Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
En cuanto a Ahri, Aidé se dijo más de una vez que quizá no debería habérselo confesado, pues era de natural parlanchín. Pero también era la persona que más caso le hacía en la Horda Roja, y ahora Aidé se sentía muy sola y necesitaba hablar con alguien. Para su desgracia, en este viaje el antiguo Numerista no podía atenderla tanto como ella habría deseado, pues pasaba la mayor parte del tiempo abismado en sus cálculos para desentrañar las claves de dos hipotéticas aceleraciones.
Aidé sospechaba que Ahri estaba un poco enamorado de ella. Aunque la estrella tatuada en su frente y su cuerpo flaco y desgarbado revelaban su naturaleza mística y a ratos despistada, sus labios carnosos delataban una propensión a ceder a las tentaciones de la carne. Aidé sabía que Ahri se acostaba de vez en cuando con una de las seguidoras del campamento, una treintañera jaquetona llamada Ozna. También conocía una anécdota suya poco edificante: en Koras se había hecho un esguince en el tobillo al saltar del balcón de una mujer casada.
Pese a que no tenía ninguna intención de serle infiel a Kratos —y menos con alguien tan desgalichado y con los ojos tan saltones—, de vez en cuando al hablar con Ahri pestañeaba más rápido, le miraba a la boca en lugar de fijar la vista en su frente y se acercaba a él sólo un poco más de la cuenta. No por coquetería, se decía a sí misma, sino porque era una tontería poseer poder sobre alguien y no ejercerlo.
—¿Cuándo me va a escribir esa carta? —le preguntó.
—Seguramente lo esté haciendo ahora —respondió Ahri.
—Si te pide que la repases como siempre, no lo hagas. Lo que me diga quiero que quede entre nosotros.
—Procuraré evitarlo, pero ya sabes que es un hombre muy testarudo.
Cuando se acostó en una yurta que olía a piel de cabra, queso de cabra y estiércol de cabra, apretujada entre el cuerpo de Gavilán y un mástil de madera, Aidé descubrió que a pesar de estar tan cansada no era capaz de dormir. Para colmo, la rodeaba un coro de ronquidos. Compartir lecho con un hombre podía ser duro, pero hacerlo con más de treinta suponía un suplicio para los oídos y el olfato.
La noche era oscura y no había luces en la tienda, por lo que daba igual cerrar los párpados o no. Pero los ojos se le abrían solos, como si hubiera algo interesante que ver en el techo de piel. Aidé no hacía más que revivir su furibunda discusión con Kratos, o inventar otras trifulcas nuevas en las que él le hacía reproches a cuál más injusto y ella se regodeaba en su propia indignación.
¿Por qué me pasa esto?
, se preguntó. Debería sentirse feliz, conformarse con lo que tenía. Había conquistado a Kratos, tal como había deseado desde aquella noche en que escapó de la tienda de Forcas. Era mejor partido que el duque: jefe de la Horda, el mayor Tahedorán de Tramórea y, por supuesto, cien veces más hombre que Forcas. Al igual que Hairón, habría sido un gran Zemalnit.
Aunque tal vez la Espada de Fuego le hubiera supuesto una carga terrible. El padre de Aidé nunca se había quejado de esa responsabilidad, pero para Derguín parecía ser un tormento. Aidé lo había conocido como un joven delgado, a menudo con la mirada perdida y un brillo extraño en los ojos, como si el fuego de
Zemal
le contagiara su fiebre. Pero desde que perdió la espada había empeorado, y parecía famélico y desvalido como un cachorrillo abandonado bajo la lluvia. De ser el Zemalnit, ¿de qué modo lo habría sobrellevado Kratos? ¿Como un honor o como una tortura?
Kratos, Kratos. Todo orbitaba en torno a él. Desde que se enamoró, Aidé experimentaba sensaciones que la dominaban y que no podía controlar. Cuando todavía era amante del duque, por más que quisiera evitarlo no podía dejar de seguir a Kratos con la vista cada vez que entraba en la tienda de mando. Se moría por acercarse a él, por tocarlo, por aspirar su olor. En aquellos primeros días, una sola frase que intercambiara con Kratos podía servirle de alimento durante toda la jornada. Por la noche le daba vueltas y a ratos interpretaba que esas exiguas palabras eran amables y cálidas y se sentía feliz, pero al momento cambiaba de opinión y se decía a sí misma que aquel breve «Como desees, señora» tan sólo revelaba frialdad e indiferencia.
¡Qué duro era el enamoramiento! Para colmo, todavía no había salido de él y ya notaba otras sensaciones incontrolables que brotaban de su interior, como chorros a veces cálidos y a veces gélidos que alteraban sus pulsaciones y la hacían montar en cólera, reír a carcajadas o llorar sin saber por qué.
Algo extraño y ajeno se había apoderado de ella. ¿Podría ser el minúsculo bebé que llevaba dentro? ¡Qué pena que en la expedición no viniese ninguna mujer! ¿Con quién podía hablar de ese embarazo del que se había enterado tres noches antes? ¿Quién la aconsejaría, quién comprendería sus miedos, quién la escucharía de verdad y no como los hombres?
