Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Para averiguar si eran soldados Ainari, preguntó a Folgam por sus uniformes.
—Vestían de negro. Llevaban a la espalda unos bultos grandes, atados a los hombros.
—Macutos.
—Bultos. Iban muy cargados, con piezas de metal a la espalda. Uno de ellos llevaba un trapo amarillo atado a un palo, con un pájaro pintado en el centro.
—¿Un pájaro? ¿No sería un terón?
Folgam cruzó la mirada con un par de sus hombres. Después dijo:
—No, no era un terón.
Derguín comprendió que no quería confesar que ignoraba lo que era un terón. Pensó que aquella unidad debía estar formada por hombres de Togul Barok. Ya desde que era príncipe, los miembros de su guardia personal vestían casacas negras, la bestia alada era su estandarte personal.
En realidad, ahora todos los soldados de Áinar eran hombres de Togul Barok. Pero Derguín dudaba de que al subir al trono hubiera sustituido el emblema tradicional Ainari, un león de dientes de sable, por el suyo propio. Tenían que ser miembros de una unidad especial.
No obstante, la pregunta crucial no era ésa, sino otra. ¿Era Togul Barok el hombre alto que encabezaba a los soldados? Bastantes peligros presentaba el futuro, tanto el inmediato como el de medio plazo, como para añadirles además a su gigantesco medio hermano.
Mientras tanto, Folgam siguió hablando. De sus palabras se deducía que los miembros de su tribu o aldea eran muy pocos. Debían estar todos hastiados de la conversación, las manías y los tics de los demás, así que la llegada de unos forasteros suponía una variación en su rutina.
Lo que no acababa de comprender Derguín era por qué los habían hecho prisioneros. Lo normal habría sido robarles sus pertenencias, caballos incluidos, y matarlos después, no obligatoriamente en ese orden. Los Ghahim podrían estar pensando en pedir un rescate por ellos, pero ¿a quién se lo reclamarían, si no conocían nada del mundo exterior? ¿Pretenderían adoptarlos como miembros del clan? Según la
Geografía
de Tarondas, al oeste de Pashkri había tribus que apresaban extranjeros y los obligaban a aparearse con sus mujeres para mezclar su sangre con ellos y prevenir que el abuso de la endogamia degenerara su raza.
Pero si las hembras de los Ghanim eran como sus machos, Derguín esperaba con toda su alma que no le hicieran copular con ninguna.
No tardaría en averiguar que el motivo de su captura era mucho más siniestro. Mientras tanto, siguieron caminando en la oscuridad. El terreno empezó a ascender, más accidentado que antes, y encontraron algunos matorrales y arbolillos.
—Has hablado de tres grupos —dijo Derguín—. ¿Cuál era el segundo?
—Encima que el tipo no se calla ni con la boca llena de moscas, tú dale carrete —protestó El Mazo en Ainari.
Uno de los Ghanim que iba detrás le clavó un palo aguzado en las costillas.
—¡Tú! ¡No hables raro!
El Mazo se volvió y dijo en Ritión:
—Cuando me suelte te voy a arrancar la lengua y hacer que te la comas, y así verás quién habla raro.
El Ghanim se rió con carcajadas estentóreas que hicieron dudar a Derguín de su salud mental.
—¡Ja, ja! A mí me encanta comer lengua, pero no me como la mía. ¡Me pido tu lengua! ¡Ja, ja, ja!
Después volvió a clavarle el palo al Mazo, esta vez con tanta rabia que le hizo sangre. El antiguo forajido optó por callarse; pero Derguín pensó que no le arrendaba la ganancia a aquel Ghanim si se acercaba al alcance de los puños del Mazo.
Bajaban ahora por un sendero angosto y algo escabroso. Sus sombras, proyectadas por las antorchas, bailaban en las laderas como gigantes de miembros alargados. Folgam contestó a la pregunta de Derguín sobre el segundo grupo.
—Anoche, fue anoche —dijo—. Vimos una fogata en el desierto. Eran mujeres, muchas mujeres. Tenían caballos y armas. Nos acercamos a su hoguera y capturamos a una.
¡Ariel y las Atagairas!
, pensó Derguín. Se preguntó cómo las Atagairas, que eran nictálopes, no habían visto aproximarse a los Ghanim en la oscuridad. Pero los detalles que añadió Folgam le dieron la explicación. Soplaba mucho aire, así que las guerreras estaban sentadas a barlovento de la hoguera. Así la protegían con sus cuerpos y de paso evitaban que las brasas y las llamas aventadas las quemasen. Los merodeadores, en cambio, se habían acercado desde sotavento para evitar que los olfatearan; algo que no habría sido difícil, pensó Derguín, tal como hedían sus cuerpos podridos de roña y escaras. De ese modo, el resplandor del fuego los había ocultado de la vista de las Atagairas.
—Capturamos a una mujer. Se había alejado del fuego para defecar. ¡Ja! La pillamos con las calzas en los tobillos.
—¡Yo la derribé de una pedrada! —dijo el Ghanim que se dedicaba a pinchar al Mazo—. ¡Con esta mano! —añadió orgulloso, levantando un brazo lleno de pústulas.
