Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
—Lo jugaremos a los dados —anunció.
—¿Eso es un dado? —se extrañó Kratos.
—No todos tienen seis caras. Los sólidos perfectos son muy apropiados para tallar dados de todos los tipos. Éste es un icosaedro de veinte lados.
Veinte, nada menos. ¡Como para que los soldados de la Horda, la mayoría de los cuales sólo sabían contar con los dedos, apostaran con ellos! En cada una de esas caras había tallado un símbolo extraño.
Kalitres lanzó al aire el dado. Éste se quedó flotando unos segundos, y sus caras se iluminaron con luces verdes y rojas intermitentes, como si en su interior albergara un enjambre de minúsculos luznagos. Después, de repente, cayó como un plomo.
Linar extendió el brazo con la rapidez de una cobra, pero no puso la palma de la mano, sino el dorso. El dado se quedó allí, sin rodar ni una sola vez. El signo que quedó arriba brillaba en verde, pero era ilegible para Kratos.
—Yo acompañaré al ejército y tú subirás a Etemenanki —dijo Linar—. Sólo el futuro dictaminará cuál de nosotros dos ha sido el más afortunado.
—Si es que alguno lo es.
Kratos estaba convencido de que se había perdido algo y se dijo, y no por primera ni última vez: Malditos brujos.
—Somos los que esperan a los dioses —dijo Kalitres, con voz repentinamente seria. Su mirada se había perdido en una lejanía que Kratos no alcanzaba a adivinar.
—Que la Hermosa Luz ilumine el sendero que hemos de seguir en este mundo —dijo Linar.
—Y que nos guíe en nuestro retorno al otro si así lo deciden las Moiras —completó Kalitres.
Para sorpresa de Kratos, ambos magos se abrazaron. La cabeza de Kalitres quedaba a la altura del esternón de Linar, que palmeó los hombros del hombrecillo mientras éste rodeaba la cintura de su colega Kalagorinor. A Kratos le subió un escalofrío que le puso la carne de gallina. Tenía la impresión de que estaba presenciando una despedida mucho más definitiva que la misma muerte.
Los Invictos recibieron con gruñidos la orden de embarcar en plena noche. A menos de cien metros, las luces de las tabernas del puerto los llamaban como el brillo de un luznago atrae a los mosquitos.
—Pero ¿es que no vamos a descansar ni una noche? —protestó el joven Jisko.
—Si por descansar entiendes ponerte hasta las trancas de comida y cerveza y acostarte con la cabeza entre las tetas de una guapa camarera, no —respondió Gavilán.
—¡Maldita sea mi suerte!
—Ahora bien, si lo que entiendes por descansar es dormir, podrás hacerlo en el barco, y cuando te mezan las olas sólo faltará que venga tu madre a darte el besito de buenas noches.
—Con que nos lo des tú nos conformamos, capitán —dijo Ambladión, el otro soldado con el que había hecho amistad Darkos durante el viaje.
—Pues entonces aféitate antes.
—Pensé que me darías el beso en la frente.
—¡A eso me refiero!
Los demás soltaron la carcajada. Pese a que ya se acercaba a los cincuenta años, Ambladión tenía un cabello híspido que le arrancaba casi del entrecejo, dibujando un pico de viuda que le daba un aspecto demoníaco cuando sonreía.
Para sorpresa de Darkos, Ahri se despidió de él hasta el próximo puerto.
—¿No vas a subir a la
Lucerna
con nosotros?
—No, yo viajaré en el
Karchar Gris
.
—¿Y eso?
Ahri desvió la mirada.
—Eh... Se lo he pedido a tu padre. Teniéndolo cerca me siento muy agobiado. —Bajó la voz—. Ya sabes, nuestro secreto.
—Los números de...
—Los números, a secas. Prefiero estar aislado. Si lo veo a todas horas, siento que no puedo fallarle, y así no logro concentrarme.
—¿Y él qué te ha dicho?
Ahri se encogió de hombros.
—Que lo entendía, y que así él también se libraría de mi verborrea. No me ofende. Sé que lo dice en broma y que aprecia conversar conmigo.
—Claro, claro —respondió Darkos, que sabía de sobra que su padre estimaba a Ahri, pero no tanto su conversación.
—Que tengas buena travesía, Darkos.
—Y tú también, Ahri.
Se estrecharon la mano. Luego Ahri se dirigió a la cola de embarque del
Karchar Gris
. Allí se puso a hablar con aquel soldado pelirrojo, que al cruzar la mirada con Darkos se movió para ocultarse detrás del Numerista.
Algo trama Ahri
, pensó Darkos. Algo que seguramente no tenía que ver con los números de las Tahitéis. ¿Qué sería?
—Diría que has dado un estirón desde la última vez que nos vimos.
Darkos se volvió. Ante él estaba el Gran Barantán. Cuando lo vio en la cubierta del barco, había pensado en acercarse a saludarlo. Pero parecía tan enfrascado en la conversación con su padre y con Linar, aquel tipo tuerto y tan alto de aspecto algo siniestro, que prefirió dejarlo para luego.
