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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (41 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Por suerte, aquella extraña enfermedad debía afectar a la condición física de todo el cuerpo, y no sólo a la piel, porque los salvajes se habían quedado bastante rezagados. El Mazo trepó a su caballo con más agilidad que cualquier otro día, sacudió las riendas y clavó los talones en los ijares de su montura. Derguín observó que tenía una brecha en la sien, junto a la ceja izquierda, y la sangre le chorreaba hasta perderse en la espesa barba.

—¡Vámonos de este infierno! —exclamó El Mazo.

No hizo falta azuzar demasiado a los caballos. Ellos mismos, al ver la turbamulta que se les venía encima, volvieron grupas hacia la salida de la cárcava y huyeron al galope.

Pese a que cabalgaban en una oscuridad casi total, Derguín y El Mazo no refrenaron a sus monturas hasta media hora después. Por puro azar, habían llegado a la carretera que habían seguido el día anterior, el Camino Negro de los Ghanim. De éstos ni se adivinaba el rastro.

—Como no nos persigan montadas en sus cabras... —dijo El Mazo.

Descabalgaron, y sacudieron una pequeña lámpara de luznago que habían traído de Zirna. El insecto se despertó y empezó a zumbar y a brillar con una luz azulada.

Aún les quedaba otro pellejo de vino. El Mazo sacó el corcho que lo tapaba, dio un buen trago y luego se lo pasó a Derguín. Empezaron a reírse, de pura histeria y pavor, y a comentar las escenas delirantes que habían presenciado.

—¡Hmmmpffff!

Derguín recordó que llevaba algo en las alforjas. Por un momento se le ocurrió que todo había sido una pesadilla, que cuando metiera las manos en la albarda sacaría un coco o un melón, no una cabeza.

Pero allí estaba Orfeo, mirándolos con ojos grandes y oscuros que apenas parpadeaban. Derguín tenía que sujetarlo poniéndole las manos bajo las orejas, lo cual no le parecía demasiado digno, pero no se le ocurría otra forma mejor de hacerlo. ¿Tal vez ensartando la cabeza en un palo? Por curiosidad, la giró un poco para mirar el cuello.

No encontró ninguna herida, ni una tráquea o un esófago cortados, como esperaba. La garganta se apoyaba en una especie de tapón redondo, de algún material negro que no era ni metal ni piedra ni madera.

—¿Piensas tratarme con algo de respeto en algún momento? —preguntó la cabeza.

Derguín la enderezó y la levantó a la altura de su frente.

—Disculpa, Orfeo. Tenemos por delante un largo viaje, y no sé muy bien cómo colocarte para que estés más cómodo.

Al resplandor del luznago, Orfeo torció los ojos para ver sus alrededores. Derguín le ayudó girándose en círculo completo.

—Vais al centro del desierto.

—Así es.

—Entonces vuestro viaje va a ser mucho más largo de lo que sospecháis.

—¿Qué quieres decir?

—Los acontecimientos os darán la respuesta. ¿Por qué voy a hacerlo yo?

Por más que insistió en sonsacarle información, Orfeo se negó. Al comprobar que la cortesía no funcionaba con aquella cabeza parlante, Derguín volvió a meterla en la alforja. Después, como estaban demasiado nerviosos para dormir y querían alejarse lo más posible de la aldea Ghanim, prosiguieron camino hacia el sur a un paso tranquilo para no agotar más a los caballos.

BARDALIUT

S
i quería llegar a la sala de control y evitar que una segunda oleada de destrucción se abatiera sobre Tramórea, Mikhon Tiq primero tenía que alcanzar el eje del Bardaliut. Los dioses lo hacían volando, del mismo modo que se desplazaban por el resto del vasto cilindro. Ahora mismo podía ver a uno de ellos a tres o cuatro kilómetros al norte de su posición. Concentrando su visión, comprobó que era Anurie. La diosa se movía más veloz que un halcón en picado, con los brazos estirados sobre la cabeza, cortando el aire con la elegancia con que los delfines rompen las olas.

