Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Recordando un proverbio atribuido a los Khrumi, Kratos pensó con melancolía:
En verdad que somos arena en el viento
.
—¿Por ventura no pasarían por aquí en verano un hombre grande y peludo como un oso y otro más joven y delgado? —le preguntó al tipo del cráneo.
El Khrum interrogado se atusó la barba y frunció las cejas.
—¿Acaso eran amigos tuyos esos dos perros lujuriosos? —dijo en tono hostil. Tenía los dedos demasiado cerca de la empuñadura del cuchillo para la tranquilidad de Kratos, que decidió improvisar algo.
—¡En absoluto! Ambos eran enemigos míos.
—¿Cuán enemigos? —preguntó su interlocutor en tono dramático. Incluso en conversaciones privadas, los Khrumi tendían a hablar como oradores ante una multitud, con aspavientos y grandes voces.
—Esa calavera que llevas ahí es la cabeza de mi hermano Faugros —respondió Kratos—. El gigantón lo mató para robarle su ganado, y no contento con eso tuvo la desfachatez de decapitarlo y descarnar su cráneo para quedárselo como trofeo. ¿Ves la cicatriz de la frente? Se la hizo con una piedra, el muy traidor.
—¡Oh, qué ultraje! Aquí también cometió un crimen. ¡Deshonró a nuestro jefe! Le robó el honor a su hija. ¡Que los dioses nos concedan que vuelva a caer en nuestro camino, o que al menos le den una mala muerte! —El Khrum desató la calavera de su cinturón y se la tendió a Kratos—. Toma esto, extranjero, para que puedas enterrar a tu hermano.
—Yo no... —De pronto, Kratos se arrepintió de haber inventado aquella absurda historia.
—¡Ten! Así, cuando llegue el Día de la Retribución tu hermano Faugros podrá presentarse ante Vanth de cuerpo entero.
Al final, Kratos se encontró, entre otros presentes de hospitalidad, con aquel cráneo del que nadie salvo El Mazo sabía a quién pertenecía. Derguín sospechaba que podía ser de su joven esposa, que había muerto tras ser violada por un noble Ainari; pero no lo sabía con certeza.
Mientras metía la calavera en una alforja con la intención de enterrarla en cuanto se presentase la ocasión, vio que Ahri seguía sentado sobre el lomo de su yegua, a unos cuantos pasos del cercado donde los Khrumi atendían a las demás monturas. El Numerista tenía las manos cruzadas sobre el arzón y no se movía. Si no fuera porque sus enormes ojos de búho estaban abiertos, Kratos habría jurado que se había quedado dormido encima de la silla.
—¿Qué tal va nuestro pequeño misterio, Ahri? —le preguntó.
La víspera le había revelado las claves de las tres Tahitéis, un secreto que podría costarle la vida si algún otro Tahedorán se enteraba. Según Kalitres, existían más aceleraciones y los dioses las conocían. La misión de Ahri era averiguar las series de números que las invocaban. Kratos sospechaba que las cifras de aquellas series eran arbitrarias. Pero si se equivocaba y obedecían a algún tipo de lógica, nadie mejor para descubrirla que un Numerista obsesionado con los cálculos.
Ahri miraba a la nada. Kratos dio una palmada que restalló en el aire.
—¡Ahri!
El Numerista parpadeó tres veces seguidas y meneó la cabeza.
—Perdona,
tah
Kratos. Seguía dándole vueltas al asunto de las aceleraciones.
—¿Y esas vueltas te llevan a alguna parte?
Ahri pasó la pierna derecha sobre el lomo de la yegua y se deslizó hasta el suelo; una distancia muy corta, considerando la escasa alzada del equino y lo larguirucho que era él. Al desmontar no suspiró ni emitió gruñidos guturales, como hacían la mayoría de los expedicionarios al poner pie en tierra. Al parecer, el esfuerzo intelectual hacía que Ahri se abstrajera de las molestias físicas.