Qué heroico
, pensó Derguín, imaginándose la sórdida escena.
Dos de ellos, prosiguió Folgam, ataron a la Atagaira y se la llevaron a rastras como si fuera una novilla capturada, mientras el resto del grupo atacaba a las que creían indefensas mujeres.
—¡Putas, malvadas! ¡Traidoras! Estaban armadas con espadas.
—¿Qué os hicieron?
—Mataron a muchos Ghanim. ¡Cinco murieron!
—¿Sólo capturasteis a una?
—Una. ¡Pero pagó por todas!
Que no sea Ariel
, rogó Derguín.
—¿Era una mujer adulta?
—¡Ja! ¡Y más adulta fue cuando todos pasamos entre sus piernas! Pagó por todas esas traidoras.
Derguín sintió náuseas. El Mazo, esta vez en Ritión, exclamó:
—¿Cómo os atrevéis a llamar traidor a nadie vosotros, que nos habéis atacado mientras dormíamos?
Su torturador particular volvió a asestarle otro puyazo.
—¡Ja, ja, ja! ¡Cómo voy a disfrutar cuando me coma tu lengua, tipo grande!
A Derguín empezaba a escamarle tanta referencia a la comida. Pero ni él mismo se atrevió a seguir el sendero de aquel pensamiento.
—Una de esas putas tenía una espada que brillaba en la oscuridad —siguió Folgam—. ¡Le cortó la mano a Bertru!
—¿Esa espada la manejaba una niña?
—¡Una niña! ¿Cómo una niña iba a matar a mis valientes guerreros? ¿Era una niña la que te cortó la mano, Bertru?
El manco frunció el ceño y se rascó la frente con la misma mano que llevaba la lanza. Al hacerlo se arrancó una de las postillas, y una gota de sangre le cayó sobre la ceja. Se limpió con un dedo, se lo chupó como si fuera un sorbete y dijo:
—No era alta, no.
Derguín observó que llevaba el muñón sin venda. El corte era plano y limpio, el que podría haber dejado la hoja de
Zemal
, cauterizando de paso la herida. ¡Bien por Ariel!
—¿Y esas mujeres no vinieron a buscar a su compañera?
—No, esas cobardes no se atrevieron a perseguirnos —contestó Folgam—. ¡Sabían que los bravos Ghanim les darían una lección!
A Folgam no parecía preocuparle la incoherencia de su relato. Era obvio que los bravos Ghanim habían huido con el rabo entre las piernas, y si habían conseguido apresar a una Atagaira era sólo porque la habían pillado haciendo sus necesidades. Aun así, a Derguín le extrañaba mucho que las demás guerreras no hubieran intentado rescatar a su compañera.
Estando Ziyam al mando, todo es posible
, se dijo. Tanaquil habría sido capaz de poner en pie de guerra a todo el reino antes que perder a una sola de sus mujeres, pero su hija no obedecía más código de honor que el de su propio interés.
Poco después llegaron a la aldea de los Ghanim. Estaba situada en una hondonada en forma de V. No se veían casas ni chozas: sus habitantes moraban en cuevas excavadas en la arenisca de las paredes que cerraban la cárcava. En el centro se abrían varios pozos. Aquel pequeño oasis en medio de la árida extensión de Guinos había nacido gracias a las aguas freáticas. Allí crecían palmeras datileras, tamarindos y, algo apartados, como si no quisieran tratos con los demás, unos cuantos eucaliptos. Derguín habría agradecido prepararse una infusión con sus hojas para aspirar los vahos, pues el hedor que reinaba en el lugar era insoportable: una combinación a sudor revenido, queso agrio, carne podrida y excrementos. Para colaborar a la mezcla de aromas, cabras y ovejas correteaban por todas partes mezclándose con los humanos. Por comparación, el cubil de un corueco habría parecido una perfumería.
Folgam dejó los caballos junto a uno de los pozos, y ordenó a dos de sus hombres que se encargaran de ellos y les dieran de beber.
—Éste nos lo comeremos mañana —dijo, palmeando las ancas de la montura de Derguín—. Éste dentro de cuatro días —añadió haciendo lo mismo con el caballo del Mazo.
Mientras los improvisados caballerizos ataban a los animales a un tamarindo, el resto de la comitiva se acercó al centro de la aldea. Los demás Ghanim debían de estar esperando su llegada, pues el lugar estaba iluminado por antorchas y fogatas y nadie dormía. Salieron a recibir a la expedición entre gritos y alharacas. Mujeres y niños se acercaban para tocar o pellizcar a los dos prisioneros, y después se retiraban con carcajadas tan destempladas como las que Derguín y El Mazo habían venido oyendo durante todo el camino.
Una aldea entera de locos
, pensó Derguín. Una de las escenas que vio se lo corroboró. Una mujer estaba acuclillada junto a un fuego, revolviendo algo en un puchero. Uno de los miembros de la partida de merodeadores, precisamente Bertru el manco, se acercó a ella por detrás, la puso de rodillas, le levantó la ropa sobre las nalgas y sin más preámbulos la penetró allí mismo. Varios críos, algunos de los cuales no podían tener más de dos años, formaron un corro alrededor de la pareja copuladora y empezaron a saltar, a chillar y a tirar de los pelos a la mujer, que no parecía demasiado sorprendida por el asalto.
