Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Se apartó una mosca de la cara, y al hacerlo trató de aventar también aquellos pensamientos inoportunos. Las desgracias y errores del pasado no tenían remedio. Casi sin pensarlo, se volvió sobre la silla y buscó con la mirada a Darkos. Su hijo venía detrás, hablando entre aspavientos con dos soldados, el joven Jisko y el veterano Ambladión. Ambos parecían divertirse con sus ocurrencias.
Pese a todo, el muchacho no había salido tan mal. Kratos le dio las gracias silenciosamente a Irdile.
Te prometo que le cuidaré
, se dijo.
Escoltados por el golpeteo de sus propias herraduras en el suelo empedrado, llegaron por fin al puerto. Allí los aguardaba un pequeño comité de recepción, formado por varios miembros del concejo de la ciudad, el jefe de la cofradía de pescadores y unos cuantos armadores. Todos ellos mostraban una actitud respetuosa con las Atagairas, casi sumisa, pero Kratos descubrió enseguida que, aunque agacharan la barbilla y ni se les ocurriera desafiar con la voz o la mirada, sabían defender sus intereses.
El jefe del concejo era un hombre alto, calvo y corpulento llamado Gudom. Hablaba en un tono suave y atiplado, pero se notaba que era afectado, y que seguramente en las reuniones del concejo sabía dar voces más acordes con su envergadura. Tras los saludos y zalemas de rigor, fue directo al grano.
—Tenemos veinte barcos preparados, señora —dijo, dirigiéndose a Kalevi, capitana de las doscientas Atagairas—. Doce son...
Kratos le interrumpió.
—Yo estoy al mando, así que me informarás a mí. Soy Kratos May, general de la Horda Roja.
—Sé quién eres,
tah
Kratos. Tu reputación te precede adonde vas. Pero como nuestro feudo es con Atagaira...
—Dilmaril, en nombre de la reina de Atagaira, está de acuerdo en que sea
tah
Kratos quien mande esta expedición —intervino Kalevi.
—Así sea, pues —respondió Gudom—. Os decía que ya tenemos aparejados y aprovisionados veinte barcos. De ellos, hemos preparado doce para transportar caballos.
—¿Agua y provisiones para cuántos días? —preguntó Kratos.
—El Gran Barantán nos dijo que necesitaríais víveres para trece jornadas. Hemos calculado lo suficiente para mil personas y otros tantos caballos.
Kratos asintió. Serían novecientos soldados; amén de las tripulaciones, pero eso no dependía de él. También había decidido quedarse con un caballo por persona, más cien de reserva.
Sin embargo, le seguía mortificando no saber adónde se dirigían. Una ignorancia que no quería confesar delante de Gudom y sus compañeros de comitiva. ¿Trece días de viaje? Eran justo los que faltaban para la conjunción de las lunas.
El barco más cercano a ellos era una nave de tres palos de unos treinta metros de eslora, adornada con un mascarón que representaba a una especie de híbrido entre hombre y pez. Las letras doradas pintadas sobre el costado de estribor rezaban
L
UCERNA
. Kratos pensó que debía de ser uno de los barcos de la expedición, pues en la cubierta estaba Linar, alto y erguido como un mástil, y el hombrecillo con pinta de tonel que hablaba o discutía con él sólo podía ser el Gran Barantán.
Por más que buscó con la mirada, no vio señales de Derguín ni Mikhon Tiq por ninguna parte.
—... mil cien imbriales.
Al ver a los Kalagorinôr, Kratos se había distraído por un instante.
—¿Cómo has dicho?
—Que el monto total de los gastos asciende a mil cien imbriales, tah Kratos.
El jefe del concejo no añadió más, pero por la forma en que se frotaba las manos daba la impresión de que esperaba que le pagase ahí mismo. ¿Pensaba que Kratos llevaba en las alforjas más de diez kilos de monedas de oro?
