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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (69 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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La inscripción estaba demasiado deteriorada para leerla. En cualquier caso, Togul Barok había aprendido a hablar Arcano durante su peregrinación subterránea con la Tribu, pero no conocía el alfabeto.

Al menos, allí encontraron varios pozos de agua potable y pudieron rellenar los odres. Empezaba a caer la tarde cuando Togul Barok decidió proseguir su viaje. La cúpula negra los llevaría de regreso al desierto. A partir de allí, ¿qué harían? ¿Regresar a Áinar y esperar con las manos cruzadas la conjunción de las tres lunas y el cataclismo final?

Ya que habían llegado hasta los confines de Tramórea, le pareció que lo más lógico era seguir explorando el lugar y buscar respuestas. Al sur se abría el estrecho y las únicas embarcaciones a la vista eran los restos podridos de dos galeras, de modo que el único camino que les quedaba era hacia el norte. Allí donde el mapa de Tarondas sólo mostraba una vasta nada.

No tardaría mucho en descubrir que la palabra «nada» era más literal de lo que había creído.

Desde los restos de la muralla salía una calzada que recorría de sur a norte el promontorio donde se alzaba Zenorta. Las juntas entre los adoquines se habían convertido en pequeños viveros de malas hierbas y el pavés estaba desnivelado y torcido como el espinazo de un jorobado. Aparte de eso, se mantenía en condiciones aceptables, y los miliarios de piedra de las márgenes seguían en pie. Sin embargo, las inscripciones habían desaparecido, picadas a golpe de cincel. Quienes fueran los enemigos que habían atacado y destruido Zenorta, no debían tenerle ningún afecto a la antigua ciudad, pues habían intentado borrar incluso el recuerdo de su existencia.

Unos cuantos kilómetros después, la calzada empezó a descender. Bajo ellos se extendía una larga lengua de tierra, casi al nivel del mar. Siguiendo hacia el norte el terreno volvía a subir y el istmo se unía a la masa del continente. Lo que había más allá no se alcanzaba a ver, porque el terreno era más elevado que el del promontorio donde se alzaba la ciudad.

La noche les cayó encima cuando terminaron de bajar la cuesta. Togul Barok decidió que sus hombres se merecían un descanso, y acamparon en un claro rodeado de bambúes gigantes.

En el cambio entre la tercera guardia y la cuarta, Togul Barok, que tenía el oído muy fino, se despertó al oír los susurros de los centinelas que se daban el relevo. Durante unos minutos se quedó mirando al cielo, esperando a conciliar el sueño de nuevo. Fue entonces cuando vio pasar un bólido que surcó el firmamento hacia el oeste. Normalmente, las estrellas fugaces se desvanecían mucho antes de llegar al horizonte, pero aquel meteoro siguió volando, cada vez más brillante, hasta perderse de vista.

Poco después cayó otro bólido. Mientras lo contemplaba, Togul Barok estaba muy lejos de imaginar que la ciudad donde había nacido, la sede de su imperio, se acababa de convertir en vapor, roca fundida y cenizas ardientes.

Al amanecer reemprendieron la marcha. El istmo era tan estrecho en algunos puntos que, allí donde los bambúes lo permitían, podían ver a su derecha el mar de los Sueños y a su izquierda el de Kéraunos. No encontraron huellas de habitación humana. En el bosque reinaba el silencio, pero cuando lo dejaron atrás volvieron a oír el rumor del mar y los graznidos de las gaviotas, los cormoranes y las garzas.

A media tarde emprendieron la subida por un empinado talud que unía el istmo con la masa continental. Lejos a su izquierda se levantaban las primeras estribaciones del macizo de Halpiam, y más lejos todavía se divisaban cumbres nevadas. Pero el terreno hacia el que los conducía lo calzada, recta como una flecha dirigida al norte, seguía oculto por el relieve.

Por eso, cuando coronaron la cuesta y el panorama se reveló ante ellos de repente, se quedaron boquiabiertos.

—¿Habéis visto qué paisaje? —preguntó jadeando el menudo y nervioso Colibrí, volviéndose hacia el sur. Desde allí se dominaba toda la península, y las ruinas de Zenorta se adivinaban a lo lejos como una mancha negra—. ¡Es impresionante!

—¿Quieres ver algo impresionante? Mira esto, enano —le dijo Roquedal, y le hizo dar la vuelta con una mano tan pedregosa como su mote.

A Colibrí se le pusieron los ojos como platos, igual que les había ocurrido a todos los demás.

Desde niño, Togul Barok, criado en el hieratismo de la corte imperial y el estricto control de las emociones que propugnaba su tutor Brauntas, se había acostumbrado a mostrarse impávido ante cualquier estímulo externo.

Pero ahora contuvo el aliento, sobrecogido por el espectáculo. Dentro de su cabeza, notó cómo Quimera se removía.

No era para menos.

Debían de estar a casi cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. El terreno descendía suavemente hacia el norte, atravesando una zona sembrada de arbustos y pedregales. Por allí serpenteaba la calzada, esquivando los peñascos mayores y desapareciendo a ratos de la vista para reaparecer poco después coronando alguna cuesta.