Baoyim
. No había terminado de pronunciar la última letra de su nombre cuando descartó la idea con rabia. Ella no tenía hijos, y aunque los tuviera, ¿qué podían saber esas viragos que cuando parían dejaban a sus retoños al cuidado de los varones de su raza?
Al pensar en Baoyim recordó que era ella quien había desaconsejado que cabalgara debido a su embarazo. Se tocó la tripa, aprensiva, y se preguntó si aquella especie de renacuajo que había visto Mikhon Tiq con su magia seguiría allí, bien agarrado en sus entrañas, o se estaría desprendiendo con las violentas sacudidas del viaje. Se sintió culpable. Después le echó la culpa a Baoyim, recordó cómo miraba a Kratos y cómo Kratos la miraba a ella, y toda la rueda de celos, dudas y tortura empezó a girar de nuevo, más rápida y delirante conforme avanzaba la noche y la razón y la lógica aflojaban sus riendas sobre la mente.
El cielo seguía negro como betún cuando el guardia del último turno despertó a Kratos. Éste se incorporó a duras penas, más dolorido aún que el día anterior. Se dio ánimos recordándose que, cuando los demás Invictos se levantaran, verían a su jefe ya espabilado y dispuesto a la acción. «El ejemplo del general manda más que mil órdenes» era una de las máximas del libro de Vurtán. Forcas jamás había dado ejemplo, ni ése ni ningún otro, y por eso bajo su mando la Horda había estado a punto de ser destruida.
Tras orinar junto al vallado de los animales, Kratos desayunó de pie cerca de una hoguera. El café de los Khrumi era pastoso y amargo, pero agradeció meterse algo caliente en el estómago. El viento soplaba desde la sierra y traía con él la gelidez de sus cimas.
—Tendremos un día frío,
tah
Kratos —comentó otro soldado de guardia, arrebujándose en el capote.
—Eso parece.
No tenía muchas ganas de conversar. Se alejó unos pasos mientras terminaba el café y masticaba una torta de garbanzos. Lejos de las llamas, las estrellas parecían multiplicarse por cien. Bajo ellas y el Cinturón de Zenort se adivinaba el perfil recortado y cada vez más alto de las montañas de Atagaira. Pero lo que llamó la atención de Kratos se hallaba detrás de la sierra. Una fina aguja de luz plateada se elevaba hacia el cielo por encima de las cumbres.
—Lidupirgo.
Kratos se volvió hacia su derecha. Era Baoyim. No la había oído acercarse.
—¿No es Etemenanki?
—Lo es. Las leyendas de mi pueblo también la llaman así. Lidupirgo era un gigante de mármol que creció hasta llegar al cielo. La diosa Taniar lo derribó con un rayo, pero aún quedan restos del gigante, lo que los demás conocéis como Etemenanki.
—Anoche cuando nos acostamos no se veía. Y anteanoche tampoco. ¿Por qué vuelve a haber luz en ella?
—No lo sé,
tah
Kratos. El Rey Gris está muerto, pero Derguín me contó que tenía un sirviente llamado Barbán. Debe de ser él quien enciende las luces de Etemenanki, ignoro con qué propósito.
—Espero que nuestro camino no nos lleve hasta allí. La idea de escalar una torre más alta que las montañas y ver que el cielo es negro en pleno día no me seduce. Si hemos de guerrear, prefiero que lo hagamos con los pies bien plantados en la tierra.
En aquel momento, Kratos no podía tan siquiera intuir que iba a combatir en parajes aún más extraños y que contemplaría las montañas de Agarta desde una altura mucho mayor que la de Etemenanki.
Apartó la mirada de las alturas. En la meseta, que todavía era un vasto mar de sombras, flotaba una mancha blanca fantasmal que se alejaba hacia el este.
—
Riamar
—dijo Baoyim—. Lleva desde ayer galopando por delante de nosotros.
—Lo sé.
—
Riamar
es muy listo. Si viaja en nuestra misma dirección, eso significa que volveremos a ver a Derguín.
Kratos no contestó. Sospechaba lo mismo, y era un pensamiento que despertaba emociones contradictorias en él. Se habían separado de mala manera, echándose en cara acusaciones injustas. Por otra parte, si iban a combatir contra los dioses necesitarían al Zemalnit. ¡Qué bien les habría venido la Espada de Fuego para destruir la estatua de Anfiún! Por desgracia, Derguín la había perdido, y mientras no lograra recuperarla sólo sería un Tahedorán más. Tan bueno como él, pero...
Sí, en el fondo yo sólo soy un hombre más
, se dijo.
A no ser que la aparición del sueño fuera veraz, y que Tarimán estuviera forjando para él otra espada de poder.
—Mañana llegaremos a Atagaira.
El comentario de Baoyim recordó a Kratos el mensaje de Dilmaril, regente de Atagaira, que les había llegado atado a la pata de un cayán. Estaba dispuesta a ofrecer paso a los Invictos. «Pero mientras os encontréis en los subterráneos de Atagaira viajaréis con los ojos vendados y sin armas», añadía la carta.