Sobre todo, ¿a quién se le había ocurrido que, después de abandonar al resto de la Horda y cabalgar como posesos para embarcar hacia un destino desconocido, además tuvieran que pagar los gastos?
—Vaya, encima de putas nos va a tocar hacer la cama —comentó Gavilán, resumiendo lo que pensaba Kratos.
—No he entendido bien qué ha querido decir tu oficial,
tah
Kratos dijo Gudom.
—Pues creo que ya hablo el Nesita bastante bien —replicó Gavilán.
—Esperad un momento —dijo Kratos—. Tengo que solventar ciertos asuntos.
Hirviendo de indignación, atravesó el muelle a zancadas en dirección a la
Lucerna
. Pese a lo que había asegurado el jefe del concejo, todavía no habían terminado de aprovisionar los barcos. Kratos tuvo que esquivar a un estibador que subía un barril rodando por la pasarela. Cuando se plantó en cubierta, le salió al paso un hombre grueso, de cabellos negros y rizados. Tenía anillos de oro en todos los dedos, y también pesados pendientes que descolgaban aún más los carnosos lóbulos de sus orejas.
—Soy Mihastular, capitán de la
Lucerna
. ¿Tú eres...?
Kratos se volvió hacia él. Al girarse, golpeó a un marinero con el batiente metálico que protegía el extremo de la vaina de su espada. Más adelante, cuando se calmó, pensó que mientras viajase en un barco atestado de gente convendría que llevase la funda sujeta por una sola trabilla y pegada a la pierna. Pero ahora estaba demasiado furioso.
El capitán levantó las manos en el aire. Tenía las palmas gordezuelas como un bebé.
—¡Ah,
tah
Kratos May, sin duda! Es un honor conocerte. Estamos algo ocupados con la carga, pero si lo deseas puedo enseñarte el barco. Es la mejor nave de la flotilla, así que supongo que nos harás el honor de viajar en ella.
Kratos trató de calmarse.
—Encantado, capitán...
—Mihastular.
—Mihastular. Con gusto visitaré la nave cuando tú estés menos ocupado y yo resuelva ciertos asuntos. Ahora, si me disculpas...
Linar y el Gran Barantán seguían conversando junto al palo mayor, ajenos al tráfago de marineros y estibadores a su alrededor. Al ver que Kratos se acercaba, el hombrecillo se volvió hacia él.
—¡
Tah
Kratos! Has conseguido llegar en la fecha prevista. Supongo que estarás orgulloso.
En otras circunstancias, Kratos habría sonreído de satisfacción.
—Jamás un ejército ha cabalgado tan rápido como el nuestro.
—¿Y crees que con eso has conseguido algo? ¿Quieres que te ponga una condecoración? ¡Ni siquiera hemos empezado en esta guerra! Aún debemos viajar cuatro veces la distancia que habéis recorrido, y hacerlo antes de que las tres lunas se junten en el cielo.
Sólo la prudencia impidió a Kratos echarle las manos al cuello al Gran Barantán.
—Kalitres, no abuses de tu dudoso sentido del humor —dijo Linar con voz grave—. Kratos y sus hombres han hecho un esfuerzo sobrehumano para llegar aquí.
—«Sobrehumano» es lo mínimo que se exige cuando los enemigos pueden definirse precisamente con ese adjetivo.
—¿Quién demonios va a pagar esta expedición?
Ambos se volvieron hacia Kratos, con gesto perplejo.
—¿Pagar? —dijo el Gran Barantán.
—Barcos, tripulación, comida, agua dulce. Esas cosas no son gratis. —Kratos le clavó el dedo en el pecho—. Tú nos convocaste aquí. Me dijiste que me presentara en cuatro días en Teluria y trajera hombres de guerra. Eso ya lo he cumplido. Después añadiste que me dirías en persona lo que tengo que hacer.
—Pues... para empezar podrías pagar los gastos.
—¿Me tomas el pelo?
