Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Mikha observó de reojo a la diosa. Su cuerpo era perfecto, o más que perfecto: sus proporciones eran resultado de una estilización artificial estudiada para agradar al ojo más de lo que conseguiría la misma naturaleza. Tenía los ojos de color violeta, y los iris chispeaban con su propia luz. Las pupilas dobles ya habían dejado de desconcertar a Mikhon Tiq, que empezaba a encontrarles una belleza inquietante y exótica. Los cabellos eran rubios, de un dorado que cualquier mujer humana habría soñado. Los sentidos acrecentados de Mikha descubrieron que en el interior de cada pelo había un tubo finísimo por el que fluía una corriente luminosa, de manera que toda la cabellera se veía nimbada por reflejos de oro.
El vestido que llevaba la diosa contribuía a resaltar sus atractivos; si es que se podía llamar vestido a aquellas gasas de color azafrán que flotaban alrededor de Vanth. El movimiento producía diseños tornadizos, tan hipnóticos como la marea o los dibujos volátiles de las llamas en una chimenea. Y de vez en cuando, durante medio segundo, dejaban entrever su cuerpo: sus pechos de puntas picudas y rosáceas, sus larguísimos muslos, su vientre perfecto.
El efecto resultaba perturbador, incluso para un Kalagorinor. O sobre todo para un Kalagorinor cuya parte humana aún era joven y que no había tocado otra carne desde hacía más de tres años de tiempo real y más de setenta de tiempo subjetivo.
Mikha no había llegado a ver a la supuestamente divina Samikir, pero todos los que habían estado en su presencia contaban que producía reacciones devastadoras en los varones. Al parecer despedía un aroma que la nariz no acababa de percibir, pero que se introducía en el cuerpo hasta clavarse en los mismísimos ijares.
Con las diosas, y a veces con algún dios, ocurría algo similar. No todo el tiempo, sólo cuando ellos así lo querían. A Mikhon Tiq le parecía sorprendente que intentaran seducirlo, cuando sus físicos externos superaban tanto al suyo.
—¿Puede uno aburrirse de tanta belleza? —preguntó Mikhon Tiq, insinuando cortésmente que se refería al mismo tiempo al Bardaliut y a la propia diosa.
—El aburrimiento, y no la ambrosía, es el verdadero alimento de los dioses —respondió Vanth—. Cuando llevas una eternidad contemplando lo mismo, te estraga.
—¿No podríais cambiar el paisaje?
—Estaba pensando más en mis hermanos que en el propio Bardaliut. No puedes imaginarte cómo es compartir miles de años con las mismas personas, anticipar qué va a decir cada uno, saber en qué momento va a hablar y con qué entonación.
Sin pretenderlo, Vanth había satisfecho la curiosidad de Mikhon Tiq. Así que el motivo de que quisieran seducirlo era ese tedio inmortal del que hablaba la diosa. Él era una mascota, un cachorrillo recién llegado al hogar de una familia aburrida de verse las caras.
—¿Te lo puedes creer? —prosiguió Vanth—. A veces, cuando me molesto en bucear en mi memoria, descubro que hay conversaciones enteras que se repiten literalmente, palabra por palabra. Y no intercambios casuales, sino discusiones de más de una hora. Hemos vivido tanto que ya somos incapaces de hacer nada sorprendente y original, y nos imitamos a nosotros mismos.
Su voz tenía un deje lánguido que armonizaba con su ropaje etéreo y con la dulce melancolía de su mirada. Pero había algo raro en el sonido de sus palabras, una leve imperfección, como si les faltara algo de cuerpo.
Mikhon Tiq comprendió que aquélla no era la diosa, sino un fantasma flotante que la representaba. Sabía que, si estiraba la mano, podría tocarla, pero la piel y la carne de Vanth se dispersarían entre sus dedos. La verdadera diosa debía de estar en su morada, proyectando desde allí aquel fantasma reducido a una escala más humana. Los dioses llamaban a aquello «holograma sólido». La imagen era perfecta, pero el tacto no, y en el sonido había algo de artificial que lo delataba, aunque sólo para un oído de Kalagorinor como el suyo.
Mas, como a ojos de los dioses él era un simple humano, Mikhon Tiq fingió creer que tenía a su lado a la auténtica Vanth.
—Pasas mucho tiempo con nuestro rey y señor en su observatorio —dijo la diosa.
Quiere sonsacarme
, comprendió Mikhon Tiq. No era la primera divinidad que lo intentaba. Algunos eran sutiles. Otros, como Anfiún o Shirta, lo abordaban con preguntas directas, y daba la impresión de que, si por ellos fuera, lo habrían desmembrado entre sus enormes manos para arrancarle la información. Pero no lo hacían, porque nadie olvidaba que, por razones que se les escapaban, el joven humano era el protegido de Tubilok.
—Así es, mi señora —contestó en tono humilde.
—Me alegra que alguien comparta su soledad. El peso de gobernar un mundo puede agobiar incluso una mente tan brillante y poderosa como la suya.
—Si mi compañía sirve para que esa tarea le sea más llevadera, me siento más que honrado por ello.