—No estoy dispuesto a aceptar esas condiciones —dijo Kratos—. Son humillantes.
—Te entiendo,
tah
Kratos. Pero tú también debes ser comprensivo. Los únicos varones extranjeros que entran en Atagaira son los prisioneros que nos sirven en los harenes.
—Salvo Derguín y El Mazo.
—Ellos eran dos. Vosotros sois setecientos. Es casi una invasión. ¿Permitirías tú que setecientas Atagairas se plantaran en Nikastu, recorrieran sus murallas e inspeccionaran sus defensas?
—En circunstancias normales, no. El problema es que no vivimos circunstancias normales.
Baoyim suspiró.
—Conozco bien a Dilmaril. Es tía mía, aunque me temo que eso no servirá de nada. Su cabeza es tan dura como el granito de Acruria. Tendrás que ceder a sus exigencias.
—Eso ya lo veremos.
—¡Ahora eres tú quien se obstina!
Kratos la miró entrecerrando los párpados, ya de por sí rasgados.
—¿Cabalgar por unos túneles que no conocemos, con los ojos vendados, inermes, sin escapatoria posible en caso de que nos traicionen? ¿Te parece una opción razonable?
—Las Atagairas no os traicionarán.
—Baoyim, sé que eres una persona honorable. Te admiro y te respeto como guerrera, algo que pensé que jamás le diría a una mujer.
Ella enarcó una ceja.
—Lo mismo podría decir yo de un hombre.
—Pero entre las tuyas hay frutas podridas, como las hay en la Horda. ¿Acaso no fue tu prima Ziyam quien traicionó a Derguín y asesinó al Mazo?
—Dilmaril no es así.
—No la conozco. Pero el poder cambia a mucha gente. —Kratos sacudió la cabeza, rotundo—. No cumpliremos las exigencias de Dilmaril.
Baoyim suspiró.
—Entonces habrá sangre.
—Si no hay más remedio, que así sea —dijo Kratos, y se marchó sin añadir más.
Por desgracia, alguien había observado aquella conversación desde las sombras, a demasiada distancia como para entreoírla. Aidé podría haber interpretado de otra manera los ademanes cada vez más enérgicos, la forma en que Kratos y Baoyim agachaban el mentón al hablar y la frialdad de la despedida. Pero apenas había dormido, se había levantado con el estómago revuelto y, aunque ni ella misma se daba cuenta, no podía pensar con claridad.
Es una discusión de amantes
, pensó. Sí, aquélla era la demostración palpable de que Kratos y aquella zorra Atagaira andaban liados.
En el este el cielo empezaba a clarear, pero las cumbres nevadas de las montañas eran borrones blancos para Aidé. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
Oh, dioses
, pensó, olvidando que estaban en guerra con ellos,
¿por qué he venido hasta aquí?
Y sabía que las jornadas venideras serían aún peores.
Y
a he neutralizado todos los sensores de Tarimán —dijo Taniar.
—¿Estás segura? —preguntó Tubilok.
Taniar se volvió hacia el rey de los dioses. Ambos se hallaban en la sala de control, pegados al suelo por la débil gravedad que producía la rotación del cilindro.
Ante ellos flotaba un modelo a escala del Bardaliut. Era un holograma sólido, formado por partículas electrostáticas que se movían en el aire siguiendo los patrones de un campo magnético controlado por Taniar. El cilindro de cuatro metros representaba el hábitat principal, que en realidad medía cuarenta kilómetros de un extremo a otro. Los dioses lo conocían como Isla Tres, un nombre tomado de un antiquísimo proyecto de ciudad espacial que ellos habían convertido en realidad.
A todo lo largo de la longitud del cilindro corrían dos franjas transparentes, sendos ventanales a los que llamaban oriente y poniente. En realidad no tenían orientación fija, ya que Isla Tres giraba sobre su propio eje veinte veces por hora para crear una gravedad artificial equivalente a la de la vieja Tierra. Por esos ventanales entraba la luz del Sol; no de forma directa, sino a través de dos enormes espejos ensamblados al casquete norte del cilindro, que podían desplegarse y girarse para capturar los rayos del astro rey y reflejarlos hacia el Bardaliut. Entre oriente y poniente corrían dos franjas cuyo ancho era el doble, los valles. Formaban la tierra firme del Bardaliut, más de ochocientos kilómetros cuadrados de bosques, jardines, colinas, lagos y palacios.
En un extremo del cilindro, más allá del casquete norte, se extendía un disco protector de metro y medio de radio, quince kilómetros en la realidad. Al otro lado de aquel escudo se encontraba el reactor de fusión que suministraba energía al hábitat.
Por el lado opuesto, el casquete sur estaba unido a un cilindro mucho menor, la sala de control donde se encontraban ahora. En el holograma medía tan sólo un centímetro. De dicha sala partía un conducto de tres kilómetros que en la maqueta flotante quedaba reducido a un hilo de luz. El túnel llevaba hasta el observatorio, un habitáculo esférico orientado directamente hacia el Sol, pero protegido de él por una sombrilla de materia programable.