Al menos, aquellos lunáticos no eran demasiados. Allí debían vivir como mucho cien personas. Todos ellos, incluso los niños, mostraban la piel cuarteada por las mismas pústulas pardas, y los bordes de los ojos y el interior de la nariz tan rojos como si se los hubieran despellejado. Derguín se imaginó que aquella enfermedad tenía por fuerza que ser muy dolorosa, pero los Ghanim debían de estar acostumbrados.
Por cómo trataban y saludaban a Folgam, era evidente que se trataba del jefe de la tribu, no sólo de la banda de salteadores. Folgam agarró a Derguín del codo, como para demostrar que se trataba de su botín personal, y tiró de él abriéndose paso entre la gente para enseñarle algo.
—¡Mira, mira! ¡Nuestra presa!
Allí estaba la Atagaira. La habían atado a una gran estaca clavada en el suelo. La cabeza se hallaba casi intacta, salvo por un pegote de sangre que manchaba su melena casi blanca. Folgam tiró de los cabellos para que Derguín pudiera verlos bien.
—¡Aquí, aquí le di! ¡Donde Folgam pone el ojo, allí llega su piedra!
Los brazos también seguían enteros, pero le habían arrancado la carne y las vísceras del tórax, de tal manera que se veía todo el costillar, desnudo salvo por algunos restos que no habían conseguido mondar con los cuchillos y que ahora se disputaban bandadas de moscas y avispas. Las piernas habían desaparecido.
—Creo que esos hijos de puta piensan comerse mi lengua de verdad —masculló El Mazo, recurriendo de nuevo al Ainari.
—Y todo el resto —respondió Derguín.
Folgam corroboró sus temores al explicarles que iban a sacrificarlo a su dios, y que después se comerían su carne y sorberían el tuétano de sus huesos. Él, personalmente, se reservaba los testículos de ambos como manjar.
—Ahora, ¡venid! Quiero que el dios vea cuánta carne traemos.
Una mujer más audaz que las demás se acercó al Mazo y le clavó un palo en la pierna. El gigante Ainari se revolvió y le tiró una patada, pero la mujer se escurrió como una lagartija. Todos rieron de nuevo en ese disonante coro de carcajadas que resultaba casi lo más espeluznante de aquel lugar de pesadilla.
—¡Dejad a los prisioneros! —exigió Folgam, levantando el cuchillo como si fuera un cetro para poner orden—. Cuando los pongamos sobre las brasas todos podréis pincharlos. Y les arrancaréis tiras de carne. Y os haréis túnicas con su piel. ¡Y les reventaréis los ojos entre los dientes! —A cada nuevo comentario, los Ghanim respondían con una ovación—. ¡Pero antes tenemos que descubrir la piedra y ofrecer plegarias al dios!
A unos veinte pasos de la estaca donde habían colgado los restos de la Atagaira había una hoguera rodeada de piedras, y sobre las brasas al rojo una gran parrilla de metal. Varias mujeres abanicaban las ascuas con hojas de palma para avivarlas.
Derguín y El Mazo cruzaron una mirada.
Yo no me voy a dejar
, decían los ojos del Ainari.
Derguín estaba de acuerdo. Si los Ghanim querían matarlos, tendrían que hacerlo luchando.
Dejaron atrás la parrilla, al menos de momento, y siguieron caminando hacia el vértice de la V. El suelo en esa zona se veía lleno de huesos humanos. Había cráneos de diversos tamaños, pero la mayoría eran tan pequeños que Derguín habría podido abarcarlos con ambas manos.
Son calaveras de bebés
, pensó con un estremecimiento. Los bebés de los propios Ghanim.
Comprendió que aquello poseía su lógica, aunque fuese una lógica bárbara y salvaje. Un lugar tan miserable no daba para alimentar muchas bocas. Por lo que estaba observando —una pareja más se había puesto a fornicar delante de todos, mientras que a otra mujer la compartían dos hombres—, los Ghanim no eran adeptos de la abstinencia sexual. ¿Cómo controlar su población para no sufrir hambruna?
Muchos otros pueblos practicaban el infanticidio como herramienta para reducir la natalidad. Algunos lo reconocían, como los Abinios, o lo hacían de forma clandestina, como los Ainari y los Ritiones. Los Ghanim habían ido un paso más allá. Ya que mataban a los niños que no podían alimentar, debían de haber pensado, ¿por qué no aprovechar su carne para complementar la parca dieta de los vivos?
Llegaron por fin al corazón del poblado. Donde las dos paredes de arenisca convergían, en el extremo de la cárcava, había una tarima de madera medio podrida, y sobre ella un objeto cubierto por una manta harapienta. Al parecer, los Ghanim no eran capaces de mantener la mínima higiene ni tan siquiera con los objetos que adoraban.
Folgam retiró la manta.
—¡Contemplad, extranjeros, nuestro orgullo! ¡La Piedra del Origen!