Mikhon Tiq la envidió. Él podía levantarse del suelo utilizando sus poderes, pero lo que hacía era más levitar o flotar torpemente que volar.

Tal vez, con tiempo, podría aprender a hacerlo como ellos. Pero estaba intentando hacerse pasar por un ser humano normal que le había ofrecido un fragmento de la lanza de Prentadurt a Tubilok, tan sólo un joven del que éste se había encaprichado. En muchos mitos se encontraban historias semejantes: dioses que perseguían a hermosas princesas, diosas que aparecían en el lecho de jóvenes héroes.

Se preguntó si en los últimos siglos algún humano habría visitado el Bardaliut. En teoría, no. Después del año Cero, los dioses se habían mantenido alejados de Tramórea gracias al poder del Rey Gris.

Mientras subía por la escalera del casquete sur, comprobó que cada vez pesaba menos. Era otro efecto de la gravedad artificial, que se debilitaba al acercarse al eje hasta desaparecer del todo en el centro del cilindro. Por una parte eso le permitió acelerar su ascensión, mas por otra resultaba desconcertante. Además, la fuerza de Coriolis tiraba de él hacia un lado, como si unas manos invisibles empujaran para sacarlo de la escalera.

Al principio se veía a sí mismo subiendo por unos peldaños tallados en una pared cóncava. Después, cuando ya se encontraba tan cerca del eje que su cuerpo era liviano como una pluma, probó a cambiar sus coordenadas. Dio un pequeño salto en el aire, giró noventa grados agarrándose al pasamanos de la escalera y colocó los pies en la cara de los escalones que hasta ese momento había considerado vertical.

Cerró los ojos, trató de adaptarse y los volvió a abrir.

Ya no estaba subiendo por una pared cóncava, sino bajando hacia el centro de una especie de gran cuenco. De haber seguido siendo el antiguo Mikhon Tiq, no se habría atrevido a levantar la mirada, pero lo hizo.

Todo el Bardaliut pendía sobre su cabeza, una montaña hueca de cuarenta kilómetros de altura. La sensación, junto con el cambio de orientación de su propio peso, le provocó una ligera náusea, pero la reprimió al momento.

Cuando llegó a la salida del casquete sur, lo hizo aferrando las barandillas y tirando de su cuerpo, con los pies prácticamente en el aire. Allí podría haberse quedado flotando de forma casi indefinida.

El eje desembocaba en una enorme puerta circular de unos cincuenta metros de diámetro que, desde su nuevo punto de vista, parecía un enorme plato liso. Esa puerta sólo se abría para dejar paso a grandes vehículos, algo que no había ocurrido en miles de años, prácticamente desde la construcción del Bardaliut. Del centro de ese plato se levantaba una torre de metal: el eje de Isla Tres, que la atravesaba de sur a norte con un sistema magnético por el que se podía viajar a gran velocidad.

A poca distancia del eje había una entrada menor, la que solían utilizar los dioses. La puerta reconoció la presencia de Mikhon Tiq y, como éste disponía de un salvoconducto del propio Tubilok, se abrió. En el centro apareció un pequeño orificio circular, y a su alrededor se dibujaron unas líneas curvas que daban la ilusión de formar una sola espiral. Según le había informado un sirviente humanoide, se trataba de una puerta de iris o de diafragma. Cuando el hueco alcanzó el diámetro necesario para dejar paso al Kalagorinor, el mecanismo se detuvo.

Tras cruzar la puerta, Mikhon Tiq entró en un compartimento estanco, una especie de nicho dentro de una esfera. La esfera giró lentamente ciento ochenta grados, hasta que Mikhon Tiq se encontró ante una nueva puerta de iris. De ésta pasó a un largo conducto de sección circular. Mikha seguía sin notar su peso. Pero en lugar de pasar flotando, plantó los pies en una larga franja longitudinal, iluminada de verde. Al hacerlo, la franja se puso en marcha por sí sola, como un camino andante que lo llevó hasta la siguiente puerta, cien metros más allá.

