Read El corazón de Tramórea Online

Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (29 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
9.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Anteanoche recibí un sueño.

¿Tú también?
Las palabras no pasaron del cerco de sus dientes. Lo que él había vivido aquella noche era sólo para él, o al menos no era para personas normales como su madre.

—¿De cuerno o de marfil? —preguntó Derguín, usando una fórmula que era casi ritual.

—Un sueño veraz, sin lugar a dudas, hijo. Pues ya conocía al dios que se presentó ante mi lecho.

Derguín tragó saliva. Su madre dejó de mirarle un instante a la cara y clavó los ojos en su garganta. Él le leyó el pensamiento:
Está tan flaco que parece que se le va a salir la nuez
.

—¿Quién era ese dios?

—Tarimán.

Derguín resopló. Sólo entonces se percató de que había estado conteniendo la respiración todo el rato. Pese a que no confiaba del todo en él, oír el nombre del dios herrero lo reconfortó. Peor habría sido recibir una visión de Anfiún el matón o la siniestra Shirta.

Se dio cuenta de que estaba pensando en términos muy poco respetuosos para con los dioses. Una consecuencia de haberlos visto en la intimidad del Bardaliut, plegándose como un rebaño de ovejas a las órdenes de Tubilok.

—¿Qué te reveló Tarimán?

—Me dijo: «Tu hijo Derguín el Zemalnit te visitará mañana, acompañado por un gigante de las tierras del oeste». Por eso no me sorprendió verte ayer, y por eso te digo que el sueño es veraz.

Y eso que me prohibió pasar por Zirna
, pensó Derguín. ¿Le habría contado también que le habían robado la Espada de Fuego? Quizá no, a juzgar por el título de «Zemalnit».

—¿Y qué más te dijo?

Mirika le agarró ambas manos y las apretó entre las suyas. Las tenía calientes, detalle que agradeció Derguín, sobre todo por los dedos de su diestra.

—Me dijo: «Cuéntale a tu hijo la verdad sobre tu nacimiento».

—Madre, yo...

—Pensé que jamás te hablaría de ello, pero la voluntad de los dioses debe obedecerse. Ya no sabría decirte de quién eres hijo ni qué sangre corre por tus venas.

—Madre, eso ya lo sé. Mi padre lo dejó escrito en una carta.

Ella se apartó un poco y levantó ambas cejas.

—¿Cómo? ¡Él nunca lo supo!

Derguín empezó a pensar que allí había un malentendido, y prefirió esperar a que su madre prosiguiera.

—Si te refieres a que era hermano gemelo de Mihir Barok, ¿crees que no me lo contó? No había secretos entre nosotros, hijo. —Mirika titubeó un instante, desvió la mirada y añadió—: Excepto ése.

—No sé si quiero saberlo. —Aquel pensamiento se le escapó en voz alta. ¿Qué nueva y siniestra revelación sobre su persona iba a conocer? Pero su madre no le oyó, o hizo como si no le hubiera oído.

—Ocurrió la misma noche en que te concebimos...

Mirika giró el cuerpo hacia la pared, apartando los ojos de Derguín, y se explayó.

Habían hecho el amor, placer que en aquel tiempo cada vez se volvía más esporádico. Era una tarde lluviosa, el agua repiqueteaba en el tejado y caía en el impluvio del patio, pero al mismo tiempo el sol salía a ratos y lo bañaba todo en una luz dorada. Cuando Cuiberguín y Mirika se asomaron por la ventana que daba al oeste, sobre la muralla, contemplaron un arco iris espléndido, un semicírculo perfecto que se curvaba de horizonte a horizonte. En ese momento, Río Hirviente brotó del suelo, fiel a su costumbre, y sus penachos de espuma se tornasolaron a más de cien metros de altura bajo los rayos del sol. Como en una metáfora viva, aquello hizo que a ambos les hirviera la sangre, y...

