro», y volvió a desaparecer tras el horizonte.

Casi a regañadientes, Mikhon Tiq decidió abandonar la contemplación de los astros. Se volvió y caminó hacia el otro lado, en dirección «giro». Si hubiera hecho este viaje fantástico antes de convertirse en Kalagorinor, al verse paseando sobre un vacío aparente, suspendido a miles de kilómetros por encima del mundo que siempre había conocido, habría cerrado los ojos y se habría acurrucado abrazándose las rodillas, incapaz de seguir adelante.

O tal vez no, pensó. La mente humana es capaz de adaptarse a casi todo.

Llegó al siguiente horizonte. Así llamaba a las líneas rectas que dividían las zonas transparentes de las otras. Una vez allí, el suelo dejó de ser cristalino y empezó a ascender en una suave pendiente. Mikhon Tiq paseó por un prado en el que, sobre la hierba esmeralda, florecían rojas peonías, lirios dorados, violetas, zigurtas de color azafrán y unas rosas de pétalos carnosos y azules que no había visto en su vida. Había estanques por doquier, cubiertos de nenúfares rosados y ranúnculos blancos de corazón amarillo.

Los colores eran tan intensos que parecían impregnar el aire, como si uno pudiera teñirse las manos tan sólo acercándolas a la hierba y las flores. Mikhon Tiq cerró los ojos un momento, aspiró los aromas que flotaban en el aire, escuchó el canto de los pájaros, el susurro de la brisa en las hojas de unos álamos cercanos y el murmullo de un arroyo que caía por una pequeña cascada.

Abrió los ojos y siguió caminando. Cruzó aquel arroyo por un puente de madera cuyas tablas crujieron bajo sus pies. La corriente fluía de norte a sur, pero espumeaba más y formaba remolinos mayores en la orilla antigiro. Observando los pilares del puente, comprobó que allí el agua estaba casi dos palmos más alta que en la otra ribera. Era efecto de algo que los dioses denominaban «fuerza de Coriolis».

Si rebuscaba en su syfrõn, pero no en la biblioteca, sino en los sótanos que durante un tiempo había tenido vedados, Mikhon Tiq estaba convencido de que encontraría esa información. Pero ahora no le apetecía escudriñar los rincones de su castillo como un Kalagorinor, sino maravillarse y disfrutar de lo que veía como un simple humano.

Ya que me queda poco tiempo para serlo
, añadió para sí.

Miró a ambos lados, para comprobar si alguien lo veía, y cuando se encontraba en mitad del puente dio un salto vertical. Aunque sabía que era una imprudencia, utilizó su poder para mantenerse unos instantes más en el aire. Cuando cayó al suelo, no pudo evitar una carcajada algo pueril. En lugar de posarse en el mismo lugar donde había saltado, justo en la arista que formaban la cuesta de subida y la de bajada, se había desplazado cuatro palmos a contragiro. ¡El Bardaliut, revolviéndose como una rueda incansable, lo había dejado atrás!

Siguió caminando unos dos kilómetros, entre más prados, riachuelos, estanques y bosquecillos de álamos, alisos y sauces. El terreno se ondulaba aquí y allá en suaves colinas, y de cuando en cuando algunas rocas desnudas y escarpadas rompían como dientes a través de la alfombra verde para dar más variedad al paisaje.

En la zona central del Bardaliut había granjas, y en las proximidades del casquete norte se levantaban las mansiones de los dioses. Había decenas de ellas, construidas con todas las arquitecturas posibles. Algunas parecían castillos, otras templos erizados de aguzados minaretes. Se veían también acumulaciones de formas geométricas —cubos, esferas, conos truncados— que para los ojos de cualquier Tramoreano difícilmente pasarían por casas y edificios, pero que, pese a su rareza, ofrecían una extraña armonía agradable a la vista.

Sin embargo, donde se encontraba Mikhon Tiq, cerca del casquete sur, todo eran parques y jardines, paisajes de recreo más que de utilidad. Allí correteaban caballos, ejemplares enormes de veinte manos de alzada, y algunos unicornios que no debían ser parientes de
Riamar
, pues sus cuernos eran perfectamente visibles. Había vacas y toros que levantaban la testuz para mirarlo con apenas un atisbo de curiosidad y después seguían pastando. No se veían cercados por ninguna parte. ¿Adónde podría escapar el ganado en un lugar como aquél?

Durante el paseo se cruzó con algunos sirvientes que atendían los jardines, reparaban los puentes o avenaban los riachuelos para que los sedimentos no cegaran su cauce. Los había de muchos tipos. La mayoría eran mecanismos que se desplazaban sobre ruedas, provistos de extraños brazos con muchas articulaciones y con todo tipo de herramientas en lugar de dedos. Pero también había sirvientes humanos; o, por lo que había averiguado Mikhon Tiq, más bien humanoides, pues no habían nacido de úteros de mujer, sino de los talleres de Tarimán. Todos ellos tenían el mismo aspecto: enjutos, calvos, de ojos oscuros. En realidad, eran tan parecidos como gemelos, y de no ser porque Mikha había visto juntos a varios de ellos habría pensado que siempre se encontraba con el mismo criado, silencioso y ubicuo.

