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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (20 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—¡Los dioses deben de estar carcajeándose en el Bardaliut al ver que sus enemigos pelean entre ellos!

Todos se volvieron hacia las puertas que unían la terraza con el palacio. Allí había aparecido un hombre muy alto, delgado, envuelto en un manto gris. Llevaba un parche en el ojo derecho y empuñaba un báculo con cabeza de serpiente de cuyos ojos de rubí subían volutas de humo blanco.

Pese a la tensión del momento, Kratos sonrió al verlo.

—¡Linar!

Al oír un gruñido, se volvió a su derecha. Abatón se estaba mirando la mano, donde le había aparecido una quemadura en forma de sierra. Kratos lo agarró por el codo y le dijo:

—Luego te arreglaré las cuentas, insensato. Desaparece de mi vista o yo mismo te cortaré esa cabeza que sólo te sirve para llevar el yelmo.

El general lo miró con odio, pero no acertó a decir nada y se fue. Al cruzar la puerta pasó junto a Linar, y se apartó para no rozarlo. Kratos volvió a sonreír. La presencia del viejo Kalagorinor seguía siendo tan imponente como siempre.

Dos Teburashi se llevaron a la marquesa herida para atenderla, mientras los demás comensales observaban expectantes al recién llegado. Éste se acercó a la mesa, clavando el bastón en las losas como si quisiera resaltar el ruido de sus pasos.

—Dejad esas disputas pueriles ya —dijo el Kalagorinor—. Sólo os llevarán a la ruina.

—¿Quién es este varón que se atreve a decir a las Atagairas lo que deben hacer en su propio reino? —preguntó Dilmaril.

Linar se plantó ante la regente, a una distancia que sus guardaespaldas normalmente no habrían permitido. Pero nadie se le acercó.

—Algo semejante me dijo el emperador de Áinar. Y le contesté que, si mis temores se cumplían, antes de un mes no quedaría ni su reino ni ningún otro en Tramórea.

—¿Has hablado con Togul Barok? ¿Cuándo? —preguntó Kratos.

—Hace cuatro días, al pie de Mígranz.

—¡No puede ser! Mígranz está muy lejos —dijo Gavilán, mientras Ahri empezaba a recitar cifras de kilómetros y jornadas en voz baja y concluía: «Imposible».

—Nada hay imposible para Linar el Kalagorinor —respondió Kratos.

—¡De modo que tú eres Linar! —exclamó Kybes—. El Zemalnit hablaba mucho de ti.

El Kalagorinor hizo caso omiso de los comentarios y dijo:

—He de corregir a tu oficial, Kratos. Mígranz
estaba
muy lejos. Ha dejado de existir, borrada de la tierra por el fuego del cielo.

A Kratos se le heló la sangre.

—¿Quieres decir que esas luces que se vieron la otra noche en el firmamento...?

—Eran rocas que destruyeron Mígranz y mataron a cien mil personas. El batallón de la Horda que quedó allí, las huestes Trisias, el ejército de Togul Barok: todos han perecido. El mismo emperador sobrevivió por puro milagro. Pero esto es sólo un anticipo de los males que vendrán.

Todos callaban y contenían la respiración. Linar miró en derredor, buscando las miradas de los presentes, y prosiguió:

—Para vuestra desgracia, o tal vez para vuestra gloria, os ha tocado vivir momentos extraordinarios. Si queréis sobrevivir, tendréis que hacer cosas que jamás habríais soñado.

—¿Empezando por revelar nuestros secretos a los extranjeros? —dijo Dilmaril—. ¿Para que podáis invadirnos y tratéis de sojuzgarnos, como siempre habéis hecho los varones?

Linar clavó en ella su ojo. Kratos conocía esa mirada, que desde dos metros de altura intimidaba todavía más. Incluso así, hubo de reconocer que la regente tenía arrestos; cualquier otro habría retrocedido, pero ella aguantó en el sitio.

—En verdad te digo que, aun siendo hembra y de una raza distinta a la de Kratos May, él y tú tenéis mucho más en común de lo que cualquiera de vosotros comparte conmigo. Cuando te refieras a mí, no utilices con tanta ligereza verbos como «podáis» y «habéis».

—¿Acaso no eres un hombre como Kratos? ¿Eso significa que eres un dios?

—No voy a darte explicaciones, mujer.

Dilmaril apretó las mandíbulas, mientras Baoyim traducía a toda prisa.

—Estás en mi país —dijo la regenta.

—Estoy entre las montañas y bajo el cielo. En éste hay un reloj cuya arena mide vuestro fin. Y mientras discutís, la arena sigue cayendo en el embudo.

—Un lenguaje florido para no decir nada.

—No es una metáfora retórica. El reloj es el de las tres lunas, que siguen allí arriba, avanzando invisibles hacia su conjunción. Cuando eso ocurra, será el fin del mundo que habéis conocido.

Se hizo un silencio espeso. Dilmaril fue la primera que lo rompió.

—Terribles palabras has pronunciado. Pero palabras de agorero, al fin y al cabo. ¿Por qué hemos de creerte?