—¡Oh, me llevan a muchas partes y a ninguna a la vez! —dijo—. Pero he hecho algunos avances.
—¿Ya conoces al menos los números de la cuarta serie? ¿Puedes decírmelos?
Ahri lo miró con perplejidad.
—¿La cuarta serie? No,
tah
Kratos. Ni siquiera he llegado a averiguar todavía qué relación existe entre las tres primeras.
—Entonces, ¿se puede saber en qué has avanzado?
La impaciencia de Kratos era en parte fingida y en parte auténtica. Siempre resultaba divertido mortificar a Ahri, pero además éste le había hecho concebir la esperanza de conocer dos aceleraciones más.
A ratos, Kratos se preguntaba si no se trataría de una broma pesada de Kalitres. En su personalidad del Gran Barantán era muy dado a ellas. Así lo había demostrado al escribir la llamada
Crónica del Año Mil
, en la que afirmaba entre otras falacias que Derguín había luchado contra él a orillas del mar Ignoto y lo había herido de gravedad.
Pero si el hombrecillo no mentía, aquel secreto podría convertir a Kratos en el guerrero más poderoso que jamás hubiera pisado Tramórea. Ahora mismo, de todos los hombres que viajaban en aquella expedición, él era el único que había bebido la Mixtura y superado la prueba del Espíritu del Hierro. Si llegaba a conocer una cuarta Tahitéi, ¿qué rival mortal podría derrotarlo?
¿Habría una quinta? El Gran Barantán había dicho: «Echarás de menos conocer más aceleraciones». Eso parecía implicar al menos dos Tahitéis extra. Pero tal vez no había por qué tomar sus palabras de forma literal.
No obstante, había otra cuestión que lo preocupaba. ¿Resistiría su cuerpo de cuarentón el esfuerzo de una cuarta o una quinta aceleración?
Tres años antes, Kratos había estado a punto de morir por abusar de Urtahitéi. En aquella ocasión pasó acelerado el tiempo necesario para luchar contra los guerreros que rodeaban a Aperión y matar a varios de ellos, romper la cristalera del torreón principal de Mígranz con un pesado sillón, saltar por la ventana hasta un árbol, huir corriendo del patio de armas, llegar como una exhalación a los establos y ensillar a
Amauro
. Sólo después de montar en su caballo se había permitido pronunciar la fórmula para salir de Urtahitéi. En ese mismo momento, al notar los dolores musculares que le recorrían todo el cuerpo, comprendió que se había excedido, y mucho. Si Linar y Mikhon Tiq no lo hubieran cuidado en la aldea de Banta, seguramente no habría despertado del estado de inconsciencia en que llegó. Había tardado un día entero en recuperarse.
Era evidente que, cuando Ahri descifrase la clave —si es que existía—, Kratos tendría que usar las nuevas Tahitéis con mucha prudencia.
—Sí que he avanzado,
tah
Kratos —respondió el Numerista—. Para empezar, he descartado hipótesis erróneas.
—¿Descartar algo es avanzar? —se extrañó Kratos.
—Cuando uno llega a una encrucijada en la que se abren muchos caminos, es bueno descubrir cuáles llevan a extraviarse, ¿no crees,
tah
Kratos?
—Ya.
Kratos hizo ademán de marcharse. Si Ahri no había desentrañado el secreto todavía, aquella conversación perdía interés para él. Además, tenía muchas cosas que hacer, organizar y disponer.
Sin embargo, el Numerista no era persona que captara bien las señales tácitas que indican que un diálogo debe darse por terminado, e insistió en brindarle más pormenores de sus pesquisas.
—Hasta ahora he trabajado con sucesiones de potencias, y también con restos, progresiones aritméticas y logaritmos. En una ocasión he conseguido resultados prometedores, porque el algoritmo que estaba utilizando me permitió obtener la primera matriz de números. Pero al llegar a la segunda todo se descabaló. Entonces planteé la hipótesis de los...