Cuando hablaban de Tubilok, los dioses utilizaban pomposos circunloquios y un tono de adulación tan exagerada que habría resultado cómico si no se lo tomaran tan en serio. El Bardaliut estaba sembrado de ingenios diminutos que espiaban todo lo que se hacía y decía, y la mayoría de ellos los controlaba Tubilok. Las críticas al rey de los dioses, si las había, quedaban reservadas a la intimidad del pensamiento.
Al menos, ahora les quedaba la posibilidad de pensar mal de él. En el pasado, Tubilok había llegado a ser capaz de leer la mente de sus súbditos. Después había perdido ese poder, cuando los tres ojos de triple pupila le fueron arrancados. Uno acabó en poder de Linar y otro en manos de Kalitres. Pero ¿quién se los había entregado a los dos Kalagorinôr? ¿Quién guardaba en su poder el tercer ojo, el que leía los pensamientos?
Mikhon Tiq lo había sabido, lo había olvidado y después, antes del tiempo estipulado, lo había vuelto a recordar.
Durante un instante, el Bardaliut y el fantasma de la diosa desaparecieron, y Mikhon Tiq se descubrió encerrado entre los muros de su castillo.
En lo más profundo de su syfrõn se escondía un vasto filón de memorias aletargadas.
Somos los que esperan a los dioses
, salmodió una vez más. Aquellos recuerdos no debían despertar hasta que llegara el momento.
O no deberían haber despertado.
Cuando Linar inició a Mikhon Tiq en el Kalagor, lo hizo ahorcándolo de un pino. Aquella bárbara ejecución era la única forma de que pudiera fundirse con su syfrõn, una entidad cuya verdadera naturaleza ni Linar ni ninguno de los Kalagorinôr conocía del todo.
No, no era que no la conocieran. Era que la habían olvidado, pues así debía ser hasta que llegara la hora.
Después de su terrible iniciación, Mikhon Tiq se había internado en el castillo, la forma simbólica que había adquirido la syfrõn para relacionarse con él de un modo que fuese comprensible para su mente humana. En un jardín de aquel castillo, Mikha había visto el rostro de Yatom reflejado en el agua.
Posees tu syfrõn, pero nunca llegarás a conocerla del todo
, le dijo entonces su antiguo mentor.
Ahora Mikha se preguntaba quién poseía a quién. Pero su curiosidad en aquel momento era otra.
¿Qué es la syfrõn?
Es la fuente de tu poder
, le había respondido Yatom.
La syfrõn eres tú, y tú eres el origen de tu magia
.
Palabras destinadas a confundirlo, había pensado entonces. Pero ahora cobraban un significado distinto.
La syfrõn eres tú
.
Y él era la syfrõn. Una simbiosis entre dos seres de universos distintos, un nudo inextricable que sólo podía deshacerse pagando el precio de una liberación de energía catastrófica. Y ni siquiera así era seguro que el lazo se rompiera. Mikha sospechaba que los Klagorinôr muertos en el pantano de Pork seguían existiendo en algún lugar inalcanzable fuera del espacio y el tiempo.
Después de hablar con Yatom, Mikhon Tiq había seguido explorando el castillo. Encontró una trampilla en el suelo, y al tocarla sintió un temor indecible. No debería haber seguido adelante, su antecesor Yatom nunca había pasado de allí. Pero Mikhon Tiq era joven e intrépido, o insensato, que venía a ser lo mismo. Bajó por la escalera y el pasadizo hasta llegar a una reja de hierro. N
O
P
ASES DE
A
QUÍ
, M
IKHON
T
IQ
. La advertencia del cartel no podía ser más clara.
Pero él la ignoró.
Después llegó ante un pozo que, lo supo demasiado tarde, se asomaba a un abismo que no era de este mundo. De él dimanaba una pestilencia casi insoportable. Ahora comprendía que aquel olor a azufre era un error sensorial, la manera que tenía su cerebro humano de interpretar dimensiones superiores para las que no estaba preparado.
El recuerdo de aquel momento era tan vívido...
El brocal le llegaba casi a la altura del cuello. Mikhon Tiq se puso de puntillas para ver el fondo, pero no lo consiguió. El olor hizo que se le saltaran las lágrimas. Había algo que creaba un extraño campo en el aire y le erizaba el vello de los brazos como si se los hubiera frotado con una barra de ámbar.
Dejó la antorcha haciendo equilibrios sobre el pretil. Después, apoyó las manos y dio un pequeño salto. Con el pecho sobre el borde y las puntillas apretadas contra la pared del brocal, asomó la cabeza a las profundidades.
Una fuerza invisible subía desde el pozo. Los cabellos de Mikhon Tiq se pusieron de punta y el corazón —el mismo corazón que en su cuerpo real ya no palpitaba— empezó a latirle como si hubiera perdido el compás. El fondo del pozo no se llegaba a atisbar, pero de él brotaba un vago resplandor, apenas un grado más visible que la negrura.
