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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (25 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—Sólo se les revela a quienes pasan el Trago.

—¿El Trago?

—También lo conocemos como la prueba del Espíritu del Hierro.

—¿En qué consiste?

—Hay que beber una poción llamada Mixtura. A algunos no les surte ningún efecto y a otros las mata, pero unos cuantos elegidos, los que superan el Trago, pueden entrar en Tahitéi a partir de ese momento siempre que conozcan las fórmulas.

—Entiendo. —La diosa reflexionó unos instantes—. Esa poción de la que hablas debe de ser un cultivo de nanos.

—Estás tan llena de palabras raras como de sorpresas.

—Los nanos son artefactos minúsculos, tan pequeños como las células de las que te he hablado antes o incluso más. Seguramente la Mixtura que bebéis está saturada de ellos. Pero ¿cómo una cultura tan atrasada como la vuestra conserva un producto tan avanzado?

—Según los sacerdotes de Anfiún, fue el dios en persona quien les entregó la Mixtura hace muchos siglos.

—¿Anfiún? ¡Ja! De ese botarate no se puede esperar nada tan refinado. Sospecho más bien que fuera cosa de Tarimán. ¿Esos sacerdotes son los que preparan la Mixtura?

—Más o menos. Lo que hacen es verter unas gotas de la mezcla original en un puchero lleno de una especie de caldo cuya fórmula sólo ellos conocen. Al cabo de un día, todo ese caldo se ha convertido a su vez en Mixtura. Por eso se conserva desde hace tanto tiempo sin agotarse.

Lo que no añadió Togul Barok era que él había intentado averiguar la receta de dicho caldo para producir Mixtura en grandes cantidades y suministrársela a su ejército. Pero los sacerdotes se negaban a revelarla, y someterlos a tormento no le había servido de nada. Cuando daba la impresión de que iban a confesar, algún tipo de maleficio hacía que empezaran a babear, pusieran los ojos en blanco y murieran con el cerebro reventado. Temiendo que perecieran todos los que conocían el secreto para recrear la Mixtura, Togul Barok había renunciado de momento a torturarlos. Los dos sacerdotes que quedaban vivos estaban encerrados en palacio.

—Los nanos son mecanismos que se reproducen, como los seres vivos —dijo Taniar—. Así que ese caldo que mencionas debe tener los ingredientes necesarios para crear otros nanos. Me imagino que llevará metales y productos orgánicos. Con productos orgánicos me refiero a sustancias como el azúcar, por ejemplo.

Interesante
, pensó Togul Barok. Taniar no parecía conocer la receta, pero daba la impresión de que podría averiguarla por su cuenta.

Había otro secreto del que él y sus hombres, que ya no necesitaban beber la Mixtura, podían beneficiarse de forma más inmediata.

—Te he hablado de cómo entramos nosotros en Tahitéi, diosa.

—Y ahora quieres saber cómo lo hago yo.

Él asintió.

—Pronuncio series de números, como vosotros —dijo Taniar—. Por ejemplo, la que llamas Urtahitéi es ocho, cero, dos, nueve, dos, dos, cero, ocho, uno.

—Así es.

—Esos números actúan como una contraseña. Los nanos que están instalados en el cerebro se activan al escucharlos y transmiten la orden a los demás a través de un impulso de radio que les llega de forma instantánea. El resto de los detalles, como chorros de adrenalina, contracción fibrilar y neurotransmisión optimizadas y demás, son demasiado tecnológicos. O «mágicos», como diríais vosotros.

—Parece obra de magia, sí. Y es una hechicería que has demostrado dominar mejor que nosotros.

—¿Qué quieres decir?

—Que tú conoces más Tahitéis, no sólo tres.

Ella sonrió burlona y le deslizó la mano por los pectorales, arañándole ligeramente la piel.

—Es posible que así sea. También es posible que nuestra naturaleza divina nos haga más rápidos que vosotros. Algún día lo averiguarás.

Algún día te diré la fórmula de las otras aceleraciones, pero hoy no
, tradujo Togul Barok. No insistió en su curiosidad. No tenía costumbre de pedir dos veces las cosas. Normalmente, a la segunda las tomaba por la fuerza. Pero con Taniar estaba en inferioridad de condiciones.

Al menos, de momento. De modo que decidió volver a otra cuestión que le preocupaba.

—Antes hablamos de la maldición del desierto de Guinos. Si no utilizo la lanza negra, sigo sin saber cómo proteger a mis hombres.

—Aguarda. Voy a consultar algo.

Durante unos segundos, la diosa se sumió en un extraño trance, durante el cual sus ojos se iluminaron varias veces desde el interior.

—¿Qué estás haciendo?

Ella parpadeó.

—Conectarme con el Bardaliut. La magia telepática de los dioses, ya sabes.

—Te burlas de mí.

—Sólo un poco. Según los datos recopilados por los satélites y observatorios del Bardaliut, no correréis peligro.

—Eso me tranquiliza —dijo Togul Barok, añadiendo en silencio:
Si es que ella dice la verdad
.

