Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
—¿Es verdad que hay tanto miedo en los caminos? —le preguntó El Mazo, por trabar conversación.
—¿Y cómo no va a haberlo? —respondió el jefe de posta, corroborando el dicho de que los Pashkriri siempre contestan a una pregunta con otra—. Las noches en que no se ven las lunas siempre se han considerado de mal agüero. ¡Y ya llevamos nada menos que cinco en tinieblas! ¿Cuánto más durará esta maldición de los dioses?
Cuando las lunas vuelvan a iluminarse y se abran las puertas del infierno, desearás que sigan las tinieblas
, pensó Derguín.
—Tal vez los eruditos equivocaron sus cuentas en el calendario y es ahora cuando nos va a caer encima el año Mil —prosiguió el hombre de los Bazu.
Derguín negó con la cabeza.
—Yo he consultado los
Almanaques de las tres lunas
y la
Crónica secular de Áinar
, y estoy seguro de que los calendarios son correctos. Estamos en el año 1002. Aunque sea por poco tiempo —añadió, al caer en la cuenta de que faltaba mes y medio para terminar el año. O tan sólo medio mes para que se acabara el mundo.
—¿Seguro? Piensa en los desastres que se vaticinaban para el año Mil. Pues todos ellos están ocurriendo en estos días. ¡Un rostro en el cielo, lluvia de estrellas fugaces, lunas que desaparecen!
—Eso asusta al más pintado —reconoció El Mazo.
—Pero no es todo. Hay cosas mucho peores. Las noticias vuelan en alas de cayanes. ¿No sabéis lo que ha ocurrido en Narak?
Derguín y El Mazo cruzaron una mirada de inteligencia.
—¡Ah, veo que algo sabéis! ¿Es cierto que toda la ciudad ha quedado abrasada como si hubiera estallado un volcán?
—Algo así nos dijeron en Lantria, aunque no lo hemos visto en persona —contestó Derguín, bajando la vista a su copa de vino aguado para eludir los ojos prominentes del Bazu.
—¡Narak, la joya de Ritión! ¿Qué será de nosotros sin su flota? ¿Qué ocurrirá si Áinar decide aprovechar el desastre para conquistar el mar de Ritión? —El jefe de postas meneó la cabeza—. Pero los Ainari también tienen sus problemas. ¿Sabéis que en Koras las estatuas de Pothine y Rimom cobraron vida y destruyeron el palacio imperial y muchos templos? ¡Los dioses demoliendo sus propias mansiones! Eso debe significar que están muy descontentos con nosotros.
Derguín enarcó una ceja. En el camino había escuchado algún rumor, pero sin otorgarle demasiado crédito. Portentos similares —estatuas que lloraban sangre o se apeaban de sus pedestales, sapos que llovían del cielo, perros que cobraban el don de la palabra, ríos que fluían corriente arriba— se contaban a menudo. Siempre ocurrían en lugares lejanos, de tal suerte que quien los refería nunca los había visto en persona. «Pero mi primo conoce a un tipo al que se lo han contado», era el comentario habitual.
Sin embargo, el Bazu parecía hombre bien informado. Además, ¿no habían visto El Mazo y él cómo la estatua de Tarimán se movía, hablaba y realizaba otros prodigios aún más pasmosos?
—Eso no ha ocurrido sólo en Koras —continuó el jefe de posta—. Hoy mismo nos han llegado noticias de Kitampri. Allí ha sido la mismísima Shirta, la patrona de la ciudad, la que ha incendiado todos los barcos del puerto, ha derruido media muralla y ha arrasado los Jardines del Viento.
—¡Los Jardines del Viento! —repitió Derguín—. ¿Quién querría destruir algo así?
—¿Conoces Kitampri? —preguntó el Bazu.
Derguín asintió. Había pasado por ella al regresar del certamen por
Zemal
. Era una ciudad casi tan rica y populosa como Narak.
—Esos jardines eran muy hermosos —explicó Derguín—. Se levantaban sobre trece terrazas talladas en la roca a modo de pirámide natural, y en cada una de ellas crecían árboles y flores de distintas regiones de Tramórea. Entre terraza y terraza caían cascadas, y cuando el agua llegaba abajo volvía a subir por canales subterráneos.
—¡Me habría gustado ver ese lugar! —exclamó El Mazo.
—Pues me temo que ya nadie lo verá —dijo el jefe de posta.
Derguín se entristeció. Los jardines estaban considerados una de las maravillas de Tramórea, junto con la gran pirámide de Malib, la torre de los Numeristas en Koras o el Templo de las Mil Agujas en Pashkri. Al parecer, antes de la aniquilación definitiva los dioses se divertían destruyendo las cosas hermosas construidas por los hombres. Lo paradójico, y aún más deprimente, era que muchas de ellas las habían creado para ofrendárselas a las mismas divinidades que gozaban borrándolas de la faz de Tramórea.