A lo lejos, a cuatro o cinco horas de camino, se divisaba otra ciudad, y dominándola sobre un cerro una torre cónica. A juzgar por la distancia, debía de ser muy alta.

Pero no era aquel edificio lo que había quitado el habla a los Noctívagos, soldados que habían sobrevivido a una lluvia de meteoritos y al ataque de la diosa de la guerra.

Más allá de la torre, la meseta seguía descendiendo hasta llegar al borde de una vasta depresión.

Aunque ni «vasta» ni «depresión» eran palabras adecuadas para lo que estaban viendo.

Al llegar a aquel punto, el horizonte simplemente desaparecía, se hundía. Más allá de la torre cónica, entre el mar a la derecha y las montañas a la izquierda, se extendía una inmensa nada, una sima negra que debía medir decenas, tal vez cientos de kilómetros de este a oeste. Hasta dónde alcanzaba al norte era imposible saberlo. El borde más alejado de aquel abismo se recortaba negro contra el azul del cielo, en un contraste tan intenso que era como contemplar a la vez la noche y el día.

—Espíritus del averno —murmuró Batidor Uno—. ¿Qué es eso?

—Es... Es... —musitó otro.

—Nada —concluyó Roquedal—. Es la puta nada.

Togul Barok no podría haberlo expresado mejor. Era como una enorme boca abierta en la tierra, tan grande como para tragarse una región, un país entero. Más que un «algo» era una ausencia, un hueco en la visión, en la misma existencia. Mirarlo casi era físicamente doloroso, como si todo aquel terreno que faltaba se lo arrancaran a los ojos.

Y, sin embargo, no era lo más asombroso. Aquel pozo de dimensiones telúricas habría bastado para enmudecerlos. Pero en su centro había —¿flotaba?, ¿se sostenía sobre un pedestal invisible?— una gigantesca cúpula. Rodeada de negrura, aquella semiesfera relucía como un espejo perfecto que reflejaba el cielo y devolvía a los ojos de los Noctívagos el brillo del sol que tenían a sus espaldas.

—Yo creo que no es una cúpula —dijo Avizor, al que llamaban así por su penetrante vista—. Juraría que es una esfera.

Togul Barok entrecerró los ojos, lamentando no tener la visión tan acrecentada como los verdaderos dioses. Pero sí le pareció que por debajo de la cúpula había otra semiesfera, apenas perfilada contra la oscuridad del inmenso pozo, pues en su superficie se reflejaba la negrura del abismo.

—Si no hemos llegado al fin del mundo —sentenció Capitán—, que vengan los dioses y lo vean.

Conforme se acercaban, el horizonte negro cada vez abarcaba más extensión, hasta que llegó a ocupar todo lo que tenían ante la vista. Realmente, era como si allí se acabara la tierra, sustituida por una franja de noche perpetua.

Aparte de la ciudad que se vislumbraba a lo lejos, seguían sin descubrir huellas de seres humanos: ni muretes, ni casas, ni sembrados. Tan sólo vieron liebres, buitres, bandadas de cuervos, manadas de onagros y antílopes de estepa. Incluso encontraron a un dientes de sable solitario. El felino, tumbado en una ladera polvorienta, estaba usando sus largos colmillos para terminar de rajar la garganta de un infortunado onagro al que había derribado con sus zarpas. Togul Barok desenfundó el cuchillo de Tahedorán que llevaba al cinto. Los dientes de aquel león parecían más largos. Por un momento pensó en darle caza y arrancárselos, pero desechó la idea.

Cuando se puso el sol, Togul Barok decidió que vivaquearían en una pequeña hondonada sembrada de espadañas. Una loma los protegía de la perturbadora visión de lo que habían denominado el Abismo Negro. El emperador encontraba a sus hombres tan conmocionados por la visión y la cercanía de aquel lugar que dobló la ración de vino habitual y permitió a cada uno beber medio cuartillo. Eso casi agotó su provisión, pero había que levantar los ánimos. Cuando vio que los ojos de sus soldados empezaban a reflejar las llamas de la hoguera con brillos más cálidos, los arengó.

—Os estoy oyendo decir que esa sima es la boca del infierno, o que si nos acercamos a esa negrura nos devorará a todos. Pero ¿quiénes están en el infierno?

—¡Los muertos!

—¿Y qué somos nosotros?

—¡Muertos!

—¿A qué debemos tener miedo?

—¡A nada!

—¿Quiénes somos?

—¡¡N
OCTÍVAGOS
!!

Aunque aquellas breves soflamas le parecían algo pueriles, subían la moral de sus hombres, algo que hacía mucha falta después de tantos días de marchas forzadas sin saber exactamente cuál era su objetivo. Los Noctívagos no se atrevían a interrogar a su emperador, pero murmuraban entre ellos.