Al rememorar los detalles, Mirika parecía haberse olvidado de la presencia de Derguín. Fue éste quien enrojeció ahora; pero no pudo dejar de pensar que los prolegómenos de su concepción habían sido tan románticos como las novelas Ritionas que tanto le gustaban a Orbaida, la camarera de la taberna de Gavilán.

Por suerte, su madre debió darse cuenta de que hablaba con su hijo y no con una amiga o criada confidente, de modo que se ahorró ulteriores detalles y pasó directamente al momento en que ambos se habían quedado dormidos en el lecho conyugal que tan pocas veces compartían.

Ya había oscurecido y Taniar reinaba solitaria en el cielo cuando un hombre muy ancho y musculoso, con una pierna tullida y una espesa barba roja, apareció a los pies de su cama. La cabeza le rozaba las vigas de roble que sujetaban el techo y su cuerpo se veía iluminado por dentro como una lámpara de ópalo.

—Te traigo buenas nuevas, mujer —dijo—. Pues has concebido un varón que ha de cumplir altos destinos. Pero si en la siguiente menstruación no quieres expulsar al feto, levántate presta ahora mismo, acude a mi templo con pies ligeros y preséntate ante mi sacerdote. Sólo él con sus rituales y la magia en la que le he adiestrado puede lograr que ese hijo que acabas de engendrar arraigue en tus entrañas y nazca sano cuando se cumpla su debido plazo.

—Así lo haré, mi señor Tarimán —musitó ella, incapaz de levantarse de la cama, como si un tetradonte de Valiblauka se hubiera posado sobre su pecho.

—Pero no debes revelarle a nadie nada de lo que te he dicho. Mantenlo en secreto o causarás graves perjuicios a tu hijo y arruinarás el destino para el que ha sido engendrado.

—¿Ni siquiera he de decírselo a mi esposo, mi señor Tarimán?

—A nadie, Mirika. Que el secreto yazga sólo contigo.

Aquel mensaje, expresado en términos tan propios de los viejos poemas épicos, se le grabó a Mirika como si lo hubieran cincelado en planchas de bronce. Pasados más de veinte años, todavía lo recordaba palabra por palabra.

Tras su exhortación, Tarimán se convirtió en una nube de luciérnagas doradas que se fundieron en el aire. Cuando el último destello se hubo desvanecido, Mirika sintió cómo desaparecía el torpor que le había impedido moverse. Se levantó a oscuras, mientras su marido dormía. En el baño hizo unas abluciones para no entrar en el templo contaminada por la polución del coito. Después despertó a dos criadas que la ayudaron a vestirse, avisó al mozo que solía acompañarlas al mercado, y los cuatro salieron de casa en plena noche.

Para llegar al templo de Tarimán tenían que atravesar la muralla por la puerta oeste, la que llamaban «de Áinar». Los grandes batientes estaban cerrados, pero el postigo pequeño seguía abierto, ya que corrían tiempos de paz. El guardia puesto de plantón en la puerta se había quedado dormido apoyado en la pared y abrazado a su lanza. Mirika lo interpretó como una ayuda de Tarimán, y salió de la ciudad sin decir nada.

El templo se hallaba en las afueras, construido sobre una plataforma en las ramas de la Vieja Dama, a cien metros de altura. Se subía por una escalera tallada en su interior, pues el tronco estaba medio podrido; aun así, el árbol aguantaba de pie desde tiempo inmemorial. La reja de bronce de la puerta se candaba de noche, pero ahora el cerrojo se encontraba abierto. Mirika, cuyo valor había flaqueado durante la caminata a oscuras por el bosque, cobró ánimos de nuevo diciéndose que el dios velaba por ella.

—Esperadme aquí —ordenó a las criadas y al mozo—. Y si valoráis en algo vuestro pellejo, no le diréis nada de esto a nadie. Son asuntos de los dioses y entre ellos y yo deben quedar.