Mikhon Tiq percibió en el interior del pozo algo grande, inmensamente poderoso, una fuerza bruta adormilada. Sintió miedo y quiso bajarse del pretil. Al hacerlo, empujó la antorcha, que se precipitó al vacío. La tea cayó dando vueltas, sin apagarse, alumbrando un círculo que se hacía cada vez más pequeño y que no parecía tener fin. La luz se hizo más débil, se convirtió en un punto lejano y por fin se perdió. Pero Mikhon Tiq estaba convencido de que aún no había llegado al fondo, y se quedó esperando.
Al cabo de un tiempo supo que la antorcha había dejado de caer. Algo se despertó muy, muy abajo. Una fuerza brutal, inmensa, empezó a subir por el pozo...
Soy yo quien tiene que despertar, se dijo Mikhon Tiq. Despierta. ¡
Despierta
!
—¿Te has dormido de pie, joven humano?
Mikha sacudió la cabeza. En su evocación habían transcurrido horas, pero en tiempo real debía haber sufrido un lapsus de apenas unos segundos.
—Discúlpame, mi señora. Tu belleza me embriaga tanto que a ratos me saca de mí mismo.
Ella se rió con un sonido de cascabeles. Eran cascabeles reales, acoplados a su voz por algún efecto mágico.
—Me preocupa tu destino —dijo Vanth, acercándole los dedos hasta casi rozarle el brazo. La piel se le puso de gallina. Era un efecto magnético creado por las diminutas partículas que formaban el holograma sólido.
—Es halagador, mi señora. Pero al lado del poderoso Tubilok estoy seguro.
—Tu destino y el de todos tus congéneres. Me preocupa el destino de los humanos. ¿Qué será de ellos cuando llegue la conjunción?
Sólo son mis congéneres hasta cierto punto
, pensó Mikhon Tiq.
—Nuestro tiempo como especie se ha cumplido —respondió. Era una respuesta sincera, pero no en el sentido que Vanth creía.
—¿No sientes miedo? ¿Tristeza?
—No, mi señora. Es una espera jubilosa. Mi señor me lo ha explicado —añadió, adoptando un tono ingenuo—. Cuando llegue la conjunción de las tres lunas, por fin alcanzaremos el momento de la singularidad. El ser humano que hemos conocido durante tantos miles de años desaparecerá, para dejar su lugar a una entidad superior. Ambas especies no pueden coexistir más tiempo, pues los mortales somos un lastre que os impide a los dioses trascender.
—¿Así te lo ha contado él?
—Así me lo ha contado, mi señora.
Los labios de Vanth se encogieron en un exquisito mohín de tristeza. Había que tener el corazón de piedra para no sufrir con ella.
Y, comprendió Mikhon Tiq, aunque la representación de esa tristeza resultaba exagerada, el sentimiento era sincero.
—Yo sí me aflijo por el destino de los tuyos, joven Mikhon Tiq.
—¿Sabes mi nombre, señora?
Ella asintió dulcemente.
—Rogué por los tuyos ante Manígulat, y nada conseguí. Le insinué mi preocupación a nuestro señor Tubilok, pero me temo que estaba tan concentrado en sus preocupaciones que no me escuchó. Le sugerí que salvara al menos a unos cuantos, como hicimos cuando la vieja Tierra desapareció. ¿Te ha hablado él de aquel tiempo?
—Sí, mi señora, y de cómo creó Tramórea.
Junto con Tarimán
, completó mentalmente Mikhon Tiq. No era conveniente pronunciar en voz alta el nombre del herrero.
—Podríamos hacer lo mismo ahora —dijo Vanth—. Yo cuidaría de esos mortales, de mis pequeños... Aunque tuviera que quedarme aquí y no acompañar a los demás dioses en su largo viaje. ¿Tú se lo dirías por mí? ¿Intercederías por los tuyos?
No, no intercederé. Y son más tuyos que míos
, pensó Mikhon Tiq. Pero en voz alta dijo:
—Así lo haré, mi señora. Mas los designios de Tubilok...
—... son inescrutables, lo sé. —El gesto de la diosa cambió—. Mi señor Tubilok entiende que el fin de los humanos es un mal necesario, una consecuencia no deseada pero inevitable. Sin embargo, algunos de mis hermanos disfrutan con esa destrucción. En este mismo momento, varios de ellos están en la sala de control, jugando como aquel día nefasto en que usaron los waldos para sembrar la destrucción.
A esas alturas, Mikhon Tiq ya sabía que los waldos eran las estatuas que en Tramórea se conocían como
Xóanos
. Camuflados como esculturas de madera, pero en realidad autómatas de materia transmutable, esperando durante siglos las instrucciones de sus creadores.
—¿Tú no lo hiciste, señora?
Vanth negó con la cabeza.
—Desperté a dos de mis waldos, pero los envié fuera de la ciudad sin destrozar nada. Ahora, temo que la destrucción que planean mis hermanos es mucho peor que la de entonces.
—¿A qué te refieres?
—A que el fuego del cielo va a volver a caer sobre Tramórea.
P
ensé que este lugar era un desierto en todos los sentidos —dijo El Mazo al divisar unas luces a lo lejos.