Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
En cualquier caso, moriría. Por eso debía buscar universos de transición, con reglas que le permitieran sobrevivir.
No lo pienses ahora
, se dijo. Si recordaba el terror y la alienación que había sufrido en aquel viaje, no se atrevería a repetirlo.
Y no le quedaba más remedio que volver a internarse en el Prates. Pues para conseguir una espada de poder, tenía que templar la hoja en una fuente de energía inconmensurable: el corazón de una estrella de otro universo.
Como había hecho con
Zemal
.
Cuando terminó de hacerlo, la IA alojada en el pomo había escrito sus propios versos en la empuñadura, grabados en la lengua de los Arcanos.
Tarimán dheios ghalkéus
en tais Pratus bhloxí bhriktu
ten aidhus mághairan eghálkeusen.
«Tarimán el dios herrero
en las llamas del terrible Prates
forjó la Espada de Fuego.»
La IA lo había entendido bien. Terrible era el Prates, en verdad. Como terrible había sido la ira de Tubilok al regresar...
A
l salir de la cámara de descompresión al túnel de Klein, Tarimán sentía tales náuseas físicas y mentales que vomitó. Era la primera vez que le ocurría desde hacía miles de años. El contenido de su estómago flotó ante él como una especie de Cinturón de Zenort compuesto por partículas de comida en lugar de rocas.
Y de pronto, aquellos fragmentos empezaron a girar y desaparecieron de la vista, arrebatados por un torbellino. El olor ácido del vómito se esfumó del aire, sustituido por el dulzón del azufre.
Ese olor que tan sólo existía en su cerebro le recordó a Tarimán las sensaciones que había vivido en el Prates, lo que le provocó nuevas arcadas.
La segunda oleada de vómito también fue devorada por un remolino gravitatorio. El dios que lo había invocado flotaba en el centro del túnel, a menos de cinco metros.
Tubilok. La fetidez a azufre significaba que acababa de teleportarse y no llevaba demasiado rato esperando fuera de la puerta. Tarimán tenía la impresión de haber hecho un viaje eterno, pero sabía que en tiempo correspondiente del universo Alef podía haber pasado allí dentro menos de un minuto.
Al lado de Tubilok flotaba Gamdu, con las alas a medio desplegar para no rozar con ellas a su amo. Tarimán se preguntó si Tubilok lo había teleportado con él, o si acaso el demonio metálico estaba guardando la puerta situada al otro lado del Prates y había llegado hasta allí por el sistema de anillos.
En realidad, eso daba igual. Podía prescindir de la respuesta.
Bajo el yelmo transparente, los ojos de Tubilok giraban frenéticos a todos lados, como brújulas que hubieran extraviado el norte.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Quién ha abierto el portal?
No puede verme
, se dijo Tarimán, y al comprender que tampoco podía leer sus pensamientos, añadió para sí:
Cabrón tirano y asesino
.
Pero para los ojos facetados de Gamdu no era invisible. El monstruo señaló a Tarimán con dos de sus brazos y exclamó:
—¡Es el herrero cojo, mi señor!
—¿Dónde está? Yo no lo veo.
¿Ves cómo funciono?
, le transmitió
Zemal
.
Ya había sido forjada y templada, y se había convertido en la Espada de Fuego. Por ahora, reposaba dentro de la vaina, conteniendo la energía que había robado de aquella estrella alienígena; pero estaba ansiosa de entrar en acción.
Desenfúndame. Empúñame como un guerrero. Venga mi memoria. ¡Aniquila a Tubilok!
Pero un miedo que ninguna endorfina podía controlar se había apoderado de Tarimán. No se lo infundía Tubilok, sino el recuerdo de lo que había visto allí dentro, si es que el verbo «ver» era adecuado para las sensaciones experimentadas en el Prates. Aquel pánico sobrenatural paralizaba sus reacciones y embotaba sus pensamientos.
Ahora, mil años después, se dijo que, si no hubiese salido del Prates en estado de shock, tal vez habría hecho caso a la IA de
Zemal
, la habría desenfundado y él mismo habría acabado con Tubilok. Pero agua pasada ya no podía mover molino.
—¡Está ahí delante, mi señor! —dijo Gamdu—. ¡Es el que acaba de salir de la puerta!
El gesto de desconcierto de Tubilok era casi cómico. Sus ojos debían estar viendo a Tarimán. Pero, como la información no llegaba a procesarse en su cerebro, éste ordenaba que los ojos siguieran girando en todas direcciones para buscar al dios herrero.
—Si te estás burlando de mí, Gamdu, te convertiré en un montón de hojalata —amenazó Tubilok.
—Deja que yo mismo me encargue de él, mi señor.
Tarimán había vencido antes a Baldru, pero ahora la perspectiva de enfrentarse a su hermano Gamdu le hacía temblar como una hoja de álamo. Lo mejor sería cumplir con la promesa que le había hecho a Tubilok. Sí, se arrodillaría ante él y le ofrendaría la espada recién forjada. ¿Cómo se le había ocurrido, cómo había concebido siquiera el descabellado sueño de derrocar al dios supremo?
