Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Viéndola a través de sus propias lágrimas, Ariel se dio cuenta de que había desenvainado a
Zemal
. A pesar de que tenía en las manos el arma de los dioses, la misma Espada de Fuego que había destruido a un demonio y sembrado la muerte entre los pájaros del terror, no había sido capaz de ayudar a Antea.
—¡Atácale! —gritó Neerya—. ¡Úsala y mátalo!
Pero Ariel no podía hacerlo. Sentía tanto miedo que se había quedado paralizada. Sus manos perdieron fuerza y soltaron la empuñadura. La espada cayó al suelo. Su filo abrió una grieta en una losa, y después empezó a dar pequeños saltos, impulsada por las llamas que recorrían sus bordes.
Ariel cayó de rodillas, llorando y moqueando ante el cuerpo aplastado de Antea. Ulma Tor se acercó, levantó la máscara del suelo y la puso ante ella. La careta se quedó de pie, clavada sobre la barbilla de madera en un equilibrio imposible.
—Póntela. Habla con él. Dile lo que yo te voy a decir y no te haré daño.
—¡No se te ocurra, Ariel! —gritó Neerya, haciendo ademán de correr hacia ellos.
Ulma Tor se volvió y alzó la mano izquierda. Los pies de la cortesana se levantaron del suelo y su cuerpo salió despedido hacia atrás como si lo arrastrara un viento huracanado. Una columna interrumpió su vuelo. Se oyó un crujido, y Neerya resbaló hasta el suelo. En la columna se veía una mancha de sangre.
Vamos a morir todas
, pensó Ariel. Morirían para nada, una muerte absurda y sin sentido, y nadie en el mundo se acordaría de ellas.
Zemal
seguía moviéndose en el suelo como si poseyera vida propia. Ulma Tor se acercó a ella, se agachó y extendió la mano. Ariel se enjugó las lágrimas. Tal vez tenían todavía una esperanza.
—Se supone que no debo hacer esto —dijo Ulma Tor.
Cuando aferró la espada y la levantó del suelo, saltaron chispas incandescentes de la empuñadura. La manga de la casaca de Ulma Tor ardió con un fogonazo, y la piel de su mano empezó a arrugarse y ennegrecerse.
—Me alegro, hijo de puta —murmuró Ariel, tirando de la máscara. Era la primera vez que decía esa palabrota.
Las chispas continuaban saltando. Olía a barbacoa. Del brazo de Ulma Tor caían grandes pedazos de carne que humeaban en el suelo. Pero él seguía aferrando la espada, contrayendo la cara en un gesto de dolor y enseñando los dientes. Cuando todo su antebrazo era ya hueso desnudo, masculló:
—No me vas a vencer, espada del demonio.
A una velocidad increíble, sus huesos se recubrieron de músculos y tendones, y éstos de piel pálida y lampiña. Zemal contraatacó con más chispas, y la carne volvió a abrasarse y desprenderse a tiras. Por dos veces prevaleció la espada, y por dos veces Ulma Tor logró regenerar el brazo quemado. Cuando vio que sus dedos caían de nuevo al suelo, el nigromante pareció resignarse.
—No es necesario que te toque. Conozco otras formas.
Abrió la mano y soltó la espada.
Zemal
no cayó al suelo, sino que se quedó flotando a apenas dos dedos de distancia de la palma de Ulma Tor. Éste movió el brazo a un lado, y la espada siguió su desplazamiento.
—Todo es cuestión de practicar —dijo el nigromante, trazando círculos en el aire. Sus maniobras se notaban torpes e inadecuadas; pero si algo se hubiera interpuesto en el camino de la hoja ígnea, lo habría partido en dos.
De modo que ni esa esperanza le quedaba, pensó Ariel. El triunfo de Ulma Tor era total.
El nigromante se acercó a ella y con la puntera de la bota le dio la vuelta a la máscara. Por dentro estaba erizada de pinchos metálicos. Ariel se los imaginó clavándose en su nariz y sus mejillas, reventándole los ojos y atravesando su lengua.
—Póntela.
—No. Me da miedo.
—Más miedo debo darte yo.
Ariel levantó la mirada. El ojo de Ulma Tor era tan negro como el abismo de Tártara.
—Por favor, no me hagas nada —suplicó—. Por favor... No quiero morir.
—Pero te empeñas en ello. ¡Ponte la máscara!
—¡No puedo!
Ulma Tor contrajo los labios. De pronto, todos sus dientes se veían afilados como los colmillos de una bestia.
—Niña estúpida, quería que fueses tú quien le hablase de la espada. Tú, que puedes empuñarla. Él no es capaz de verla, ¿lo entiendes? Quiero que lo comprenda y me deba ese favor.
—No puedo hacerlo. —A Ariel ya sólo le salía un hilo de voz.
—Está bien. Tendré que recurrir a una de las otras dos. Ya no me haces falta.
—No me mates, por favor...
—Tu vida me es indiferente. Pero quiero ver si el filo de esta hoja es tan afilado como dicen.
Ulma Tor levantó el brazo. La espada siguió su movimiento sin llegar a rozarle la piel de la mano.