—Tampoco han pasado tantos días —insistió el hombrecillo—. ¿Cómo tienes la desfachatez de crecer? Me haces parecer más bajito de lo que soy.
—¡Vamos, yo te veo igual, así que no debo estar más alto!
—Bueno, era una manera cortés y a la par ingeniosa de saludarte y al mismo tiempo despedirme. Te pido disculpas por haber tomado prestado tu cuerpo. Por cierto, no deberías beber agua antes de acostarte. Cuando te levanté de la cama, tuve que hacer maravillas para conseguir que tu vejiga no se vaciara delante de la divina Samikir.
—Vaya, pues te agradezco mucho que no me dejaras orinarme encima.
—No seas tan sarcástico, muchacho. No es buena forma de decirse adiós.
—Tampoco será para tanto, ¿no? Cuando lleguemos a nuestro destino, seguro que nos vemos.
—Yo no voy a llegar a ninguna parte con vosotros, Darkos. —El mago curvó las cejas en un gesto que teñía su mirada de una tristeza inusitada en él.
—¿Qué quieres decir? ¿Después de organizar esta flota...?
—Sí, soy como el célebre capitán Taranto, que los embarcó a todos y se quedó en tierra. Tengo otra misión que cumplir. Así que, mi joven aprendiz, toma esto.
El Gran Barantán abrió la mano. Dentro de ella habría un diamante tallado, tan grande como un huevo de codorniz. Darkos lo recordaba de sobra. El mago lo guardaba en su boca, en una bolsa que se había practicado haciendo una raja en el interior de la mejilla.
—Lo he limpiado, por si vas a andar con escrúpulos.
—Pero... Esto vale muchísimo dinero. ¿Por qué me lo das?
—Para que te acuerdes de tu viejo maestro, que te enseñó a ir por el mundo con los ojos bien abiertos y a sujetar garbanzos entre los dedos de los pies. ¡Una habilidad que puede resultarte de gran provecho en el futuro! Y si alguna vez te ves en un aprieto, no dudes en venderlo o empeñarlo.
—Barantán, yo...
Darkos se dio cuenta, para su enojo, de que tenía los ojos empañados. ¿Cómo iba nadie a tomar en serio al hijo de Kratos May si seguía siendo un mocoso llorón?
—Venga, muchacho. ¡No tritures más y dame un abrazo!
Darkos lo hizo, y apretó con fuerza al hombrecillo. Durante su viaje por Valiblauka y Malabashi en aquel carromato pintado de estrellas, había pensado en matarlo más de cien veces. Pero ahora se dio cuenta de que iba a echarlo de menos.
Cuando se separaron, el Gran Barantán lo aferró por los hombros y le dijo:
—Cuida de ese calvo testarudo que tienes por padre. Es importante para todos.
—Lo sé, Gran Barantán.
Cuando ya se alejaba, caminando con pasitos cortos y golpeando con su bastón en el suelo, Darkos le llamó.
—¡Gran Barantán!
Él se detuvo y miró atrás.
—¿Volveremos a vernos? —gritó Darkos.
El Gran Barantán sonrió.
—Quién sabe, mi joven aprendiz.
¡Hid-dalá!
Según los antiguos poetas, el Bardaliut, hogar de los dioses inmortales y bienaventurados, es una ciudad cuyos cimientos no se sustentan en la tierra, sino que flotan sobre las cabezas de los hombres, más allá de las cimas de las montañas y de las alturas donde vuelan los gigantescos terones, e incluso por encima de los rasgados cirros que anuncian con sus reflejos la salida del Sol y de las lunas. [...]
Cuenta Barjalión en un poema que el héroe Minos Iyar llegó a atisbar el Bardaliut desde las montañas de Halpiam, cuando partió hacia el este en busca del secreto de la muerte, y que la morada de los dioses brillaba como un inmenso espejo en mitad de un vasto desierto, y que en su mitad superior se reflejaba la gloria del cielo y en su mitad inferior la negrura del infierno.
K
ENIR
,
Teoría de los orbes celestes
, II, 4-6
M
ikhon Tiq había leído muchas descripciones del Bardaliut, elucubraciones de filósofos, poetas y mitologistas. En ellas se hablaba de castillos de oro, torres de cristal, pináculos plateados que se elevaban al cielo como agujas. Además había visto grandiosos frescos en Malirie y en Koras que representaban la asamblea de los dioses reunidos en el salón del trono, primorosas miniaturas que retrataban a las divinidades en sus aposentos privados o ilustraciones de códices que mostraban el conjunto entero flotando sobre las montañas. Pero ninguna de esas descripciones ni pinturas hacía justicia a la realidad.
Sobre todo por el tamaño. Mas también por la forma, por la situación, por las estructuras complicadas e incomprensibles que poblaban aquel lugar.
Pese a que rebuscando en la biblioteca de sus recuerdos podía encontrar lugares asombrosos, no era lo mismo contemplarlo con sus propios ojos, estar allí y notar en sus pies las extrañas sensaciones de aquel lugar.