El día siguiente volvió a amanecer encapotado. El cielo estaba cubierto por un techo gris y difuso bajo el que pasaban volando nubes sueltas y blancuzcas, sucias como ovejas descarriadas en un barrizal. El viento venía del norte y sus hostigos arrastraban ráfagas de agua que se les metían en los ojos y les obligaban a agachar la cabeza. El agua sabía a tierra y dejaba la piel pegajosa, y los charcos entre las piedras de la calzada se veían pardos y espesos, como si la lluvia ya cayera enlodada del cielo.
Pese al mal tiempo, Derguín azuzó a las nuevas cabalgaduras tanto como a las de jornadas anteriores. A media mañana se cruzaron con un grupo de penitentes que se habían desgarrado las túnicas para flagelarse los hombros, se echaban ceniza y barro en los cabellos e impetraban a los dioses. Un hombre alto y de rostro famélico, con una barba que le llegaba hasta la cintura, alzó los brazos al verlos pasar y exclamó:
—¡El fin del mundo se acerca! ¡Limpiad vuestras almas! ¡Purificadlas con el fuego!
Derguín habría jurado que lo conocía. Si la memoria no le fallaba, era uno de los Filósofos de la Sinrazón que un par de años antes propalaban las doctrinas incendiarias de Yibul Vanash en Zirna. Durante un tiempo esas creencias habían estado de moda, hasta que se conocieron las atrocidades que los Aifolu cometían en su nombre y aquellos profetas de la locura se escondieron debajo de las piedras.
El caso es que al final tendrá razón
, se dijo Derguín.
El día 16 durmieron en Rurli, un pueblo afamado por su repostería. Para homenajear a sus pasteleros —y de paso a sí mismo—, El Mazo se zampó él solo un bizcocho de kilo y medio empapado en chocolate y recubierto de cerezas. Mientras tanto, Derguín removía con desgana un tazón de natillas con piñones y preguntaba a Gurmas, encargado de aquella estafeta, si había visto a ocho mujeres que viajaban solas, cinco de ellas Atagairas armadas.
Gurmas no tenía noticia de tan peculiar comitiva. Pero le informó de nuevas que interesaron sobremanera a Derguín. Como tantas otras, le habían llegado gracias a cayanes mensajeros, pues ni el servicio de postas más eficaz podía trasladar rumores con tanta celeridad, y menos desde el Norte semisalvaje donde apenas existían calzadas dignas de tal nombre.
—Las estrellas fugaces que cayeron del cielo la noche del diez de Bildanil se abatieron sobre Mígranz y borraron la fortaleza de la faz de la tierra —dijo Gurmas, que parecía complacerse con morbosa fruición narrando el desastre—. Dicen que esta lluvia sucia que lleva cayendo varios días es por culpa del fuego del cielo.
—Tiene lógica —repuso Derguín, pensando en las nubes de polvo y tierra que habrían levantado las rocas celestes. De pronto recordó algo que le había comentado Kratos antes de su discusión—. Había un ejército Trisio asediando Mígranz. ¿Qué ha sido de él?
—¡Aniquilado! No ha quedado ni rastro de esos piojosos. Pero no es la única buena noticia.
Derguín enarcó una ceja. Por muy bárbaros que fueran y por lejos que estuviera Mígranz, había que ser bastante mezquino para alegrarse de tamaña calamidad. No obstante, en lugar de criticar a su informante, lo animó a continuar.
—Además había un ejército Ainari. No un simple destacamento, no. ¡Un ejército imperial! Cincuenta mil soldados, por lo menos. También aniquilados.
El Mazo se limpió la barba de chocolate y frunció el ceño.
—¿Tan feliz te hace la muerte de cincuenta mil Ainari?
Como Gaudaba, había sido jefe de una cuadrilla de rebeldes contra el poder imperial, y Derguín jamás le había oído una sola palabra buena sobre el gobierno de Koras. Pero no dejaba de ser Ainari, y no le hacía ninguna gracia que un Ritión se alegrase de las desgracias de sus compatriotas.
Pese a que el jefe de posta se hallaba en su terreno, debió evaluar el tamaño de los músculos del Mazo y lo fosco de su gesto y reculó.
—Te pido disculpas, amigo. Por tu acento, deduzco que eres Ainari. No es de personas decentes congratularse del mal ajeno. Pero bien es cierto que los Ritiones veíamos con mucha desconfianza que un hombre tan belicoso como Togul Barok hubiera llegado al trono. Ahora esa amenaza ya no existe.
—¿Cómo? —preguntó Derguín, dando un respingo—. ¿A qué te refieres? Aunque haya perdido un ejército, Áinar puede reclutar más.
—Me refiero a que el mismísimo emperador mandaba las tropas que acudieron a romper el cerco de Mígranz. Ahora el trono de Koras ha quedado vacío, y no hay herederos.
Derguín volvió a retreparse en la silla y se acarició el mentón, pensativo. ¿Togul Barok muerto?
No. No lo creía. No porque Togul Barok tuviera sangre de dioses o porque le hubiera visto levantarse tras atravesarlo de parte a parte con una estocada. Se trataba de algo más visceral. Tenía el presentimiento de que, si Togul Barok moría, él se enteraría de alguna manera, como si estuvieran unidos por un invisible cordón umbilical.
Dos hermanos medio hermanos
lucharán por la luz.