—Me lo merezco —sollozó Ariel—. Me lo merezco por haberla robado. Me lo merezco.
—No, pequeña Ariel —dijo Ulma Tor con voz suave—. No lo mereces. Y aun así te va a pasar. El universo, incluso este universo blando y sin nervio, es cruel.
Ulma Tor se dispuso a golpear. Su control sobre la espada no era perfecto, pero iba mejorando por momentos. Su idea era dar un tajo en la cabeza de la niña justo en el centro y abrirla hasta la entrepierna. Quería comprobar si era capaz de conseguir dos mitades exactamente iguales.
—No vas a hacerlo.
El nigromante se volvió hacia su derecha. Por el lado sur del patio acababa de aparecer un hombre ataviado con una armadura de color de obsidiana. El ventalle transparente del yelmo dejaba ver su rostro, pero Ulma Tor ya sabía de quién se trataba sin necesidad de examinar sus rasgos. La última vez que se habían encontrado, se protegía con la misma paroplia.
Sólo que en esa ocasión su enemigo empuñaba la Espada de Fuego. Ahora era él quien tenía a
Zemal
. Las tornas habían cambiado, y su ventaja sobre él se había acrecentado todavía más.
—¿Qué pretendes impedir, Derguín Barok?
—Puedes llamarme como quieras —respondió él. Su voz sonaba metálica—. Me da igual. Pero apártate de Ariel. Si dejas en el suelo a Zemal y te largas, te perdonaré la vida.
—¿Que me perdonarás la vida? ¡Ésta sí que es una novedad! ¡Tú poniendo condiciones!
—No te pondré demasiadas. Con tal de que te marches, puedes hacerlo como quieras, incluso con tu estilo habitual, aleteando con tu capa y convirtiéndote en una criatura alada. Reconozco que es bastante espectacular.
—Estás muy nervioso, Derguín. En otras ocasiones no te he oído hablar tanto. Me dejabas los discursos a mí. ¿Será porque soy yo quien tiene
esto
? —dijo Ulma Tor, haciendo un floreo. La espada dibujó en el aire un
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llameante que quedó flotando un par de segundos. Considerando que la manejaba con un campo de fuerza y no con los dedos, no estaba mal.
Mientras tanto, Derguín avanzaba lentamente en una espiral que lo acercaba cada vez más Ulma Tor. El nigromante se sentía intrigado. La última vez que se habían enfrentado en la tienda de aquel patético sacerdote que se hacía llamar el
Enviado
, él era quien caminaba en círculos alrededor del joven Ritión, y éste quien giraba sobre sus talones sin moverse del sitio. Y eso que tenía a
Zemal
. ¿Por qué ahora habían invertido la coreografía y Derguín parecía decidido a atacar en lugar de defenderse?
La niña
, pensó.
Hará lo que sea por protegerla
. Una conducta lamentable, una de las rémoras de este mundo en el que se veía desterrado. Aquí no eran los individuos los que mandaban, sino los genes, que por perpetuarse imponían comportamientos suicidas a los humanos que les servían como vehículos. En el lugar de origen de Ulma Tor, el concepto de altruismo no existía. Si se le hubiera ocurrido a alguien, los demás Tíndalos lo habrían aniquilado por loco e inmoral. ¿Renunciar a uno mismo, cuando uno mismo es lo único que se tiene? Absurdo, herético y antinatural.
Patéticos humanos
, se dijo Ulma Tor.
Aunque lo cierto era que Derguín, siendo humano, tenía algo distinto. Ulma Tor veía con el único ojo de su cuerpo material, mas poseía también otros sentidos que percibían ondas fuera del espectro visual, incluso radiaciones que ni siquiera eran electromagnéticas.
Para unas pupilas normales, el ser de Derguín se limitaba a su cuerpo. Para Ulma Tor, consistía además en el aura que lo rodeaba. Y esa aura era diferente, más amplia y poderosa. Estaba formada por zarcillos que se movían como pequeñas protuberancias solares. La mente de Ulma Tor, obligada a funcionar dentro de las limitaciones del universo Alef, los percibía como emanaciones violáceas. En realidad, no poseían ningún atributo que se pareciera al color.
Por culpa de esa corola, sólo podía percibir a Derguín cuando lo tenía delante de él. Durante el certamen por la Espada de Fuego, Ulma Tor había localizado a distancia a cinco de los seis rivales de Togul Barok. En aquel momento prefería que éste se convirtiera en Zemalnit, pues pensaba que podría dominarlo a través de su gemelo colérico, y por eso le había servido a sus adversarios en una bandeja sazonada y lista para el horno.
Pero a Derguín no había podido encontrarlo, fracaso que le recriminó Togul Barok. Luego, cuando lo halló por fin en aquella selva gracias al rastro que dejaban sus compañeros, comprendió el motivo. Su aura emitía interferencias, oleadas de indeterminación que en este universo en el que se encontraban sólo deberían afectar a partículas subatómicas. Un fenómeno así no podía ser natural.
