El corazón de Tramórea (74 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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Ulma Tor se esforzó por desmaterializarse y materializarse de nuevo para unir los dos fragmentos de cabeza. Pero
Zemal
dibujó un bucle en el aire, se hundió en su hombro y penetró hasta la ingle. Mientras le golpeaba con la mano derecha, Derguín usó la izquierda para agarrar la otra espada y arrancarla de su cuerpo de un tirón.

Todo estaba ocurriendo demasiado rápido. Derguín actuaba siempre una fracción de segundo por delante de él. Ulma Tor no podía contraatacar, porque bastante tenía con reconstruir los estragos que le infligía su rival.

La Espada de Fuego se clavó de nuevo en su cuerpo, desde el ombligo hasta la nuca. Pero esta vez Derguín tuvo la osadía de agarrarlo del cuello con el guantelete y acercarse tanto a él que pudo ver el brillo de sus iris verdes a través del visor del yelmo.

—Cuando vayas al infierno, dale recuerdos a tu señor Tubilok.

—Yo no tengo señor —silabeó a duras penas Ulma Tor. El calor de la hoja era cada vez más intenso, como una estrella condensada dentro de su cuerpo.

—Explícaselo a él cuando lo envíe a hacerte compañía.

Ulma Tor sintió cómo todos sus tejidos se incineraban de dentro afuera a una velocidad que no podía controlar. Ese cuerpo del que se había servido durante tantos siglos lo había traicionado.

Pensó:
En este asqueroso universo no puedes confiar en nada
. Y en ese momento se acabó la lucha.

A los pies de Derguín sólo quedaba un pequeño montón de pavesas. ¿Tan poco abultaba al final el cuerpo de un hombre? Mientras Ulma Tor se abrasaba con la llama de
Zemal
, Derguín había visto a través del yelmo nubes de vapor blanco que se desprendían de él entre siseos. Agua y ceniza, a eso se reducía todo.

Pateó las brasas para dispersarlas. ¿Había acabado con Ulma Tor? Le había visto sufrir derrotas parciales antes, cuando huyó de la selva herido llevándose el espíritu de Mikhon Tiq y en la tienda de Yibul Vanash. En ambas ocasiones se había recuperado para seguir obrando el mal.

Pero ahora parecía distinto. No quedaba más rastro material de él que esas cenizas ya frías que no se distinguían del polvo del suelo.

Esta vez se acabó
, pensó.

Ariel esperaba de rodillas, con la cabeza gacha.

—Necesito la vaina, Ariel.

Sabía que su voz debía sonar metálica y deformada por el yelmo. Temblando como una hoja, la niña recogió la funda de cuero del suelo. Pero no se levantó para dársela, sino que caminó arrastrando las rodillas por las losas rotas. Después extendió los brazos, hundiendo la cabeza entre ellos hasta rozar el suelo.

—Toma, mi señor —dijo con voz débil.

Derguín abrió los cierres del yelmo y se retiró la visera hacia atrás. Sólo entonces cogió la vaina que le ofrecía Ariel. Pero antes de guardar la espada, besó suavemente la cabeza tallada en el pomo. Le dio la impresión de que aquella carita diminuta le sonreía.

—No volveremos a separarnos. Te lo prometo —dijo, y volvió a besarla.

Una corriente de calor bajó por su cuello y recorrió su cuerpo hasta llegar a los dedos. El esfuerzo de la quinta aceleración, Ahritahitéi, había sido intenso. Pero la energía que atravesaba sus miembros parecía reparar todos los daños, incluso las heridas del pasado.

Nunca más vería a aquella espada como una tortura ni una obsesión. Era más bien una mujer impetuosa y ardiente con la que tenía que aprender a convivir.

La guardó en la funda, y se colgó ésta del cinturón que rodeaba el faldar de la armadura. Después soltó los broches que cerraban la coraza y se la quitó. Tal vez corría un riesgo, pero no quería que su primer abrazo como padre estuviera erizado de pinchos y crestas.

Ariel seguía sin mirarlo, postrada de hinojos y con la frente clavada en el suelo, como si quisiera hundir la cabeza aún más abajo. Sus costados se movían en convulsiones casi rítmicas. Estaba llorando en silencio, tratando en vano de contener unos sollozos tan profundos que le contraían todo el cuerpo.

Derguín clavó la rodilla izquierda en el suelo, la agarró de los hombros y tiró de ella para levantarla. La niña se resistió.

—Mírame, Ariel.

—No.

—Mírame, por favor.

—No soy digna de mirarte a la cara, mi señor.

Derguín hizo más fuerza y logró enderezarla. La niña le miró a los ojos por fin. Él sintió un calor menos intenso pero más dulce que el de
Zemal
, que se derramaba lentamente por su cuerpo, un calor que nunca había sentido antes. De pronto veía a Ariel como si fuera otra persona. El cabello negro, ahora polvoriento, era el de su madre. En cambio, los ojos verdes como malaquita, hinchados de tanto llorar, se parecían a los de Derguín. Tenía la cara llena de churretes y ojeras de cansancio, pero nunca la había visto tan guapa.

—No me llames más «mi señor».