Aún tuvo que trasponer otras dos puertas. El mismo sirviente le había explicado el motivo por el que había tantas. No se hallaban en Tramórea, rodeados de una atmósfera respirable, sino flotando en el vacío del espacio. Todos esos mecanismos de cierre evitaban que se produjeran fugas de aire, o las reducían al mínimo.

Y de paso restringían el paso a la sala de control. Pero Tubilok se había encerrado en su observatorio, ajeno a todo lo que no fueran sus preparativos para el momento en que abriera las puertas del Prates, y había levantado o descuidado la prohibición que impedía acceder a los demás dioses.

Cuando Mikhon Tiq entró, la sala tenía un aspecto muy distinto al que había encontrado en su llegada al Bardaliut. La pared curva estaba llena de ventanas, lo que los dioses llamaban pantallas, y en ellas se mostraban imágenes a gran tamaño de lo que ocurría en Tramórea. Entre las ventanas se veían luces y estructuras difíciles de interpretar para él. «Controles virtuales», los llamaban los sirvientes.

Cincuenta metros por debajo de Mikhon Tiq —era abajo porque así lo decidió en ese momento—, dos divinidades contemplaban aquellas ventanas y trasteaban con los mandos. Eran el guerrero Anfiún y Shirta, la diosa de la luna verde.

La gravedad allí era tan débil que resultaba prácticamente imposible dejarse caer desde el eje hasta el suelo. Pero las paredes que cerraban el cilindro por el norte y el sur tenían escaleras, ranuras y todo tipo de salientes para aferrarse y usarlos como puntos de apoyo.

Mikhon Tiq eligió una escalera, y bajó con los pies por delante. Cuando estaba a unos diez metros por encima de los dioses, Shirta levantó la cabeza. Sus cabellos se erizaron y sus ojos verdes emitieron destellos fosforescentes.

—¡Aquí tenemos al cachorro humano! —dijo, siseando y relamiéndose los labios con una lengua verde y bífida. Era tan guapa como Vanth o más, y la ropa que llevaba, si es que no era pintura, se ceñía a su cuerpo escultural revelando cada pliegue de su piel. Pero su belleza era tan siniestra y amenazadora como la de una serpiente—. ¿Has venido a contemplar nuestros juegos?

Mikhon Tiq plantó los pies en el suelo y se acercó a ellos. Las botas que le habían entregado los sirvientes aumentaron su adherencia para compensar la escasa gravedad de la sala. Cuando sintió el efecto, miró abajo.

Estaba caminando sobre una ventana en la que aparecía un paisaje que reconoció. Era su ciudad natal, la hermosa Malirie. Para él no tenía parangón, aunque Koras fuese más grande, Âttim más opulenta o Narak gozara de un paisaje más pintoresco. Al pisar su imagen en relieve, tuvo la impresión de que la habría mancillado y se apartó.

—¿Has venido a vigilarnos en nombre de Tubilok? —preguntó Anfiún, en tono hostil.

Por su gesto belicoso, sus puños rodeados de pinchos de metal y sus ojos rojos, a Mikhon Tiq le recordaba la descripción de los demonios metálicos contra los que habían luchado Derguín y Kalitres. Su corpulencia era desproporcionada. Medía tres metros de altura, pero los pies, las manos, los deltoides y los bíceps se habrían correspondido mejor con un gigante de cuatro metros y medio.

Curiosamente, la cabeza era tan pequeña en comparación con el resto que le habría cabido dentro de su propia mano.
No debe ser su órgano favorito
, pensó Mikha.

—Jamás se me ocurriría algo así, nobles señores —contestó agachando la mirada con recato.