Aunque confiar en la discreción de los criados no siempre es conveniente, aquéllos supieron guardar el secreto. Quizá porque Mirika sabía ser un ama muy severa cuando correspondía, o por una nueva intervención del dios herrero. Alumbrada por una lámpara de luznago, la esposa de Cuiberguín emprendió la larga ascensión de las escaleras que conducían al santuario.

Después, los recuerdos se volvían borrosos, como si de nuevo se hallara dentro de un sueño. Y de hecho, Mirika habría pensado que se trataba de eso, de un sueño, de no ser porque antes del primer albor se encontraba de nuevo al pie de la anciana faconia despertando a sus sirvientes para volver a casa, y no bajo las cálidas mantas de su lecho.

Recordaba vagamente haber llegado a la plataforma del templo, y haber hablado con un sacerdote calvo y de miembros tan nudosos como las ramas del árbol donde vivía. Después todo era aún más extraño. Las imágenes se fundían como cera derretida, los sonidos eran lentos y pesados. Estaba tendida, tal vez en el suelo, y alguien hurgaba dentro de su cuerpo. Conocía la sensación, pues le había ocurrido al parir a Kurastas. Por aquel entonces era estrecha de caderas (incluso ahora seguía siéndolo por debajo de las alforjas de carne que la edad y los dulces habían colgado de su cintura). El hermano de Derguín había pesado casi seis kilos al nacer, y para colmo buena parte de ellos se concentraban en la cabeza, por lo que las comadronas habían tenido que recurrir a unos fórceps.

Lo que le había ocurrido en el templo de Tarimán no llegó a ser tan doloroso, pero por alguna razón, adormilada o tal vez drogada, había revivido las sensaciones del parto. Por eso estaba convencida de que alguien había removido sus entrañas.

—Me hurgó muy adentro, Derguín. No sé si me entiendes.

Él asintió, aunque en realidad no podía ni quería saber a qué se refería su madre. Aquel relato le violentaba mucho, mas por otra parte quería seguir adelante hasta saber toda la verdad.

—Algo hizo el dios en mi interior. Algo transformó en ti, Derguín.

PABSHA

E
l viaje a través de los túneles que horadaban la tierra bajo las montañas fue tan agotador para los cuerpos como la cabalgata hasta Atagaira, y mucho más desazonador para los espíritus. Todas aquellas galerías eran iguales, conductos de sección circular y diez metros de diámetro. Las paredes no eran de roca viva, sino de un material tan liso y pulido como el cobre, pero sin la frialdad del metal. Setecientos Invictos y doscientas Atagairas que se habían unido a la expedición galopaban por aquel extraño sendero, alumbrados por una lámpara de luznago cada cinco personas. Cualquiera que hubiese presenciado el paso de aquella comitiva habría pensado que se encontraba ante una procesión fantasmal, de no ser porque miles de cascos herrados golpeteando el suelo sin cesar producían un ensordecedor estrépito que reverberaba entre las estrechas paredes del túnel. Aquel martilleo incesante se clavaba en los oídos, ahogando cualquier conversación, y acababa convirtiéndose en una obsesión, tan enloquecedora como aquella oscuridad que las lámparas apenas conseguían vencer o la monotonía inacabable de los túneles rectos.

Enclaustrado entre las paredes del pasadizo y aquella tormenta de herraduras, a uno sólo le quedaba refugiarse en sus propios pensamientos. Los muslos y la espalda de Darkos empezaban a endurecerse después de cientos de kilómetros, o tal vez se habían vuelto insensibles. Sin nada que hacer salvo mantenerse sentado en la silla y, de vez en cuando, parar los caballos para estirar las piernas unos minutos y cambiar de montura, su mente divagaba. Para su angustia, volvía demasiadas veces a otros subterráneos más húmedos y siniestros que estos túneles, las catacumbas donde los Aifolu habían encerrado a miles de Ilfataríes para sacrificarlos a su sangrienta divinidad. A ratos sacudía la cabeza para espantar las imágenes, como si despertara de una pesadilla.

