El corazón de Tramórea (38 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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Era de noche. Sobre sus cabezas, el cielo brillaba como una inmensa joyería. Sin las lunas, se apreciaba con nitidez la gran banda lechosa de la Cascada Celeste. Pero las estrellas que tan rutilantes se veían clavadas en la cúpula negra del firmamento no lograban alumbrar el suelo que pisaban.

Habían encendido una hoguera para calentarse, pues en aquel yermo la diferencia de temperatura entre el día y la noche era notoria. Estaban asando panceta, y El Mazo además calentaba en un puchero de barro unas alubias con oreja de cerdo, cortesía de Mirika.

—¿Crees que es el plato más adecuado para cenar? —le había preguntado Derguín.

—No te preocupes, estamos al aire libre.

—Bueno, pero cuando te acuestes ponte a sotavento.

Ahora, al ver aquellas luces, fue El Mazo quien sugirió apagar la hoguera, aunque eso supusiera pasar más frío.

—Del mismo modo que nosotros los vemos, ellos nos pueden ver. Seguro que son bandidos.

—¿Por qué tienes que ser tan mal pensado? —preguntó Derguín.

—¿A qué demonios puede dedicarse nadie en un sitio perdido como éste?

—Precisamente por eso es más inverosímil que se trate de bandidos. ¿A quién pueden asaltar en estos andurriales si por aquí no viene nadie? Serán pastores nómadas, como los Khrumi de Malabashi.

—Mejor me lo pones. Los nómadas suelen tener el asalto como segunda profesión. Recuerda cómo tuvimos que huir de los Khrumi.

—Eso ocurrió porque tú te acostaste con la hija del jefe de la tribu.

El comentario de Derguín provocó que se enzarzaran durante un rato en una discusión sobre quién había tenido la culpa, si El Mazo o la joven, que lo había engañado. Mientras tanto, el antiguo forajido se dedicó a echar arena encima de las llamas para apagarlas.

—Deberíamos hacer guardias —dijo cuando terminó de extinguir el último rescoldo.

—Me parece bien —repuso Derguín—. Haré el primer turno.

—No. Mejor yo. Ya sabes que cuando me duermo no hay quien me despierte.

Derguín accedió, aunque sabía que le iba a costar conciliar el sueño. Desde que Ariel le robó la espada dormía muy mal. Lo hacía a saltos, sin distinguir a veces entre la vigilia, el sueño y el duermevela, y se despertaba con el corazón desbocado y tan agotado como si hubiera escalado una montaña.

Agotado. Así era como se encontraba ahora. Mientras se envolvía en la manta y se tumbaba mirando a las estrellas, se dio cuenta de que, desde que asaltaron su casa en Narak y a él lo encerraron por el asesinato de Krust, apenas había gozado de algún momento de reposo.

Se preguntó qué le quedaba por delante. Sospechaba que un camino tan largo y empinado como la mismísima Etemenanki. Sintió un cansancio infinito, una fatiga que ni cinco noches de sueño seguidas podrían remediar.

Estamos a veintiuno de Bildanil
, pensó. Sólo faltaban siete días para la conjunción lunar, el momento en que se abrirían las puertas del Prates y horrores que apenas empezaba a intuir brotarían de él para destruir Tramórea.

Ojalá, deseó, pudiera cerrar los ojos ahora, permanecer ajeno a todo y despertarse el día 1 de Kamaldanil, si es que la amenaza no se cumplía. Y en caso contrario, simplemente no amanecer y hundirse en el olvido, ignorante y feliz, con el resto de los habitantes de Tramórea.

Mientras se adormilaba, la conversación con El Mazo giraba y se removía en su cabeza como las alubias en un puchero. Fuego. Luces.

Bandidos.