Conocía el efecto que una maldición de ese tipo podía producir en los soldados. En el certamen por
Zemal
, tras cruzar la Sierra Virgen, los miembros de su guardia personal y él tuvieron que atravesar una jungla aún más espesa que Corocín. Algo extraño flotaba en el aire o en las aguas del río Ĥaner, una enfermedad insidiosa que primero mató a los caballos y después a los soldados, entre vómitos, hemorragias y diarreas. Gracias a su naturaleza semidivina, que sólo ahora empezaba a comprender, aquel veneno invisible no le había afectado a él. Aunque, a fuerza de masticar solima para no dormir, había perdido los nervios y entregado el control al homúnculo. Su gemelo colérico, o su quimera, como lo había llamado Taniar, actuó con su estúpida crueldad habitual. Primero apuñaló al oficial al mando y luego mató a tres soldados con la espada.

Lo hiciste tú
, dijo el homúnculo.

No es cierto, y lo sabes. Eras tú quien manejaba mis brazos
.

Esos hombres habrían muerto igual
.

¡Calla! La diosa habla
.

—El mal invisible que emponzoña el desierto de Guinos se llama radiactividad —explicó Taniar.

—Conocer su nombre no significa que pueda vencerla.

—¡Enhorabuena, empiezas a superar el pensamiento mágico! Tienes razón. En el pasado esa radiactividad envenenó los alrededores de la puerta Sefil. Pero hace ya tiempo que una tribu atrasada que mora en aquellos parajes se llevó el meteorito que emitía la radiación. ¡Qué ironía! Esos pobres salvajes debieron creer que habían encontrado una bendición del cielo, y lo que hicieron fue llevarse la ponzoña a sus casas.

—Entonces esa puerta ya no está envenenada...

—No. Cuando lleguéis al desierto, seguid la calzada negra que conduce directamente hacia el sur, y no os desviéis de ella. Mientras no os acerquéis a esos salvajes, que moran al noroeste de la puerta Sefil, no correréis peligro.

—Entiendo —dijo Togul Barok, aunque distaba de haber comprendido toda la explicación.

Se incorporó hasta quedar sentado. El bosque empezaba a teñirse con el frío gris del alba.

—¿Qué harás ahora? ¿No te preguntará Tubilok dónde está la Espada de Fuego?

—Es posible. Tal vez tendré que buscarla y matar a su dueño. ¿Te gustaría que lo hiciera?

—La verdad es que no lo sé —dijo él. Luego pensó que la respuesta verdadera era «No». Si alguien debía derrotar a Derguín Gorión era él, su medio hermano Togul Barok.

Aún retozaron una última vez entre los helechos antes de separarse. Después, al despedirse, él le preguntó:

—¿Por qué no me has quitado la lanza de Prentadurt? Podrías haberlo hecho.

Ella respondió:

—¿Por qué no me has matado con la lanza de Prentadurt? Podrías haberlo hecho.

Él sólo esbozó una sonrisa. Era un gesto que apenas le subía a los ojos, y se limitaba a fruncirle ligeramente las comisuras de la boca. Togul Barok era un hombre —un semidiós— muy reservado. Se notaba que jamás había confiado en nadie. Sin embargo, en ella sí. Al menos, aparentemente. Taniar lo había calado lo suficiente como para saber que la confianza que depositaba en ella era una apuesta arriesgada. Al emperador de los Ainari le gustaba jugar. Y no existe juego más excitante que aquel en que uno apuesta la propia vida.

Si a la apuesta se sumaba el destino de un mundo entero...

—Volveré a verte —dijo él. No era una pregunta. Eso le agradó.

—Pronto. Antes de la conjunción. Intentaremos que haya un «después». Y recuerda...

—No utilizaré la lanza, ¡oh diosa!

Ella sonrió. A una orden suya, la armadura roja se separó en bandas que subieron por sus piernas como un río de mercurio que flotara contra la gravedad y se ajustaron a su cuerpo. Después, la diosa tomó su espada doble y activó el anillo de vuelo que tenía dentro del cuerpo. Sin mirar atrás, se elevó entre las copas de los árboles, notando el roce de sus ramas como una nueva y salvaje caricia.

Había posado el vehículo planetario en una colina, a unos diez kilómetros de allí. Voló hacia ella disfrutando del viento en el rostro y de los primeros rayos del amanecer. ¡Aquél era un sol auténtico, no el reflejo que recibían en el Bardaliut!

Estoy viva
, pensó.
¡Estoy viva!

Había sido agradable hablar con alguien distinto a quien acababa de conocer y a quien no se sabía de memoria. Poder explicarle tantas cosas, como la maestra que había sido en tiempos casi olvidados, cuando los Yúgaroi viajaron a otras estrellas y todavía había niños entre ellos.

El sexo tampoco había estado mal. Había sido muy auténtico, mientras que las experiencias con otros dioses siempre tenían algo de artificial, de acrecentado. Togul Barok era tan...