Oh, oh
, pensó Kratos al ver cómo Linar torcía el gesto. El Kalagorinor se callaba la verdad muchas veces, pero no llevaba muy bien que dudaran de él.

—Desgracias y azares te han encaramado a un puesto de mando que no pareces merecer, mujer —dijo con voz de témpano.

—¡No te atrevas a hablarle así a la regente! —exclamó una de las Teburashi, dando un paso hacia Linar y llevándose la mano a la espada.

Linar se limitó a hacer un gesto con la mano y la espada se quedó pegada a la vaina. La mueca de estupor de la guerrera tirando en vano de la empuñadura era cómica, pero Kratos procuró no reírse. No había intentado defender al mago, pues sabía que se bastaba él solo.

Linar volvió a mirar a Dilmaril y dijo:

—He dicho que pareces no merecerlo, pero todavía puedes demostrar que me equivoco. Permite que
tah
Kratos y sus hombres cabalguen hasta Pabsha.

—Sólo sin armas y con los ojos vendados.

—Vais a ser aliados en la guerra contra los dioses. Los aliados no deben desconfiar entre sí.

—No pareces un mediador imparcial.

—Tus impresiones sobre mí carecen de relevancia. La situación exige galopar veloces, algo que no se puede hacer con los ojos tapados.

—Dices que no desconfiemos unas de otros. ¿Debemos fiarnos de ti?

—Saldréis ganando si lo hacéis.

—En ese caso, demuestra tú que confías en nosotras, y no nos ocultes nada de lo que sabes.

Bien por ti
, se dijo Kratos a su pesar. Estaba acostumbrado a que Linar le racionara la información. Al Kalagorinor no debía gustarle nada el cariz de la conversación, pero la Atagaira era realmente obstinada.

—Como ya os he dicho, las tres lunas no han desaparecido. Siguen arriba, en el cielo.

—Eso es evidente para cualquiera versado en astronomía —dijo Ahri.

Linar lo miró de reojo, molesto por la interrupción. Pero luego reparó en la estrella de siete puntas que representaba los siete elementos del mundo.

—Tú eres Ahri, el Numerista —dijo.

—Soy Ahri. Y era Numerista. —La gruesa nuez de Ahri subió y bajó al tragar saliva.

—Explica tu evidencia.

—Las lunas siguen allí arriba, viajando por sus senderos habituales. Se puede deducir porque incluso a oscuras tapan las mismas estrellas que ocultaban antes, cuando lucían en todo su esplendor.

—¿Cómo es posible que ocurra algo así? —preguntó Dilmaril.

—Los dioses deben de haber apagado los fuegos internos que alimentan su luz.

Kratos volvió a pensar en su peor temor, que ocurriera lo mismo con el sol. Sin las lunas las noches no parecían las mismas y las tinieblas eran mucho más profundas. Pero no las necesitaban para vivir. Al sol sí.

—En realidad —explicó Linar— lo que están haciendo las lunas es almacenar esos fuegos. Las llamas que daban su luz a Taniar, Shirta y Rimom se acumulan en su interior, cada vez más ardiente. Cuando entren en conjunción, liberarán todo ese calor en un rayo que alcanzará Tramórea.

—¿Qué ocurrirá entonces? —preguntó Ahri—. ¿Todo el mundo arderá en un incendio?

—Algo peor. El fuego de las lunas abrirá las puertas del Prates.

«El Prates», musitaron algunos. Un nombre de mal agüero. Kratos se lo había oído a su abuela, persona amante de consejas y relatos. Cada vez que lo pronunciaba, la anciana escupía a un lado por el hueco que le había dejado un incisivo perdido.

—Cuando se abran, las fuerzas del infierno se desatarán sobre Tramórea —prosiguió Linar—. Más allá de las puertas del Prates se abre un mundo cuyas leyes son incompatibles con la vida humana.

»En el peor de los casos, toda Tramórea se convertirá en un lugar loco y desquiciado, un caos dominado por demonios que tiranizarán a los humanos, torturarán vuestros cuerpos y destruirán vuestras mentes.

»En el mejor de los casos, Tramórea será devorada por una gigantesca en una bola de fuego y estallará en una monumental conflagración. No quedarán ciudades ni aldeas, castillos ni templos, reyes ni mendigos. Ni siquiera el recuerdo de que los humanos exististeis alguna vez. Pero al menos el final será rápido.

Exististeis
, pensó Kratos. Él no se incluía. ¿Qué estaba reconociendo Linar?

—Ésa es la verdad. La pedíais, y os la he dicho. Es una verdad terrible. Y lo peor, como suele ocurrir, es que tal vez no tenga remedio.

—Has dicho que «tal vez» no lo tenga —dijo Ahri—. Dándole la vuelta a la expresión, eso significa que tal vez sí lo tenga.

—Así es.

—Si el problema se halla en las lunas, deberíamos escalar hasta el cielo. ¿Cómo podemos hacerlo?

—Deja eso en manos de otros —respondió Linar.

Kratos recordó que Kalitres había dicho algo parecido. Cuando la divina Samikir se burló de él diciendo: «¿Piensas escalar al cielo,
tah
Kratos?», Kalitres habló por la boca de Darkos y aseguró: «De eso me encargaré yo».