Él mismo se preguntaba adónde se dirigían. Habían venido siguiendo el consejo de un viejo loco y las informaciones incompletas de una diosa lujuriosa. Pero, al fin y al cabo, corrían tiempos absurdos. Mientras no supiera nada de Linar ni Taniar, Togul Barok obedecería al único principio que le parecía lógico: caminar hacia el lugar que más le llamara la atención. Sin duda, en estos parajes perdidos del este dicho lugar era el Abismo Negro. Si no encontraban respuestas allí... Ya pensaría algo.

Reanudaron la marcha con los primeros albores. El día había amanecido tristón, con un celaje de nubes altas y onduladas que parecían enfriar la luz del sol y presagiaban mal tiempo.

Cuando coronaron la loma, algunos de los soldados salmodiaban entre dientes, rogando a los espíritus intermedios —ya que los dioses los habían abandonado— que el Abismo Negro hubiese desaparecido.

Pero allí estaba, devorando la mitad del mundo. Y sobre él flotaba la esfera de cristal. Su parte superior reflejaba las nubes con tal perfección que más parecía contenerlas, y su enorme panza era incluso más negra que las tinieblas contra las que se perfilaba.

La calzada seguía bajando hacia la inmensa depresión. No tardaron mucho en llegar a la ciudad que habían divisado el día anterior. Togul Barok sospechaba que se encontraba abandonada, y su suposición se confirmó. Por lo que dejaban entrever sus ruinas, la arquitectura parecía del mismo estilo que la de Zenorta, aunque la piedra era más clara, pues allí predominaba el granito y no el basalto.

Al menos, caminando entre paredes y columnatas derruidas no podían ver el Abismo Negro. Togul Barok se preguntó si la nada había aparecido cuando la ciudad ya existía o si sus habitantes la construyeron al borde de la sima. Por alguna razón, sospechaba que la segunda hipótesis era la correcta. En tal caso, o eran unos valientes o unos inconscientes.

Allí ni siquiera había estatuas. Sólo piedra derruida y restos de madera tan carcomidos que pesaban como corcho.

Casi sin darse cuenta, se encontraron fuera de la ciudad. La calzada se convertía en una carretera negra, igual que la que habían recorrido al atravesar Guinos. O que la que Togul Barok había visto en Arak.

En aquella isla, en el confín occidental de Tramórea, había hallado las ruinas de otra ciudad. Pero era muy distinta de ésta. Los edificios de Arak eran mucho más altos. Ninguno se encontraba intacto, pero sus esqueletos estaban formados por enormes vigas de metal y hormigón. En el suelo, en lugar de sillares, había grandes placas de cristal, y paneles de otros materiales que Togul Barok no había visto en su vida. Cuando atravesó aquellas ruinas, no había pensado demasiado en ellas, pues estaba obsesionado con llegar cuanto antes a su destino y conseguir la Espada de Fuego.

Pero ahora, al ver la calzada negra que llevaba hacia el abismo, se preguntó si aquellos dos lugares tan distantes no tendrían alguna relación. ¿Qué escondía aquella inmensa burbuja de cristal que flotaba sobre la nada?

¿Será otra ciudad?
, se preguntó. Algunos mitos hablaban de una ciudad prohibida, un lugar ajeno a hombres y dioses, y la situaban muy lejos al este. Tal vez...

—Mi señor.

Togul Barok se volvió y bajó la mirada. El soldado que se había dirigido a él era Ritión. Lo llamaban así porque su padre era Ritión del sur, nacido en el puerto de Haida. Por ser mestizo, no se le había permitido ascender en su unidad, aunque llevaba ya diez años en el ejército. Pero cuando bebió la Mixtura y superó el Trago, Togul Barok, siempre práctico, decidió olvidar prejuicios de sangre y alistarlo en la compañía Noche.

—Es sobre ese edificio.

Togul Barok dirigió la mirada hacia la torre cónica. Medía más de cien metros, y estaba rodeada por una rampa que subía hasta la cúspide.

—En Ilfatar, cerca de mi ciudad, había un edificio igual. Lo llamaban la Torre de la Sangre. Creían que era un lugar de mal agüero, así que tenían prohibido acercarse a ella.

Togul Barok asintió. Cuando estaba en Koras, le habían llegado noticias del sur. El ejército de los Aifolu había tomado y destruido esa ciudad, y según sus espías la razón era precisamente algo que contenía la Torre de Sangre.

—Aquí no hay nadie que nos lo prohíba, Ritión. Vamos a subir.

El soldado tragó saliva. Togul Barok casi pudo leerle el pensamiento. Desde allí arriba, el Abismo Negro debía verse aún mejor. Y ése era el problema.

Togul Barok subió con Capitán, Ritión y diez soldados. Los demás se quedaron abajo. Aunque seguían sin hallar vestigios de vida humana, no parecía prudente que se aglomeraran todos en un lugar cuya única salida era una rampa de un metro de anchura.

Las paredes estaban plagadas de relieves esculpidos a tamaño natural. Representaban largas reatas de prisioneros que caminaban rodeados por guardias de aspecto demoníaco que los hostigaban con todo tipo de armas y utensilios puntiagudos. Togul Barok tuvo una visión de esas mismas personas de carne y hueso subiendo por la rampa, congeladas de pronto por un conjuro, convertidas en piedra y encerradas para siempre en la pared.

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