Una silueta dorada, escurridiza como una gran anguila con alas, serpenteó en el aire detrás de Tubilok y Gamdu.
Me has desobedecido, Ónite
, transmitió Tarimán.
No te he desobedecido. Me he ido como ordenaste, pero no me prohibiste regresar. Voy a sacarte de aquí
.
No, eso era imposible. No lo conseguirían juntos. Pero había otra posibilidad. La mente de Tarimán empezó a funcionar, por fin. Tubilok no podía leerla, ni podría mientras tuviera la espada consigo. Debía dar sus instrucciones a toda prisa y luego borrarlas de su cabeza.
Orden prioritaria, Ónite. Llévate la espada a la ciudad prohibida de Tártara y arrójala allí, donde los dioses no puedan encontrarla
.
Yo no puedo entrar en Tártara
, respondió la dragona.
Zemal
sí podrá
.
No había tiempo para más, pues Aridu ya estaba levantando sobre su cabeza un brazo armado con un látigo de plasma. Tarimán visualizó nueve números y entró en la quinta aceleración. Después rompió las trabillas que unían la espada a su arnés y, con vaina incluida, la levantó sobre su cabeza.
¿Qué haces?
, preguntó la IA de
Zemal
.
Encuentra a un guerrero digno de ti. ¡Adiós, amada mía!
Con la fuerza extra que le daba la aceleración, Tarimán la lanzó entre Tubilok y Gamdu. La espada voló girando y silbando en el aire como una exhalación. Ónite, comprendiendo lo que debía hacer, se apresuró a su encuentro y la atrapó entre las fauces.
Gamdu se volvió y señaló a la dragona.
—¡Se te escapa, mi señor! ¡Se lleva esa espada!
Tubilok giró el cuello.
—¿De qué demonios estás hablando, necia criatura?
Ahora es a ella a quien no puede ver
, se dijo Tarimán, y al momento reprimió aquel pensamiento. Sin salir de la aceleración, empezó a borrar los recuerdos de todo lo que había hecho.
—¡Es un dragón de metal, mi señor! ¡Se lleva la espada!
Sin esperar más órdenes, Gamdu desplegó las alas y encendió los reactores de sus pies. Ónite ya se había revuelto como una culebra para huir hacia el otro extremo del túnel. Gamdu voló tras ella, disparando proyectiles explosivos que despertaron ecos atronadores en las paredes.
—¡Necio! —bramó Tubilok, en un grito eterno que a los oídos acelerados de Tarimán les sonó como
Nnneeeezzzz-iii-oooooo
—. ¡No utilices esas armas aquí!
La dragona se convirtió en una mota dorada que se perdió en las profundidades del túnel, y Gamdu en una pavesa incandescente que tardó un poco más en desaparecer de la vista. Con sus retinas dobles quemadas por la lucha contra Baldru, Tarimán dejó de verlos a ambos.
Mas el divino herrero tuvo tiempo de entregarle la Espada de Fuego a Ónite, la mensajera alada. Ésta huyó perseguida por los pájaros negros de Tubilok, y cruzó medio mundo...
Así rezaban ciertos relatos. Y es cierto que Ónite tuvo que atravesar medio mundo, aunque no de la forma en que se imaginaban los narradores. Pero ésa era otra historia que en aquel momento importaba poco a Tarimán.
Ahora, sólo existía para él Tubilok. Los tres ojos volvían a verlo por fin, y el dios herrero se sentía indefenso y desnudo.
Lo que no comprendía era por qué Tubilok no había reparado en él hasta este preciso instante. Pues los detalles de su plan habían vuelto a desaparecer de su memoria consciente al mismo tiempo que él salía de la aceleración.
Lo único que recordaba era una sensación de miedo tan intenso que ahogaba todas las demás.
Las nueve pupilas estaban clavadas en él, sin moverse.
—De modo que, pese a mi prohibición, has querido probar el fruto del árbol del conocimiento. ¡Has querido ser como tu dios y señor!
—No te entiendo —tartamudeó Tarimán. Los ojos se le clavaban como brasas, pero no se atrevía a apartar la mirada.
—¿Que no me entiendes? No finjas ser obtuso, como Anfiún o Pothine. ¡Te has atrevido a entrar en el Prates!
¿Lo he hecho?
, se preguntó.
La respuesta era afirmativa, y aterradora.
—¡Es un lugar horrible, mi señor! ¡Estoy arrepentido! —exclamó Tarimán, y su contrición era sincera.
Una sonrisa cruel curvó los labios de Tubilok, que apuntó con su lanza a Tarimán.
—Percibo en ti un pavor indigno no ya de un dios, sino incluso de un humano. Estás aterrorizado como un conejo.
—Lo estoy, mi señor.
—Con razón se dijo que el pecado acarrea su propia penitencia.
—He aprendido la lección, mi señor.