—¿Y qué debemos hacer nosotros?

Linar entrecerró el ojo.

—Me pedís la verdad, pero a mí mismo se me muestra poco a poco, como memorias que ven la luz después de mucho tiempo. Cabalgad hacia Pabsha, como os dijo Kalitres. Allí habréis de embarcar hacia el este. En su momento, se os revelará el camino exacto.

—¿Para llegar adónde? —preguntó Kratos.

—A la tierra secreta de Agarta.

Agarta
, pensó Kratos. ¿No era el nombre que había pronunciado Tarimán en su sueño? «Cuando llegues a Agarta, sube a la montaña Estrellada y blandirás tu propia espada de poder.»

¿Y si fuese verdad?

Linar prosiguió:

—Una vez que estéis en Agarta, deberéis cruzar el puente de Kaluza para proteger las puertas del Prates. Pero os advierto que todas las fuerzas del cielo y del infierno intentarán impedíroslo.

BOSQUE DE COROCÍN

F
ue en su segunda noche en Corocín cuando Togul Barok y sus hombres sufrieron el ataque de la diosa. El emperador se había alejado del campamento para sentarse a la orilla del Trekos. Con la espalda apoyada en el tronco de un sauce, rumiaba sus planes, los inmediatos y los venideros.

Pocos días antes una lluvia de fuego celeste había aniquilado a su ejército. De treinta mil soldados sólo habían sobrevivido ciento veinte miembros de la Compañía Noche y cien más de otras unidades. A estos últimos, Togul Barok los había despachado de regreso a Áinar. No poseían el espíritu de cuerpo de los Noctívagos. Sobre todo, no habían superado la prueba del Espíritu del Hierro ni conocían el secreto de Urtahitéi, la tercera aceleración. Si había de luchar contra los propios dioses, prefería menos soldados, pero de cualidades sobrehumanas.

Aunque los Noctívagos también adolecían de sus debilidades. La noche era oscura, tal como lo habían sido todas desde que las lunas se apagaron, pero los ojos de Togul Barok penetraban entre las sombras. Por eso vio a dos soldados que se alejaban a hurtadillas del claro donde habían instalado el vivac y se internaban en la espesura.

Maricas
, pensó. Aún tenía que decidir si una conducta así entre los Noctívagos debía penarse o no. Las leyes de Áinar castigaban a los sodomitas con veinte latigazos la primera vez que delinquían, y con ejecución infamante si reincidían.

Por otra parte, en el pasado los Ainari habían sido más tolerantes con tales conductas. Según el
Táctico
de Bolyenos, en tiempos de Trimak Iyar, hijo del gran Minos, se formó la Compañía Rimom, compuesta por parejas de homosexuales. Sus miembros luchaban con mayor denuedo que los soldados de otras unidades, deseosos de impresionar a sus amantes y al mismo tiempo protegerlos de los enemigos.

De momento, Togul Barok decidió hacer la vista gorda. Si esa conducta se repetía o se tornaba demasiado notoria, ya tomaría medidas. Lo que no podía permitir era que la moral del grupo se deteriorase. Necesitaba a sus Noctívagos. Así se lo había dicho Linar, aquel misterioso personaje que se hacía pasar por heraldo.

Ése es todo el ejército que necesitarás
.

Linar era un hombre notable, que se atrevía a mirar a la cara a todo un emperador para contradecirle e incluso darle instrucciones. Siguiéndolas, Togul Barok se había puesto en marcha hacia Corocín, la primera etapa de su viaje.

Habían llegado allí en tres jornadas extenuantes, caminando de sol a sol para cubrir más de setenta kilómetros diarios a pie. El emperador se sentía orgulloso de sus Noctívagos: ni uno solo de los ciento veinte se había quedado rezagado.

Cuando acudieron a auxiliar a los asediados en Mígranz, Togul Barok no había podido ver el bosque de Corocín, ya que la ruta que seguían pasaba a más de cuarenta kilómetros de sus lindes. Pero la víspera, al llegar a él desde el norte, se le había ofrecido de golpe ante los ojos. Al sur de la desaparecida Mígranz se extendía una meseta más alta que el bosque; por ella, tras nacer entre las montañas de Misia, corría el río Trekos, que antes de entrar en Corocín salvaba un desnivel de cuatrocientos metros precipitándose por varias cascadas y zonas de rápidos. Fue en la primera de esas cataratas, el Salto de las Brumas, donde al superar una cresta inclinada a modo de mirador natural se encontraron ante el bosque. Un océano verde que se extendía de horizonte a horizonte.

—Asusta meterse ahí abajo —había resumido Capitán, el oficial al mando de la compañía.

—Pues tendremos que hacerlo —respondió el emperador.

Cuando era más joven, había tomado lecciones de geografía con el célebre Tarondas, un anciano pedante y pagado de sí mismo. Memorizar nombres le aburría, pero cuando Tarondas lo dejaba a solas se quedaba horas fascinado contemplando la maqueta de Tramórea. Allí, Corocín consistía en una espesura de palillos de madera de balsa rematados por algodones pintados de verde.

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