—Nuestro señor Tubilok sabe mejor que nadie que cuenta con nuestra fidelidad incondicional —dijo Anfiún.

—No soy quién para dudar de ello, ¡oh gran dios!

—Entonces, ¿por qué vienes a espiarnos?

—No era mi intención, noble Anfiún.

Un anillo de piedras se había materializado en el aire, flotando a un metro del suelo y siguiendo la curva de la sala hasta cerrarse sobre sus cabezas. Mikhon Tiq comprendió que se trataba de otro holograma; pero no debía de ser sólido como el de Vanth, porque los dioses lo atravesaban con las manos.

Era el Cinturón de Zenort. ¿Qué barbaridad pensaban cometer con él?

No tardó en salir de dudas.

—Déjale en paz —dijo Shirta—. El cachorrito debe aburrirse mucho cuando su amo está tan ocupado.

Mientras hablaba, la diosa se dedicaba a amasar la entrepierna de Anfiún con total impudicia, mientras miraba a Mikhon Tiq y volvía a relamerse con su lengua de ofidio. Aquella caricia quedaba a la altura del rostro del joven Kalagorinor, que reculó un par de pasos.

—Observa, pequeño humano.

Shirta soltó por fin a su compañero, y señaló al Cinturón de Zenort. Cada vez que chasqueaba los dedos una rocas se iluminaban y otras se apagaban.

—Los anillos formados por la destrucción de la vieja Luna tienen millones de fragmentos —explicó—. Los hay de todos los tamaños. En muchos de ellos tenemos instalados pequeños motores que permiten maniobrarlos, y otros los manejamos con haces de láser sólido.

—¿Crees que el renacuajo entiende algo de lo que estás diciendo? —preguntó Anfiún.

—Da igual, querido, tú deja que se lo explique. Me divierte. —Dirigiéndose a Mikhon Tiq, prosiguió—: Cuando construimos Tramórea para nuestras cobayas humanas, yo insistí en que tuviéramos un seguro de vida, una amenaza que pendiera sobre sus cabezas. Creo que en tiempos remotos llamaban a algo así «espada de Damocles».

—¿No te aburres de oír tu propia voz? —preguntó Anfiún.

—¿Y tú de la tuya? —respondió Shirta, revolviéndose con furia. Por un momento, Mikha pensó que iban a enfrentarse físicamente. Pero se limitaron a lanzarse destellos con las miradas y a emitir unos zumbidos que hacían vibrar el aire.

La diosa se volvió hacia Mikhon Tiq, calmada de nuevo.

—En nuestro muestrario tenemos rocas de apenas unos kilos de peso. —En el Cinturón se encendieron incontables luces rojas, que parecían pequeñas brasas entre los fragmentos—. Algunas se desintegran en la atmósfera, pero otras pueden caer como bombas. Con un buen puñado de éstas más algún añadido especial, el usurpador Manígulat pulverizó una fortaleza con sus habitantes y de paso aniquiló a dos piaras humanas que llamaré ejércitos por ser generosa.

Después aparecieron luces verdes, algo mayores que las rojas.

—Aquí está la infantería pesada. Esos fragmentos miden entre cincuenta y cien metros de diámetro. Uno solo de ellos puede borrar del mapa una de vuestras patéticas ciudades, junto con todos sus alrededores. ¡Oh! ¿Qué ha pasado aquí?

Mientras las demás luces se apagaban, dos de esas rocas brillaron con más intensidad. Después, en su superficie se encendieron pequeños chorros de fuego, y los fragmentos de piedra volaron hacia Mikhon Tiq. Éste no se movió, ni siquiera cuando las imágenes fantasmales atravesaron su cabeza. Después torció el cuello y las siguió con la vista. En el centro de la sala cilíndrica se había formado una enorme imagen de Tramórea, un planeta fantasmal de quince metros de diámetro.

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