Joven. No podría definirlo de otra manera. Para sus soldados, para su gente, debía parecer un hombre adulto, un líder seguro de sí mismo. Para ella sólo era un niño infinitamente joven, la promesa de mil cosas que se podrían cumplir. Arcilla que ella podría manipular.

Pero la mayor emoción de todas era desafiar a Tubilok.

Estoy siendo una chica muy mala
, pensó. Se había metido en un lío terrible, después de tantos siglos de doblarse como un junco al viento. «Eres más partidaria de Manígulat que el mismo Manígulat», le había dicho Tarimán en una ocasión. Ella le contestó con una sonrisa y una broma sarcástica, pero aquello la había ofendido.

Se acabó la sumisión. Por primera vez en más de mil años volvía a pisar Tramórea, y ahora volaba como un águila. Ligera, poderosa, feliz.

Y, sobre todo,
libre
.

ZIRNA

E
l día 18 de Bildanil, Derguín y El Mazo llegaron a la Ruta de la Seda. Quedaban sólo diez días para la conjunción de las tres lunas, y Derguín seguía sin noticias del paradero de la espada y sin tener ninguna pista sobre cuál sería su misión.

La Ruta de la Seda era casi el doble de ancha que la calzada que habían seguido desde el mar de Ritión. Había diez metros entre los bordillos que la delimitaba, y a los lados sendos arcenes de tierra apisonada que los operarios que mantenían la vía desbrozaban periódicamente para evitar que las malas hierbas invadieran el pavimento. Cada kilómetro estaba señalado por un hito de piedra, y el intervalo entre casas de postas era de treinta kilómetros en lugar de cincuenta.

Pasado el mediodía, se internaron en una comarca casi baldía. En aquellos suelos pizarrosos no crecían más que hierbajos, matorrales y pinos achaparrados. Tan sólo encontraron cuervos y algún que otro conejo que corría junto a la calzada como si quisiera desafiar en una breve carrera a sus caballos.

Fue allí donde Derguín recibió una nueva visión a través de los ojos de
Zemal
. El trance apenas duró unos segundos, y le sobresaltó tanto que a punto estuvo de caer del caballo.

—¿Qué te pasa? —dijo El Mazo, llegando a su altura. Normalmente iba veinte o treinta metros por detrás. Según Derguín, era porque intentaba refrenarlo. Según El Mazo, porque su montura tenía que cargar con el doble de peso. Honradamente, Derguín pensaba que su amigo podía tener razón, pero no se lo quería reconocer.

—Vamos a hacer un alto en el camino.

—¿Cómo? ¿Un descanso? —preguntó El Mazo—. ¡No me lo puedo creer! ¿Es que los dioses te han castigado por fin con unas buenas hemorroides, como te mereces?

—No mezcles a los dioses en esto. Y no te emociones. Si tienes que orinar, ve haciéndolo rápido, que no tardaremos mucho en seguir.

—¡Como desee su alteza el Tahedorán!

Derguín hizo caso omiso del tono mordaz de su amigo. El Mazo llevaba todo el día de mal humor, cosa que no era de extrañar teniendo en cuenta los madrugones, el tiempo de perros y la fealdad del paraje que atravesaban. Pero como lo conocía, sabía que conforme se acercara la noche le mejoraría el ánimo.

Desmontó y se sentó bajo un pino, en una piedra mojada por las últimas lluvias. Cerró los ojos haciendo caso omiso de la humedad y trató de repasar las imágenes que lo habían asaltado. Aquello significaba que Ariel había vuelto a desenvainar la Espada de Fuego: por alguna razón que ignoraba, Derguín veía por los ojos de
Zemal
. Su intención era extraer toda la información posible de aquello mientras todavía siguiera fresco en su recuerdo, recurriendo a la mnemotecnia que le había enseñado Ahri.

—La mayoría de la gente cree que ve, pero pasa por la vida con los ojos cerrados —le había explicado el Numerista.

—Eso no se te puede aplicar a ti —le dijo Derguín, que solía burlarse de sus ojos saltones.

—Lo importante no son los ojos en sí, sino la atención que prestan. ¡A practicar!

Derguín barría de un rápido vistazo el despacho de Ahri. Luego, con los ojos vendados, se esforzaba en recordar todo lo que había visto. Cuántos libros había, su título, su encuadernación, dónde estaban, si había hojas de papel o pergaminos sueltos en el escritorio, la ropa, el color de las mantas de la cama, las sillas, cuántos barrotes tenían los respaldos, cómo era la moldura de las patas, el número de velas en los candelabros.

Gracias a aquellos ejercicios, Derguín había mejorado su capacidad de atención y enfoque. Aprendió, sobre todo, que para recordar con nitidez no bastaba una buena memoria: había que alimentarla con detalles precisos y abundantes, y eso sólo se conseguía siendo un buen observador.

Aunque en los últimos tiempos su ánimo había estado demasiado alborotado para concentrarse, trató ahora de aplicar las enseñanzas de Ahri. No le fue fácil: la visión, o alucinación, había sido muy fugaz, y las imágenes se movían y bailaban.

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