Kratos le dio una palmada en el hombro.
—Creo que deberías descansar hoy, Ahri. Tienes mala cara. No quiero que te obsesiones. ¿No me contaste que el superior de tu orden se volvió loco calculando?
—Más o menos. Desde hace quince años, el Primer Profesor no se dedica a otra cosa que a extraer decimales de la raíz cuadrada de dos. Le tienen que dar de comer y beber, e incluso lo limpian cuando...
—¡Basta! No quiero saber ni cuándo ni por qué lo tienen que limpiar. Descansa y ya está. Sé que si tú no descubres ese secreto, nadie lo hará.
—
Tah
Kratos...
Oh, no, otra vez
. Se volvió de nuevo con un gesto de fastidio que no pretendió disimular.
—¿Y ahora qué pasa?
—¿Puedo decirte algo en confianza sin pecar de atrevido?
Sospecho que no, pero lo vas a hacer de todas formas
.
—Adelante.
—Me has comentado que tengo mala cara. Por eso me he decidido a decírtelo.
—¿El qué?
—Que a ti te ocurre lo mismo. Salta a la vista que algo te atormenta.
Kratos levantó los hombros e inspiró ruidosamente.
—¿Recuerdas cuando Gavilán te dijo que yo sólo uso cuatrocientas palabras al día? Creo que contigo ya las he gastado todas.
—Sólo has empleado ciento cuatro palabras antes de tu pregunta, y ciento veintiséis después. ¿Qué es lo que te aflige?
Kratos se vio a sí mismo desenvainando la espada y decapitando a Ahri con una Yagartéi. Respiró hondo y contestó:
—Media ciudad destruida, quinientas personas muertas, un viaje frenético a no sabemos dónde, una guerra contra los dioses. Bagatelas sin importancia.
—No pude evitar oír tu discusión con Aidé antes de salir de Nikastu.
—¿Que no pudiste evitarlo?
—No,
tah
Kratos.
—Pero ¿al menos lo intentaste?
—Proferíais gritos muy fuertes. Sobre todo ella.
En eso lleva razón
, pensó Kratos.
Ahri insistía.
—¿Estás triste pensando que os despedisteis enfadados el uno con el otro y que en el peor de los casos, si perecemos en este viaje, no os volveréis a ver?
—No sé si lo había pensado así, Ahri, pero te agradezco mucho que tú me lo recuerdes. Sin duda me levantará el ánimo.
—Quizá podrías escribirle una carta,
tah
Kratos. Tenemos cayanes. Podrías enviarle uno para decirle que la quieres y que la echas de menos. A las mujeres les gustan esas cosas.
—¿Tú me das consejos sobre mujeres? ¿No juraste ser célibe al convertirte en Numerista?
Ahri desvió la mirada y se rascó la frente, como si la estrella de siete puntas tatuada le quemara. Kratos sabía que había abandonado la orden precisamente por asuntos de alcoba.
—Es una parte de nuestra doctrina en la que nunca he estado de acuerdo. La experiencia propia y la ajena me demuestran que las tensiones que se crean cuando uno acumula eso en... Ya sabes.
—Sí, sé perfectamente qué es lo que se acumula y dónde.
—Lo que quiero decir es que esas tensiones no son beneficiosas para la concentración. El abuso de las actividades amatorias es perjudicial para un matemático, pues la extenuación del cuerpo repercute en la mente. Pero la abstinencia total produce obsesiones enfermizas que no permiten al pensamiento concentrarse y remontar el vuelo a las alturas místicas de los números.
Aprovechando que Ahri estaba tomando aire tras su retahíla, Kratos le propinó otra palmada en el hombro menos cariñosa que la anterior y dijo:
—Yo no sé contar palabras como tú, pero lo que sí sé es que esta conversación ha tenido ya demasiadas. Hay otros asuntos que debo atender. Tú descansa y ya pensarás en números en otro momento.