El propio Mazo había sido un Gaudaba, caudillo de una de las bandas de forajidos que infestaban la región de las Kremnas, cerca de las fronteras occidentales de Koras. Derguín había tenido la mala fortuna de internarse en su territorio y toparse con sus hombres en un puente. Cuando se negó a entregarse, los hombres del Mazo lo acribillaron a flechazos, y Derguín cayó a las aguas del río Arlahén.

Al recordar el silbido de las saetas, el impacto sordo de la flecha que se hincó en su muslo, el crujido de la punta de hierro que le rompió dos costillas, rechinó los dientes y se removió en el suelo.

No guardaba cicatrices de aquello gracias a los cuidados de Tríane. Pero antes de despertar a su lado en la cueva de Gurgdar, había tenido una extraña visión.

No. La estoy teniendo ahora otra vez
. Se dio cuenta de que era un sueño, pero aun siendo consciente no podía salir de él.

En este sueño había detalles distintos. En el primero vagaba por una pradera sin horizontes, un vasto mar de hierba salpicado de asfódelos y lirios. Ahora no encontró plantas, tan sólo un suelo blanco que se curvaba hacia abajo cuando miraba a ambos lados. Estaba caminando sobre un gran cilindro, un larguísimo puente que se alejaba hacia un extraño horizonte que no era tal horizonte, donde flotaba un enorme sol rojo semihundido en un crepúsculo perpetuo.

Derguín se volvió. Muy lejos, a su espalda, se divisaba un paisaje imposible, girado noventa grados. Era como un mapa colgado de una pared, con mares, montañas y bosques, y nubes que proyectaban sombras sobre aquel terreno vertical.

En los sueños suelen aparecer imágenes de la vigilia. Pero Derguín sabía que nunca había visitado aquel sitio.

—Lo visitarás.

Se giró de nuevo para ver de dónde había salido la voz. No vio a nadie. Pero allí se alzaba el mismo árbol de la otra vez, un olmo de corteza blanca y hojas rojas. No, no eran rojas. Estaban hechas de cristal translúcido y atrapaban la luz de aquel sol extraño como si bebieran la sangre del aire.

En el primer sueño había un arroyo junto al olmo. Aquí también, pero éste no fluía por un cauce, sino que flotaba sobre el suelo como un cilindro de forma cambiante, una larga serpiente transparente cuya piel se rizaba y rielaba en reflejos violáceos.

Tras horas de cabalgar por la llanura árida, Derguín notaba sabor a polvo en la garganta. Caminó hacia el río volador y acercó una mano tentativa. La serpiente de cristal siguió fluyendo, pero cuando sus dedos se hundieron en su superficie, brotaron de ella cuatro pequeños surtidores que le salpicaron la pierna. El agua estaba muy fría, como recién fundida de un nevero, y su murmullo al romper contra la mano de Derguín sonaba limpio y fresco.

Se agachó para beber.

—Ya te dije una vez que no lo hicieras.

Derguín tenía la boca a medio palmo del arroyo cuando escuchó la voz.
Qué fastidio
, pensó, pero apartó la mano del agua y se incorporó.

En el otro sueño también había visto al gigante de barba roja. Entonces no sabía quién era. Ahora sí.

—Si bebes de esta agua lo olvidarás todo.

—El olvido es lo que busco —replicó Derguín.

—Aunque lo olvidaras todo, incluso quién eres, seguirías sintiendo el anhelo de la espada como una tortura. La hice para ti, del mismo modo que tú fuiste hecho para ella.

—Hubo otros Zemalnit.

—Ninguno como tú.

Derguín volvió a arrodillarse junto al río flotante y a clavar los dedos en él. El agua fluía tan rápida que sentía en su piel la presión de un cuerpo sólido.

—Quiero beber. Quiero renunciar a todo.

—No puedes renunciar al poder de Zemal.

—Ni siquiera la tengo conmigo. Su destino ya no depende de mí.

Los labios de Derguín rozaron la corriente.

—¡Te he dicho que no bebas!

Derguín se apartó sin querer. La voz del herrero había restallado como un látigo.