Tarimán trató de ponerse de rodillas, pero flotando en el eje del túnel tan sólo consiguió provocar un ridículo giro. A mitad de la segunda vuelta se detuvo en seco. Comprendió que era el poder de Tubilok lo que lo había frenado en el aire.
—Esta vez tu pena no será tan llevadera como una simple cojera, mi antiguo amigo. Voy a darte a elegir entre dos castigos. ¿Prefieres que absorba tu alma con la lanza de Prentadurt?
—¡Es un destino horrible, mi señor!
Incluso ahora, mil años después, el recuerdo de su humillación y su indignidad mortificaba a Tarimán. Pero era disculpable. En aquel momento, el terror del Prates y el borrado acelerado de su memoria embotaban su mente.
—Entonces significa que prefieres el segundo castigo. Ya que tanto ansiabas entrar en el Prates, voy a encerrarte en él por el resto de la eternidad.
—¡No, mi señor! ¡Quítame el alma, haz con ella lo que quieras, pero no me dejes entrar allí de nuevo!
Al menos, pensó, ignoraba lo que había dentro de la lanza, qué tipo de infierno debería compartir con las almas encerradas en su interior. En cambio, sí había descubierto los horrores indescriptibles que reinaban en el Prates.
Sobre todo, había intuido la presencia de las Moiras. ¿Quién podía estar tan loco como para oponerse a ellas?
—¿Me llamas loco? —estalló Tubilok. Sus labios se contrajeron de rabia.
—Yo no... Sólo pensé...
—¿Tú, tullido, insensato, cobarde y falsario, te atreves a llamar loco a tu amo y señor? ¿Sólo porque no comprendes la grandeza de mis miras, el alcance de mi ambición?
—¡Perdóname, mi señor!
—De modo que lo que más te aterroriza es la idea de quedar encerrado en el Prates, desterrado de tu universo el resto de la eternidad. Esa misma perspectiva que a mí me llena de emoción, la conquista de nuevos horizontes y nuevas dimensiones, a ti te encoge de miedo. ¡Cómo me has decepcionado, Tarimán!
—Lo siento, mi señor. ¡Merezco ser aniquilado! ¡Dame muerte y acaba con mi indignidad!
De nuevo aquella sonrisa cruel.
—Ni lo sueñes, herrero cojo. Has cometido el peor crimen, el pecado original. Por eso yo te destierro del universo que en tu cortedad de miras crees un paraíso, y te arrojo a las llamas de tu infierno, donde será el llanto eterno y el rechinar de dientes.
Y de este modo, el rey Tubilok arrojó a Tarimán a las tenebrosas mazmorras del inframundo.
A
sí fue, recordó ahora Tarimán.
Menos mal que podía censurar esa parte de sus memorias. Porque su segunda estancia en el Prates fue mucho más larga. ¿Era justo acusarlo de cobarde?
—¡No! —exclamó, tomando en sus manos el germen de la nueva espada—. ¡No soy un cobarde!
Los valientes, se dijo, no eran los insensatos como Tubilok, que no comprendían las consecuencias de sus actos ni aunque se las restregaran en la cara.
El verdadero valiente era quien, conociendo la fuente de la que emanaba su terror, estaba dispuesto a enfrentarse de nuevo a ella para cumplir con su deber.
Bueno, añadió para sí Tarimán con una sonrisa torva. No sólo era una cuestión de cumplir con su deber.
También pretendía, diez siglos después, rematar su venganza.
No iba a conformarse con encerrar a Tubilok en una trampa de materia exótica y lava fundida.
Esta vez no cejaría hasta verlo aniquilado.
E
l día 14 de Bildanil, Derguín y El Mazo llegaron a Lantria, en la costa del continente. Lantria era un puerto floreciente gracias a la calzada Nortina, que servía de unión entre Zirna y la Ruta de la Seda al norte y el mar de Ritión al sur.
Más allá de los largos espigones de hormigón que cerraban el fondeadero se alzaba un tupido bosque de mástiles y cordajes. Sobre los palos y cofas el viento hacía flamear banderas y gallardetes de más de treinta ciudades Ritionas, y también ondeaban pabellones con los dientes de sable de Áinar y los dragones de seda de la lejana Pashkri.
Al ver aquello, a Derguín le vino a la memoria Narak. En un día cualquiera, en sus tres puertos atracaban el cuádruple de barcos que en Lantria. Ahora, aquel esplendor que tanto había costado construir se había convertido en un recuerdo, reducido a ceniza y escoria. La orgullosa Narak, la antigua dueña del mar. La primera víctima de la guerra entre dioses y hombres.
—¿Qué te pasa? —le preguntó El Mazo.
Derguín se enjugó una lágrima. Desde que Ariel le robó la Espada de Fuego, sus emociones se habían vuelto tan intensas como tornadizas, y tan pronto rompía a reír a carcajadas como sentía deseos de llorar. Mas si su ánimo hubiera sido la paleta de un pintor, los colores predominantes habrían sido el gris plomizo de la tristeza, el púrpura de la sangre y el negro de la desesperación.