El Gran Barantán miró a Kratos por encima de la frente, y debió pasársele por la cabeza la idea de hacer un chiste. Pero se reprimió.
—¿De cuánto dinero se trata?
—Mil cien imbriales.
El Kalagorinor se llevó la mano a la talega que llevaba colgada en bandolera sobre la estrambótica túnica morada. La sacudió un par de veces. Por el tono del tintineo, las monedas de su interior eran ligeras y viajaban bastante holgadas.
—Debo llevar cincuenta radiales como mucho. Con tanto ajetreo, últimamente he vendido pocas pócimas, y además me dejé el carromato en la Roca de Sangre. Supongo que no os acordaríais de...
—Teníamos otras cosas que pensar —dijo Kratos, aunque en realidad se habían llevado el carromato a Nikastu.
—Una lástima. Guardo buenos recuerdos de él. ¿Cuánto dinero tienes tú, Linar?
—¿Yo? No lo sé. —Rebuscó bajo el manto y sacó una bolsa de piel. Por el tamaño y las arrugas, guardaba menos monedas aún que la del Gran Barantán.
Kratos recordó que en los días previos al certamen por Zemal, Linar le había entregado todo el dinero a Mikhon Tiq para que él lo administrase, alegando que era muy torpe en cuestiones crematísticas. En aquel entonces la suma que llevaba encima el Kalagorinor era considerable, aunque desde luego no como para sufragar el flete de veinte barcos.
Quién me mandará juntarme con magos
, se dijo Kratos.
—¿No se os había ocurrido que habría que pagar por todo esto?
El Gran Barantán se volvió hacia su colega.
—¿Qué te parece, Linar? Pretendemos salvar el mundo para ellos, y nos piden que les paguemos. ¿Quién entiende a esta gente?
Mascullando algo así como «¡Brrrr! ¡Que os pique un cuervo!», Kratos los dejó allí y bajó del barco. Que un guerrero y jefe de guerreros tuviera que regatear era algo impensable. En cierto modo, ya se lo había advertido Linar en aquel palacio de Atagaira. «Os ha tocado vivir momentos extraordinarios. Si queréis sobrevivir, tendréis que hacer cosas que jamás habríais soñado.»
Empezando por aflojar los cordones de la bolsa.
—Necesito regatear. Tú eres un mercader.
Urusamsha le miró fijamente. Tenía la boca amordazada. Por encima de ella sobresalía su nariz, de anchas fosas y aletas carnosas que dilataba constantemente. Los ojos eran grandes, muy oscuros. Pero con la boca tapada su rostro perdía mucha personalidad. Era larga, y de labios gruesos, y cuando hablaba todos los demás rasgos orbitaban en torno a ella. No sólo los rasgos, pues también atraía las miradas de sus interlocutores, que se quedaban fascinados observando cómo sus labios se abrían y cerraban, descubriendo y ocultando unos dientes cuadrados que aún parecían más blancos por contraste con su piel cetrina.
Ésa era la virtud de Urusamsha, conseguir que quienes hablaban con él bajaran la guardia; que, hipnotizados por el magnetismo de su boca y la intensidad de sus ojos, sintieran mareos como si aspiraran el humo dulzón del narguile que solía fumar.
—Te voy a quitar la mordaza. Pero si tan sólo sospecho que intentas manipularme a mí o a alguno de mis hombres, yo mismo te decapitaré antes de que puedas ver cómo llevo la mano a mi espada. ¿Comprendes lo que digo?
Él asintió. Sus ojos brillaban como carbones en una hoguera, pero con la boca tapada era difícil saber si se trataba de una mirada de furia.
—Quitadle eso.
Uno de los soldados que vigilaba en todo momento al Pashkriri desató el nudo del pañuelo. Cuando se lo quitó, Kratos comprobó con malsana satisfacción que la prieta mordaza le había dejado marcas en la piel, dos rayas que enmarcaban sus labios como una segunda boca grotesca.