Ya le había dado la espalda cuando Ahri le dijo:
—¿Escribirás esa carta?
—¡Sí, maldita sea! ¡La escribiré! —gruñó Kratos sin volverse.
—He hablado con
tah
Kratos. Está muy arrepentido de haberse despedido de ti con tanta frialdad. Me ha reconocido que te ama y que te echa de menos, y que te va a escribir una carta.
Las palabras de Ahri eran sinceras. Aunque Kratos no había dicho literalmente eso, el Numerista, muy preciso en matemáticas, no lo era tanto en cuestiones de lenguaje. Además, adolecía de cierta tendencia a escuchar lo que quería.
—¿De verdad te lo ha dicho? —A Aidé se le aceleró el corazón. Pero al momento su humor cambió. Era algo que le ocurría mucho en los últimos días—. ¿Por qué le has hablado de mí? Puede sospechar algo.
—Tu disfraz es bueno, Aidé, y estás entre amigos de confianza.
—Todos sabemos que tu boca no es una tumba.
La nuez del Numerista subió y bajó como un huevo de codorniz enterrado bajo su piel.
—Ignoro qué puede haberme granjeado una fama tan injusta, cuando siempre he sido un confidente muy discreto.
—Por eso me cuentas siempre todo lo que hablas con Kratos: los dineros de la Horda, sus planes de batalla, las discusiones que tiene con Abatón...
—¿Es que no debería contártelo?
—¡Claro que sí!
—Entonces, ¿a qué tengo que...?
—¿De verdad te ha dicho que me ama?
—¡Sí, por supuesto! Además la devoción que siente por ti salta a la vista.
Ella sonrió y sus ojos se iluminaron. Pero enseguida la asaltaron dudas, y también un extraño sofoco, y se preguntó si en realidad merecía la pena toda esa locura. Se sentía agotada y tenía la espalda dolorida y la entrepierna magullada de dar botes durante horas en la silla de montar.
Para que Kratos no la reconociera, se había cortado el pelo a la altura de la nuca y se lo había teñido de rojo con una mezcla de sebo y ceniza de haya. Disimulaba la tez morena que había heredado de su madre blanqueándose constantemente con albayalde.
En cuanto a los pechos, los llevaba comprimidos por una banda bien prieta que le daba tres vueltas al cuerpo. No le venía mal para cabalgar, pues reducía los dolorosos rebotes. Pero aunque su embarazo era todavía tan temprano, Aidé ya notaba cómo se le empezaban a hinchar los senos y a ratos suspiraba por quitarse ese molesto ceñidor. Sin embargo, no quería revelar a nadie más que era una mujer. Tan sólo conocían su verdadera identidad Ahri, Gavilán y otros dos soldados de la compañía Terón que la flanqueaban durante las cabalgatas y se las arreglaban para taparla de ojos ajenos cuando tenía que hacer sus necesidades.
—Esto me va a costar que Kratos me despelleje —le había dicho Gavilán en Nikastu, cuando ella le contó su plan—. Y bastantes llagas me dejó ese cabronazo de Anfiún como para que me arranquen más tiras de piel.
Pero al final había cedido. Como hija de Hairón, Aidé ejercía mucho ascendiente sobre los hombres de la Horda. Además, había manipulado a Gavilán aprovechando que, por muy tabernario que fuese su lenguaje, en el fondo era un romántico. Aunque no se lo habría reconocido a nadie, el antiguo sargento le pedía a Aidé novelas Ritionas para leerlas a hurtadillas. Cuando se las devolvía, más de una vez se enjugaba lagrimones gordos como canicas. En aquellos relatos, los amantes se veían separados por piratas, monstruos o malvados hechiceros, pero al final siempre se reunían de nuevo y eran felices. ¿Cómo iba el viejo Gavilán a convertirse en uno de esos villanos y separar a una pareja que había vivido una historia de amor tan novelesca como Aidé y Kratos?