Si sobreviviste a eso, puedes sobrevivir a todo
, se animaba. En realidad, ni él ni nadie sabían demasiado bien el destino de aquella expedición. Pero los demás eran soldados, acostumbrados a que la guerra consiste en breves momentos de acción y de terror entre larguísimos periodos de aburrimiento. Darkos tenía sólo catorce años y, aunque empezaba a dejar atrás la niñez, su concepto del tiempo seguía siendo distinto al de los adultos. No lo descorazonaban tanto las incomodidades, las rozaduras o las agujetas como el hastío, las horas inacabables sobre la silla.

Pero incluso para un adolescente no hay nada eterno. Después de un día que a él se le antojó un mes, aparecieron al otro lado de las montañas.

Ya se había puesto el sol cuando salieron al aire libre. Pero, aunque el cielo estaba negro y las nubes apenas dejaban ver las estrellas, todos respiraron aliviados.

—¡Descansaremos esta noche! —anunció Kratos—. ¡Mañana saldremos al amanecer, y antes de que acabe el día llegaremos a Teluria, en el plazo convenido! ¡Quieran los dioses o no lo quieran!

Desde que habían declarado la guerra a las divinidades, las típicas expresiones piadosas se habían trocado en sus contrarias.

Al alba, Darkos se dispuso a ensillar a
Mardalo
, su caballo favorito de los tres que llevaba. Pero el animal, de natural dócil y trote suave, sacudió la cabeza, relinchó y se apartó de él.

—¿Qué te pasa, amigo? —preguntó Darkos.

Al tocarlo, descubrió que estaba empapado de sudor y muy caliente. Alarmado, acudió a Gavilán, que tenía buena mano con los caballos. Aunque el capitán de la compañía Terón andaba atareado con su propio equipaje, atendió a Darkos de buen grado y lo acompañó.

Mardalo
se movía de una manera muy extraña. Tenía los remos delanteros extendidos, y las patas traseras encogidas y contraídas, casi como si quisiera sentarse. Gavilán lo acarició, le palmeó el cuello para tranquilizarlo, y luego le examinó una de las manos.

—Mira, Darkos.

El casco mostraba una grieta que casi lo hendía en dos, de tal manera que parecía la pezuña de una vaca. Gavilán acercó la nariz, lo olisqueó y puso cara de asco.

—Tiene el casco podrido por dentro. La verdad, no sé cómo ha aguantado hasta aquí. Es un caballo muy bravo.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Darkos, temiéndose la respuesta, pues había visto ya cómo muchos animales quedaban en el camino.

—Lo sabes perfectamente. Tenemos que sacrificarlo.

—¡Pero aquí hay hierba y agua de sobra! Si lo dejamos, seguro que se cura él solo.

—No, Darkos. Sin atención, no se curará. Habría que cortar y limar parte del casco para eliminar la parte putrefacta, alimentarlo bien y limpiarlo constantemente. No tenemos tiempo para eso.

—¡No! Seguro que se puede hacer algo.

—No siempre se puede hacer algo, Darkos. La vida es así de cabrona. —Gavilán le revolvió el pelo. Solía molestarle cuando se lo hacían, pero en el rostro del capitán había auténtica compasión—. Vete a dar un paseo, anda. Yo me encargo.

Darkos meneó la cabeza.

—No. Me quedo.

A decir verdad, si por él fuera se habría alejado, dejándolo todo en manos de Gavilán. Pero se sentía culpable. Precisamente por ser su montura preferida, había utilizado a
Mardalo
más que a sus compañeros. Si ésa no era la causa de su lesión, seguro que la había acelerado.

BOOK: El corazón de Tramórea
9.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Beware of the Dog by Peter Corris
Breaking the Rules by Sandra Heath
The Masters by C. P. Snow
Badge of Glory (1982) by Reeman, Douglas
Leonora by Elena Poniatowska
No Sorrow to Die by Gillian Galbraith
Charming (Exiled Book 3) by Victoria Danann