Debía de ser cosa del herrero. Con el tiempo, Ulma Tor había comprendido que Tarimán era un intrigante nato y tramaba sus propios planes. Sospechaba que era él quien se ocultaba detrás de la aberrante combinación genética que constituían Togul Barok y el homúnculo que habitaba en su cráneo. Y estaba seguro de que era él quien protegía con sus hechizos a Derguín.
Pero ahora Derguín estaba a su alcance. Sólo tenía que entornar los párpados inmateriales de los demás sentidos y concentrarse en lo que veía con su ojo. El Zemalnit sin
Zemal
había seguido acercándose en círculos, y ya se hallaba a una distancia lo bastante corta para lanzar un ataque.
O para recibirlo.
—¡Qué ironía, Derguín! ¡Vas a morir por tu propia espada!
—Cometes un error. Pero inténtalo si quieres.
—Ya que lo pides, lo haré. Lo que me gusta de esta arma tuya es que puedo avisar de lo que voy a hacer, y aun así no conseguirás evitarlo.
Cuando la sílaba de la última palabra todavía no se había extinguido en el aire, Ulma Tor se abalanzó sobre Derguín levantando el brazo y le tiró un tajo desde arriba. Su esgrima tal vez no era perfecta, pero confiaba en que resultase eficaz. Además, no se molestó en protegerse, ya que no temía a la hoja de acero de su rival: cualquier herida que le pudiese infligir se cerraría rápidamente.
La Espada de Fuego silbó en el aire buscando la cabeza de Derguín. Ulma Tor esperaba que su rival se apartase, pero lo que hizo fue interponer su propio acero.
¡Patético!
, pensó.
Cuando esperaba que la espada de Derguín se partiese limpiamente en dos,
Zemal
resonó con un clangor de acero contra acero. La mano de Ulma Tor pasó de largo, llevada por el impulso de su golpe. Como el campo de fuerza seguía atrayendo la empuñadura, mientras que la hoja se había quedado trabada contra la de Derguín, la espada hizo un movimiento extraño en el aire, se revolvió contra él y le hirió bajo el párpado derecho.
Ulma Tor retrocedió, perplejo. La herida, un rasguño superficial, se restañó al instante. Pero se dio cuenta de que la espada que flotaba junto a su mano había dejado de brillar y llamear. Tan sólo era un acero normal, una hoja pulida con un surco en el centro y ondas de templado junto a ambos filos.
¡La Espada de Fuego se había apagado!
—Te dije que cometías un error —dijo Derguín, reculando—.
Zemal
no herirá a su legítimo dueño.
Ulma Tor notó un tirón en la palma de la mano. ¡La espada intentaba escapar de su presa! Para evitarlo, aumentó la tracción del campo que retenía la empuñadura.
Ocurrieron muchas cosas de repente.
La condenada arma dejó de resistirse, lo que hizo que el campo tirase de ella hasta la palma de Ulma Tor. Una corriente abrasadora le quemó la mano y subió hasta su codo.
Mientras el nigromante luchaba contra el dolor y la destrucción de huesos y tejidos, Derguín, que se había retirado a cinco pasos, se materializó junto a él.
Ulma Tor había visto las aceleraciones de los Tahedoranes y se había enfrentado al propio Derguín cuando éste entraba en Mirtahitéi e incluso en Urtahitéi.
Ahora, sin embargo, se había movido el doble de rápido que si hubiera entrado en la tercera aceleración. De haberlo sospechado, Ulma Tor tal vez habría podido anticiparse. Pero simplemente no se esperaba una maniobra tan fulgurante.
La espada de Derguín le entró por el vientre y subió por sus entrañas, rompiendo pliegues de intestinos, perforando el estómago y penetrando hasta los pulmones y el corazón. Ulma Tor notó perfectamente cómo el filo rascaba los bordes de las costillas, del mismo modo que sintió cada rotura de cada tejido.
Con la misma rapidez de relámpago, Derguín se apartó de él. Le había dejado la espada clavada hasta la cruz.
Un vulgar humano habría muerto al instante. Él no. Sin embargo, con un metro de acero dentro del cuerpo y la punta incrustada en la aurícula derecha, necesitaba al menos unos segundos para reaccionar.
Durante un instante, perdió el control de
Zemal
. La espada que ya no era de Fuego dio otro tirón y voló por sí sola a la mano derecha de Derguín, que ya la esperaba con los dedos abiertos.
—¡Te cambio la espada! —dijo Derguín, ralentizando la voz.
Ulma Tor comprendió que había sido demasiado confiado y arrogante queriendo vencer a su enemigo con armas materiales y en una lucha cuerpo a cuerpo. Debía utilizar recursos que no implicaran contacto físico, pero antes necesitaba sacarse el hierro que le atravesaba las entrañas. Aferró la empuñadura y tiró de ella. La espada se le atrancó en las costillas.
Derguín aprovechó ese instante para atacar de nuevo. La hoja de
Zemal
se inflamó en el aire. Ulma Tor trató de esquivarla, mas su rival se movía demasiado rápido y el acero que tenía clavado en el cuerpo lo entorpecía. Cuando se agachó para eludir el golpe destinado a su cuello, la hoja llameante penetró por encima de su oreja, le atravesó limpiamente el cerebro y salió por el otro lado sin apenas dispersar masa cerebral.