Finalmente, Mikhon Tiq se detuvo en el centro de una de las zonas conocidas como «valles» por oposición a los ventanales transparentes. Era su punto favorito de observación, sobre una colina cercana al casquete sur. Una vez allí, se volvió hacia el norte y contempló el panorama.

Alguien que hubiera concentrado su vista en una franja muy estrecha, como un burro con orejeras, podría haber pensado que lo que tenía ante sus ojos era realmente un valle con la forma de una U muy suave. Pero bastaba con girar un poco la cabeza para comprobar que las laderas de esa U no eran tales, sino el mismo suelo del Bardaliut, que se curvaba cada vez más con la distancia. A unos cinco kilómetros a cada lado de la posición de Mikhon Tiq se abrían los ventanales, conocidos arbitrariamente como «oriente» y «poniente». Sobre uno de ellos había estado unos minutos antes, contemplando el firmamento. Eran dos franjas de cristal; o, hablando en puridad, de un material mucho más resistente que el cristal, pero que dejaba pasar la luz. Dichas franjas corrían por toda la longitud del inmenso cilindro del Bardaliut, cuarenta kilómetros de lado a lado entre los casquetes norte y sur. Cada ventanal medía cinco mil metros de ancho, y por ellos se podían ver las estrellas, los fragmentos del Cinturón de Zenort y Tramórea, y se habrían divisado las lunas si Manígulat, en su acto de poder postrero, no las hubiese apagado.

En cuanto al sol, su luz no entraba directamente por los ventanales. Adosados al casquete norte, por fuera del Bardaliut, había dos enormes espejos que podían abrirse, separándose del cilindro hasta parecer las aspas de un molino, o cerrarse como los pétalos de una flor. Su movimiento estaba graduado para que siguiera la posición del sol. De ese modo, los rayos del astro rey se reflejaban en los espejos y penetraban en el interior de la morada de los dioses.

Entre ambos ventanales se extendía otro valle tan ancho como el que pisaba Mikhon Tiq, con sus colinas, sus lagos y sus bosques, suspendido directamente sobre su cabeza a diez kilómetros de altura, tan lejos que los detalles se veían algo difuminados.

La primera vez se había sentido abrumado por aquel panorama e inquieto por el peligro de que aquel paisaje colgado en una posición imposible se derrumbara sobre él. Ahora seguía impresionándolo, pero la maravilla había sustituido al temor. Para Mikha era un juego extraño y divertido andar o correr en espiral por el interior del Bardaliut y, una hora después, comprobar que la pradera que acababa de atravesar, el río que había cruzado, la colina a la que había trepado o el palacio que había admirado colgaban de aquel techo aparente, separados de él por dos capas de nubes.

Pues aquel recinto era tan inmenso que en su interior se formaban vientos y nubes. Éstas eran pequeñas, copos de algodón flotantes que desde lejos parecían seguir el trazado del suelo, dibujando una espiral que se alejaba hacia el casquete norte como un remolino de las alturas. Durante la parte central del día —un día que dependía del reflejo del sol en los inmensos espejos exteriores— caían tres breves lluvias, separadas entre sí por unas tres horas. Si Mikha no se sentía con humor para mojarse, podía refugiarse en algún cenador o, simplemente, dar una carrera para apartarse de la nube que soltaba aquella llovizna.

—Fascinante, ¿verdad?

Mikhon Tiq se volvió. No había oído los pasos a su espalda, pero sí un tenue zumbido que le avisó de la aparición. Era Vanth, la diosa a la que los Tramoreanos adoraban como protectora de la justicia.

Cuando Mikha llegó al Bardaliut, el primer lugar en que apareció era también un cilindro, mucho menor que el vasto hábitat central. En la primera visión que había tenido de los dioses, éstos colgaban como moscas del techo a cien metros sobre su cabeza. Desde allí, siguiendo las órdenes de Tubilok, había utilizado la lanza de Prentadurt para matar a Manígulat y absorber su alma. En aquel momento, los Yúgaroi le habían parecido un grupo de personajes ataviados de una forma excéntrica, pero de escala normal. Luego, cuando atravesó la sala de control y llegó hasta ellos, comprobó que eran casi el doble de altos que él y que algunos, como Anfiún, exhibían músculos de proporciones desaforadas.

Vanth, sin ser de las diosas más altas, medía cerca de dos metros setenta. Ahora había adoptado una estatura menos amenazadora, lo que sugería que su encuentro con Mikhon Tiq no era casual.

—¿Qué te parece Isla Tres, joven visitante?

—¿Isla Tres?

—Es el nombre que le damos a este lugar, la estancia principal del Bardaliut.

Mikha respiró hondo, hasta saciarse de olores. Una mariposa pasó volando ante él. En el Bardaliut también había insectos, pero tan domesticados que ni los mosquitos chupaban la sangre, ni las abejas picaban, ni las moscas posaban sus molestas patas sobre la piel.

—Un paraíso en los cielos —contestó.

—Supongo que sí —dijo Vanth—. Es una lástima que ya estemos tan acostumbrados, o aburridos. Me alegro de que, después de tantísimos años, haya unos ojos nuevos que puedan disfrutar de todo esto.

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