—¿Por qué insistes?

—Ya te lo dije entonces. El poder es tuyo, lo desees o no. Debes cumplir tu misión.

—Sí, eso ya me lo dijiste. Pero nunca he sabido en qué consistía mi misión.

—Simplemente en dejarte llevar por tu destino.

—¡Reniego de ese destino!

—No puedes renunciar a él. Está escrito en tu corazón desde que fuiste engendrado.

—¿Qué me hiciste, Tarimán? ¿Qué le hiciste a mi madre?

El gigante se inclinó, y una mano enorme se acercó al rostro de Derguín. Fue como si se hubiera corrido una cortina en el cielo.

La mano era real, y le estaba tapando la boca. El frescor del agua en sus dedos se había convertido en el frío del aire de la noche. Seguía teniendo la boca áspera y llena de polvo. Algo aguzado le pinchaba por debajo de la barbilla.

—¡Chsssss! Si te mueves sin que yo te lo diga te clavo la lengua al paladar.

A la luz de unas antorchas que Derguín no recordaba haber encendido, contempló un semblante de pesadilla. Toda la cara se hallaba cubierta de pequeñas costras pardas, separadas por finas grietas por las que asomaba la carne viva, y los lacrimales, el interior de las pestañas y las fosas nasales se veían tan rojos como si estuvieran a punto de sangrar.

Sin apenas mover el cuello, Derguín bajó la vista. Aquella extraña afección no se limitaba al rostro: también las manos y los brazos estaban llenos de postillas. La piel de aquel hombre parecía el lodo cuarteado que queda cuando un charco se seca al sol.

—Gírate despacio y ponte boca abajo.

Derguín se dio la vuelta. Aún se sentía aturdido por el sueño. Empezó a visualizar los números de la Tahitéi, pero antes de llegar al final y entrar en aceleración prefiró estudiar la situación.

Desde el suelo, vio que El Mazo estaba arrodillado junto a los restos de la hoguera, con las manos atadas a la espalda. Había dos hombres detrás de él amenazándolo con lanzas. En realidad, no eran más que palos largos con la punta aguzada y endurecida al fuego, pero contra un enemigo sin blindaje podían resultar tan letales como una pica guarnecida de hierro.

El tipo que lo había amenazado le ató las muñecas a la espalda, apretándole tanto las ligaduras que éstas le cortaban la circulación.

—Ponte de pie —le ordenó.

Derguín se incorporó. Sólo entonces descubrió que había más hombres, diez o doce. Todos iban armados, vestían pieles y trapos harapientos, y tenían la misma piel escamosa.

Y olían peor que las alcantarillas del Eidostar, el apestoso arrabal de Koras.

—Ahora os venís con nosotros —dijo el primer tipo.

Derguín observó que empuñaba un cuchillo de acero. Por la forma curvada y las ondulaciones que adornaban su único filo, parecía de Atagaira. Su hoja estaba impoluta, lo único limpio en aquel grupo de bandidos zarrapastrosos.

—¿Adónde nos lleváis?

—Al pueblo de los Ghanim —contestó él, en tono orgulloso. Hablaba un dialecto del Ritión muy nasal y con las vocales muy cerradas.

No debería haber dejado que me atara las manos
, pensó Derguín. Pero ya era demasiado tarde. Rodeados de lanzas en todo momento, se pusieron en camino hacia lo que, a juzgar por la posición de las estrellas, debía de ser el suroeste. Eso los desviaba de la ruta que habían seguido durante el día, una carretera recta y cubierta por una superficie negra muy parecida a la que Derguín había encontrado en la isla de Arak. Sospechaba que ambas calzadas eran anteriores al año Cero y los tiempos de la oscuridad.

El Mazo y él caminaban en vanguardia, seguidos por los que se hacían llamar Ghanim. Dos de ellos llevaban de las riendas a los caballos, cargados con las provisiones, las espadas, la armadura de Derguín y el resto de la impedimenta.