—
Tah
Kratos, ¿tanto temes a quien consideras un simple mercader que necesitas cinco hombres para vigilarme y tienes que amenazarme así?
—Sé que te gustan los rodeos, pero yo no me andaré con ellos. Sí, Urusamsha, te temo tanto como a una plaga de langostas o a un chancro en la entrepierna.
El Pashkriri sonrió. Su boca gobernaba de nuevo su rostro. Kratos se recordó que era mejor no mirarla, ni siquiera centrarse en sus ojos. Clavó los suyos un poco más arriba, en la frente del Bazu. Algo que sabía que le desconcertaría.
—Te he explicado el problema que tenemos. Podría resolverlo por la fuerza, pero no quiero derramar sangre. Mal principio sería para una guerra sagrada.
—¿Sagrada contra los dioses? Qué paradoja. Pero alabo tu gusto. La lengua puede ser más poderosa que la espada. Hace tiempo que no me ejercito en el noble arte del regateo. No obstante...
—No obstante, ¿qué?
—Demostraría muy poca dignidad si aceptara tus condiciones sin poner alguna por mi parte.
A Kratos se le pasó por la cabeza la más sencilla: dejarlo libre allí mismo y desembarazarse de él para siempre. Pero ¿quién impediría a Urusamsha regresar a Nikastu y utilizar sus dotes de intriga y manipulación para convertirse en gobernante de la ciudad en ausencia de Kratos? Además, allí estaba Aidé, por la que Urusamsha parecía sentir una morbosa atracción.
Volvió a recordar el proverbio: «Ten a los parientes lejos, a los amigos cerca y a los enemigos en tu propia cama». Mejor en la suya que en la de Aidé, desde luego. Y, si podía controlar a Urusamsha, tal vez le sería útil más adelante.
Si podía controlarlo, se repitió a sí mismo.
—Si me ayudas, no volveré a amordazarte —dijo Kratos—. Siempre que me prometas que no te aprovecharás de tener la boca libre para tus manejos.
—No sé a qué te refieres.
—Eres un hombre inteligente, Urusamsha. Más que yo, no me importa reconocerlo. A cambio, tengo la espada más rápida y el genio más vivo. Si sospecho que intentas manipular a uno solo de mis hombres, o a las Atagairas, o a los marineros, o incluso a las ratas del barco, no volveré a amordazarte. Simplemente te separaré la cabeza de los hombros.
Mientras decía «los hombros», Kratos ya estaba viendo los números de Urtahitéi en su cabeza. Al mismo tiempo que un latigazo de calor partía de sus riñones y recorría su cuerpo, llevó la mano izquierda a la vaina de la espada para sujetarla y con la derecha tiró de la empuñadura. Incluso para sus ojos acelerados, la hoja salió tan rápido que dejó un rastro de luz. Los demás ni siquiera debieron ver el movimiento.
La
kisha
quedó apoyada en la nuez de Urusamsha, pinchando la piel lo justo para no rasgarla. Kratos aguardó unos instantes, disfrutando de la mirada de sorpresa del Pashkriri. Después devolvió la espada a su funda, haciendo chocar con violencia la guarda contra el brocal. Sólo entonces se desaceleró.
—Así.
Los soldados se habían quedado con los ojos como platos, pero cuando reaccionaron cruzaron entre sí miradas de orgullo, como si ellos mismos hubieran realizado esa Yagartéi a la velocidad del rayo. Kratos no solía alardear, pero quería dejarle bien claro a Urusamsha que él también poseía poderes que no se hallaban al alcance de la mayoría de los mortales.
—¿Aceptas nuestro trato, noble Urusamsha?
El Bazu sonrió. Pero el sudor que de pronto humedecía el filtro, la depresión de la piel que unía la nariz y los labios, delataba que en su sonrisa no había tanta confianza como él quería sugerir.