La barbilla de Ariel tembló.

—¿Me vas a... abandonar? —preguntó con voz trémula, y volvió a bajar la cabeza y cruzó los brazos, abrazándose sus propios hombros—. Me lo merezco, me lo merezco.

—No me has entendido, Ariel. No quiero que lo hagas, porque no es forma de llamar a tu padre.

La niña levantó la cabeza y abrió los ojos de par en par.

—¿Lo sabes?

—Lo sé.

Derguín tiró de ella, y Ariel se rindió. De rodillas, se abrazaron con tanta fuerza como si alguien estuviera intentando separarlos, y ambos derramaron lágrimas que empaparon las mejillas del otro.

—Todo ha sido culpa mía —sollozaba Ariel—. Mi madre ha muerto, lo sé. Por mi culpa, todo por mi culpa.

—Chssss. Cálmate, ya se acabó todo. —Derguín no quiso confirmarla de momento qué había pasado con su madre. Pero Ariel seguía con su letanía.

—Soy muy mala persona. Te robé la espada. El Mazo murió por mi culpa. Antea ha...

Derguín la apartó un poco para mirarla a la cara.

—Ariel, El Mazo no está muerto.

El gesto de la niña cambió de golpe.

—¿Es verdad entonces? ¿Ziyam lo resucitó?

Así que fue eso
, pensó Derguín. Confirmando su sospecha, Ziyam había utilizado el sentimiento de culpabilidad de Ariel para conseguir que le robara a
Zemal
.

—Ziyam no lo pudo resucitar, porque tampoco lo mató. Lo que le clavó era una espina de inhumano. ¿Recuerdas lo que te pasó a ti? El Mazo pronto llegará. Yo me he adelantado con
Riamar
en cuanto he sabido que estabais aquí.

Ariel volvió a abrazarle y rompió a llorar más fuerte, pero esta vez eran lágrimas de desahogo. Derguín dejó que lo hiciera unos segundos, y después la ayudó a levantarse.

—Tenemos que atender a Neerya, Ariel.

—¡Sí! —exclamó ella. Su voz volvía a sonar más aguda, tan vivaz como la del supuesto chiquillo al que había conocido en Narak. Corrió hacia el extremo del patio donde yacía Neerya.

Derguín la siguió, apremiado por la misma urgencia. Al ver la mancha de sangre en la columna y la posición desmadejada del cuerpo de Neerya, temió lo peor. Pero cuando se agachó junto a ella comprobó que todavía seguía viva, aunque su respiración era débil.

—Neerya —susurró, casi a su oído. El semblante de la joven estaba demacrado, los pómulos tiraban de la piel como si quisieran rasgarla y su tez morena se veía cetrina—. Neerya, soy Derguín.

Ella no abrió los ojos. Derguín se acercó más y la besó en los labios, tan sólo un suave roce. Era el contacto más íntimo que habían tenido nunca. Ahora que estaba seguro de que Tríane ya era incapaz de hacerle daño, Neerya no podía verle ni oírle.

Con mucho cuidado, miró detrás de su cabeza. Tenía una herida en la parte posterior, por encima de la nuca, casi en el mismo sitio donde él se había herido cuando lo atacó Tubilok. Había dejado de sangrar, pero por dentro podía tener una lesión grave. Derguín apenas se atrevía a moverla. Sabía que había soldados que por golpes así quedaban paralíticos para siempre.

—Quédate con ella, Ariel.

La niña asintió moviendo la barbilla con vigor. Derguín se incorporó y se acercó a la Atagaira que acompañaba a Ziyam.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó en Nesita.

Ella no contestó. Sus ojos parecían empañados por un velo y no parpadeaban. Cuando Derguín la tocó en el hombro, se desplomó como un árbol talado.

Derguín se agachó sobre ella. Su rostro de por sí pálido se veía envejecido, exprimido como un odre vacío. No comprendía cómo había aguantado de pie, porque había dejado de respirar, estaba rígida y ya empezaba a enfriarse.

Se levantó de nuevo. Ziyam se acercaba a él arrastrando los pies.

—Derguín... Derguín... —murmuró, levantando las manos para intentar abrazarlo. Se había convertido en un espectro desvaído. No sólo se le transparentaban las venas de las muñecas, sino también los tendones, y sus dedos se habían convertido en garras afiladas. Tenía las pupilas apagadas y unas ojeras negras como la noche, y el cabello que antes brillaba como el fuego ahora parecía de arena descolorida.

Pese a su aspecto, Derguín era incapaz de sentir lástima por ella. Tan sólo la apartó de sí, sin brusquedad pero con firmeza. Ziyam estaba tan débil que cayó al suelo sentada, y allí se quedó, mirando a la nada y revolviendo con el dedo un bucle que empezaba a crecerle sobre la oreja.

No había nadie más, aparte del cadáver de Antea, la jefa de las Teburashi. Los caballos que habían traído Ariel y las Atagairas yacían junto a un ciprés, reducidos a costillares de aspecto sarnoso.

El patio se había convertido en un lugar de muerte.

Derguín oyó un ruido que lo alertó. Venía de detrás de la columnata que cerraba el patio por su parte norte, la única que se conservaba intacta. Eran pasos rítmicos, como los que produce un ejército al desfilar.