—¿No estabas de guardia? —susurró Derguín en Ainari.

—Lo siento —respondió El Mazo—. No sé cómo, me quedé dormido.

—¡Pero si te ofreciste voluntario para el primer turno!

—¿Cuándo piensas hacer esa cosa que hacéis los Tahedoranes?

—Cuando se presente la ocasión. Desarmado y con las...

—¡Eh! ¿Qué es eso que habláis? —preguntó el tipo que había atacado a Derguín. Según les había informado, se llamaba Folgam y era el jefe de los Ghanim.

No entiende el Ainari
, pensó Derguín. Interesante. Al menos, El Mazo y él disponían de un medio para comunicarse en privado.

—Estaba regañando a mi amigo por dejarse sorprender.

—¡Ja! Los Ghanim somos sigilosos como la noche. Grandes cazadores de bestias y de hombres.

Durante un rato guardaron silencio. Sólo se escuchaba el crujir de sus pisadas en aquel suelo seco y el sordo y rítmico golpeteo de las herraduras de los caballos. Después, Folgam debió aburrirse y empezó a hablar.

—Nuestro dios ha de estar contento con los sacrificios que le hacemos.

—¿Por qué lo dices?

—En dos días, es el tercer grupo de viajeros que se adentra en nuestros dominios.

Eso despertó la curiosidad de Derguín. ¿Conseguiría por fin noticias de Ariel? ¿Y si los Ghanim también habían apresado al grupo de Atagairas?

No le parecía muy probable. Acompañadas por Ulma Tor, era dudoso que una pandilla de andrajosos como ésa las hubiera sorprendido.

—¿Quiénes viajaban en los otros dos grupos?

—Ayer por la mañana vimos a un montón de soldados. Iban hacia el sur por el camino negro.

Derguín supuso que se referían a la antigua carretera que El Mazo y él habían seguido la víspera.

—¿Cuántos eran?

Otro de los Ghanim se había adelantado un poco para entrar en la conversación. Con aquella piel era difícil saber su edad, pero parecía joven. Llevaba una lanza en la izquierda, y tenía cercenado el brazo derecho casi a la altura del codo.

—Muchos. Veinte. Cuarenta. Treinta y tres —dijo. Había soltado las cifras a voleo. Era evidente que ni siquiera conocía el orden de los números.

—Había por lo menos mil —intervino otro que llevaba una antorcha en la mano. Las llamas lo iluminaban desde abajo y convertían su rostro cubierto de pústulas en la faz de una gárgola entre amenazante y grotesca.

—No serían mucho más de cien —dijo Folgam. No parecía ningún genio, pero debía de ser quien más luces tenía de todo el grupo.

Siguió explicando que habían acechado a aquellos hombres desde cierta distancia, sin atreverse a acercarse demasiado. No porque los Ghanim tuvieran miedo, se apresuró a añadir. Pero los viajeros eran demasiados e iban bien armados. Se movían con decisión, guiados por un hombre muy alto.

—Como tú —dijo Folgam, señalando al Mazo. Luego cambió de opinión y levantó la mano un palmo—. No, todavía más alto.

—¿Eran soldados de Áinar? —preguntó Derguín.

—¿Áinar? ¿Dónde está eso?

Increíble. Vivían casi en la frontera de Áinar, y no lo conocían. Debían llevar generaciones sin salir del desierto.

Por eso tienen así la piel
, comprendió Derguín. Siempre se había dicho que en el corazón de Guinos existía una roca venenosa que emponzoñaba el aire y provocaba enfermedades y deformidades a los pocos seres vivos que habitaban aquellos parajes. Al parecer, aquella conseja era cierta. Tarimán les había asegurado que la maldición se había debilitado mucho; pero ahora, al ver la piel de los Ghanim y oír sus comentarios, Derguín lo empezaba a dudar.

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