Cuando un medio hermano
posea de Tarimán el arma
entonces lanza negra y espada roja
entre sí chocarán en el terrible Prates
donde arden por siempre las llamas del gran fuego.
La profecía escrita por Kalitres en aquel viejo volumen de la biblioteca de Koras tenía que cumplirse. Para ello, por supuesto, él debía recuperar la Espada de Fuego. «
Zemal
necesita una compañera», le había dicho Tarimán a la orilla del mar. Eso sugería, o así quería interpretarlo él, que la espada iba a volver a sus manos.
Lo cual no significaba que, restaurado como Zemalnit, pudiera vencer a los dioses ni a su medio hermano Togul Barok. Pero ya se preocuparía de eso llegado el momento.
L
a segunda noche de cabalgata, los setecientos elegidos de Kratos durmieron en un campamento de los Khrumi, los habitantes nómadas de Malabashi. Era un asentamiento temporal donde habían pasado el verano; allí, a la vista de las nevadas montañas de Atagaira, los pastos eran más verdes y hacía menos calor. Pronto trashumarían hacia tierras más bajas, huyendo del frío inminente y buscando hierbas ya renovadas por las lluvias otoñales.
Kratos no guardaba muy buen recuerdo de los Khrumi o, por precisar más, de los Atavi sedentarios que al abandonar la ciudad se convertían en Khrumi. Había estado a punto de morir asesinado por ellos, y se había salvado tan sólo porque su hijo Darkos apareció en el momento más oportuno blandiendo una espada llameante y haciéndose pasar por el Zemalnit.
—Entonces no es tan mal recuerdo, padre —le dijo Darkos mientras entraban en aquel campamento, un gran anillo de tiendas en cuyo centro había un cercado de caballos y cabras—. Gracias a eso nos conocimos.
—Sí. Y gracias a eso también has podido chantajearme para que te permitiera venir con nosotros. Seguro que ya te has arrepentido.
—¡No, ni me voy a arrepentir! —respondió Darkos.
El muchacho estaba tan molido por la larguísima jornada a caballo que casi no podía bajar de la silla. Kratos tuvo que ayudarlo a desmontar. Él mismo sentía tales dolores y calambres que, si hubiese obedecido al reclamo de su cuerpo, habría caminado con las piernas abiertas como un marinero borracho atracado en un puerto. No lo hacía así por pura fuerza de voluntad, pero cada vez que plantaba los pies en el suelo le subía una cuchillada de dolor desde la pantorrilla hasta la cadera, y toda su espalda era una inmensa contractura.
Entre los Invictos, pese al cansancio y la ropa empapada, se oían bastantes comentarios jocosos sobre las rozaduras y agujetas, y cuando Gavilán comparó el estado de sus posaderas con las nalgas de un mandril desató un coro de carcajadas. Todos ellos estaban avezados a cabalgar y desde hacía meses era raro el día en que no plantaban el trasero en una silla de montar; pero la media jornada de la víspera y la completa de aquel día habían sido extenuantes. Habían subido a la silla antes de salir el sol para no apearse de ella hasta después de anochecer, salvo cuando cambiaban de montura, ya que cada uno llevaba tres caballos.
Y sólo hemos empezado el viaje
, pensó Kratos.
Sus anfitriones los Khrumi eran gente extremosa tanto en hospitalidad como en beligerancia. En esta ocasión demostraron la primera durmiendo fuera de sus tiendas para que los Invictos pudieran pernoctar con un techo sobre sus cabezas, aunque fuese de tela. También compartieron con ellos su cena, encendieron hogueras para que se secaran después de los dos chaparrones que les habían caído durante el día y almohazaron y alimentaron a sus caballos. A cambio, los Invictos no tuvieron más remedio que brindar con ellos bebiendo su tristemente célebre licor de leche fermentada.
Kratos había avisado a sus hombres de que no sólo no debían tocar un pelo de la cabeza a las mujeres Khrumi, sino ni tan siquiera atreverse a mirarlas. Derguín le había contado que se vio obligado a huir de un poblado como ése a uña de caballo por culpa de un desliz amatorio del Mazo.
En realidad, se trataba del mismo campamento. Kratos no tardó en comprobarlo. Uno de aquellos nómadas, tocado como todos ellos con un turbante en el que había enganchado un cuchillo de filo ondulado, llevaba colgada del cinturón una calavera monda y amarillenta. Los cráneos humanos desnudos tienden a parecerse, pero Kratos habría jurado que aquél era
Faugros
, el extraño amuleto que El Mazo llevaba siempre encima. Al acercarse más, la muesca que tenía en el hueso frontal se lo corroboró. Era la marca dejada por las garras de un enorme lagarto bípedo que los había atacado durante su viaje por el río Ĥaner. De pronto todos aquellos días intensos y terribles le volvieron a la cabeza. Tylse la Atagaira había matado a aquel lagarto con su espada. Después, ella misma había perecido mordida por una serpiente. De los demás que hicieron aquel viaje con Kratos, el odiado Aperión había muerto, y también Krust, y El Mazo, y de Linar no había vuelto a saber nada jamás.