Aunque todavía sonaban lejos, Derguín se apresuró a recoger la coraza y ponérsela de nuevo. Ariel corrió hacia él para ayudarle con los cierres.

—Gracias, Ariel. Pero tú debes quedarte al lado de Neerya.

—¿Quién viene ahora?

Mis amigos no
, pensó Derguín. Les había tomado demasiada ventaja, y además lo más lógico era que llegaran por la parte sur.

—No lo sé, hija. Pero no te preocupes, no va a pasar nada.

Se caló el yelmo y cerró la visera. Después le hizo un gesto a
Riamar
. El unicornio blanco se acercó trotando. Derguín se agarró a sus crines, puso el pie izquierdo en el estribo y subió. Solía montar a
Riamar
a pelo, pero había observado que cuando llevaba la armadura al unicornio le salían rozaduras, así que lo había convencido para que se dejara ensillar.

Se dirigió hacia la esquina noroeste y salió del patio cruzando bajo un arco de medio punto. Después movió la rodilla izquierda ligeramente, y
Riamar
torció hacia la derecha interpretando su gesto.

Al otro lado de la columnata el panorama estaba más despejado, pues apenas había paredes que superaran los dos metros de altura. Mirando hacia el norte, la calzada que habían seguido hasta allí pasaba entre dos edificios ruinosos y después, a unos treinta metros de donde se hallaba Derguín, cruzaba entre unos escombros blanquecinos que debían ser los restos de la puerta de la muralla. A partir de ese punto la vía pavimentada se convertía en una carretera negra como la de la isla de Arak o el desierto de Guinos que conducía directamente al borde del abismo donde flotaba la burbuja de estasis.

Pero antes de llegar allí, la carretera se abría en un ramal que giraba a la izquierda y subía por una cuesta hasta llegar a la Torre de Sangre. Por la intersección venía un grupo de soldados con uniformes negros que marcaban el paso con sus botas. Uno de ellos llevaba un estandarte, una bandera amarilla con un terón negro.

Aunque no hubiese reconocido el emblema, el hombre que caminaba al frente de la compañía descollando sobre las cabezas de todos era inconfundible. La última vez que Derguín había visto a su medio hermano, éste manoteaba en el aire con gesto de rabia mientras se precipitaba por aquel pozo en la torre de Arak.

Desenvainó la Espada de Fuego y aguardó.

Cuando atravesaron la entrada de la ciudad, Togul Barok hizo un gesto y sus hombres se detuvieron, clavándose en posición de firmes con un último pisotón colectivo que levantó ecos entre las piedras abandonadas.

—¡Esperad aquí, Noctívagos!

El nuevo emperador de Áinar se adelantó, mientras sus manos buscaban algo en su espalda, por debajo de la capa. Cuando vio aquel objeto, Derguín lo reconoció al instante. Lo había contemplado en los sueños que compartía con Togul Barok, y también en las visiones evocadas por el diario de Zenort.

Era la otra mitad de la lanza de Prentadurt. Punta y asta parecían fundirse, tan negras como la sima inconcebible que se extendía detrás de los hombres de Togul Barok.

Derguín desmontó. No quería arriesgar la vida de Riamar, y si tenía que entrar en aceleración de nuevo, de poco le serviría hacerlo cabalgando al unicornio.

Togul Barok señaló con la lanza hacia él. Por debajo del yelmo, Derguín tragó saliva. Conocía el poder de aquella arma, pero ignoraba si la Espada de Fuego podría protegerlo. En la tienda del Enviado, Ulma Tor había dirigido contra él la otra mitad de la lanza. Derguín suponía que, si no la había utilizado para matarlo, era porque algo lo protegía.

Por el momento, no lo supo. Togul Barok giró la muñeca y la moharra negra dejó de apuntarle.

—¿Tú conoces a un viejo tuerto y alto llamado Linar?

Qué forma tan extraña de saludar
, pensó Derguín. Cualquier otra reacción le habría parecido más lógica, empezando por abalanzarse sobre él con furia homicida.

—¿Por qué lo quieres saber?

—No es una pregunta difícil de contestar —respondió Togul Barok.

—Lo conozco, sí.

—¿Fue él quien te dijo que vinieras aquí?

—No. ¿Y a ti?

Togul Barok asintió, y añadió:

—Me ha hecho cruzar el mundo de un lado a otro, y no sé por qué.

—Creí que estabas muerto.

—Siento decepcionarte, pero los subsuelos de Tramórea esconden muchas sorpresas.

—No me refería a eso. Cuentan que la lluvia de fuego que cayó del cielo la noche en que se apagaron las lunas destruyó Mígranz, y también aniquiló a tu ejército.

Togul Barok se volvió hacia sus hombres y los miró. Luego se giró de nuevo.

—De momento, éste es mi ejército y puedes ver que estoy vivo. Pero es cierto que Mígranz ya no existe. Fue allí donde Linar se presentó ante mí y me dijo que viajara al desierto donde encontré una cúpula negra que nos ha trasladado aquí por algún extraño sortilegio.

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