Todo había empezado en las ruinas de Narak cuando Mikhon Tiq inclinó la cabeza ante el gigante de la armadura oscura en señal de homenaje. Después le ofreció su vara mágica, la mitad inferior de la lanza de Prentadurt.
—Juventud, belleza y respeto. ¡Qué raro que esos tres caballos tiren del mismo carro! —respondió el desconocido.
Después empezó a hacerle preguntas. Satisfecho del interrogatorio, el gigante blindado había procedido a darle instrucciones. Mientras lo hacía, Derguín yacía a varios pasos de ellos, tendido contra el acantilado como una marioneta rota. Al concentrar sus sentidos en él, Mikha supo que seguía respirando y su corazón latía. Pero si se había fracturado algo, una costilla, un brazo, incluso una vértebra, necesitaría cuidados.
Unos cuidados que él no podía brindarle en aquel momento. El coloso requería toda su atención.
Él era el causante de la destrucción que los rodeaba; Mikhon Tiq no albergaba la menor duda. Entre los recuerdos de su castillo no guardaba una imagen precisa de él, y por más que Panuque el bibliotecario buscó entre los volúmenes de cientos de estanterías, no la encontró. Cuando la syfrõn de Puharmas, antecesor de Yatom y Mikhon Tiq, llegó a Tramórea atravesando el Prates, el gigante ya estaba herido y trataba de huir de los demás dioses. Puharmas nunca había llegado a verlo en persona.
Pero no podía ser otro que el dios loco, Tubilok.
Por suerte, ya no tenía consigo los tres ojos, en particular el que podía leer los pensamientos. Seguro que no le habría gustado que Mikhon Tiq lo tildara de demente, ni siquiera en su fuero interno. Pero resultaba difícil no pensar en Tubilok de ese modo, ya que había tantos mitos y narraciones que se referían a él como loco.
—¿Conoces el valor de lo que tienes en las manos, o crees que es un juguete lo que me ofrendas?
Mikha agachó la mirada. El gesto de humildad le permitía apartar la vista del inquietante rostro de Tubilok. Era como contemplar dos reflejos alternándose en las aguas de un estanque agitado por la brisa. Durante segundos se intuía un hermoso rostro de facciones nobles, con cabellos de plata y dos ojos azules tan curiosos y sinceros como los de un niño. Sobre esa imagen, se superponía el mismo semblante, pero con las cuencas vacías, negras e insondables como dos túneles abiertos a la nada, y un agujero similar en la frente.
Las voces también sonaban discordantes, una suave y modulada como la de un orador, la otra chirriante como una amoladera sacando filo al acero.
¿Cuál era el verdadero dios? El Tubilok del presente debía de ser el ciego que apretaba los labios con rencor, mientras que el rostro de ojos azules que sonreía y lo miraba todo como si lo contemplase por primera vez debía corresponder al Tubilok del pasado. Un semblante maduro, dotado de un extraño y sereno atractivo.
Pero Mikhon Tiq sospechaba que presente o pasado tenían poco que ver con la verdad.
—Mi señor, creo saber que se trata de un fragmento de la lanza de Prentadurt, arma de poder y símbolo de realeza de los dioses, de la que dicen que fue roja cuando la poseyó Manígulat y se convirtió en negra cuando pasó a tus manos.
—¿Y sabiendo que es un arma de poder me la ofreces por propia voluntad?
—Por propia voluntad, mi señor.
Era un juego arriesgado. Mikha no quería que Tubilok descubriera quién era y, sobre todo,
qué
era. Cuando el dios quiso saber cómo había llegado la lanza a su poder, el joven Kalagorinor le contó verdades, pero sólo a medias. Le habló de la batalla que se había librado en la Roca de Sangre, del hombre que se hacía llamar el Enviado y que pregonaba la llegada de Ariseka el Destructor, el dios que después de dormir mil años regresaba a Tramórea para incendiar el mundo.
—Y vino a su casa, y los suyos no lo conocieron —respondió Tubilok. Sus ojos azules brillaron con un velo de tristeza. De las cuencas vacías sólo brotaba odio—. ¿Qué hace creer a mortales y dioses que me complazco en la destrucción?
—La ignorancia, mi señor. Pues no saben que eres hacedor de grandes obras, que la Tramórea que habitan es divina creación de tus manos y de tu mente.
Sus palabras le sonaban tan rastreras y al mismo tiempo tan grandilocuentes que casi se le escapó una carcajada. Pero la adulación es un anzuelo que siempre engancha a su presa. Y Tubilok seguía siendo más humano de lo que él mismo creía.
En realidad, más humano que el propio Mikhon Tiq.
Porque tú estás traicionando a tu naturaleza mortal
, le dijo una voz interior. Era la misma voz del joven apasionado y rebelde que había discutido con Derguín en los días del certamen por
Zemal
.
«¿Qué buscas tú?», le preguntó entonces Derguín.
«La verdad. El conocimiento.»
¿Es eso cierto?
, se preguntó ahora. ¿Valía todavía aquella respuesta después de lo que había envejecido y aprendido durante el largo encierro con su propia syfrõn?