Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Derguín no podía ver a las Moiras, pero notaba su presencia. Según los Numeristas, la bóveda del cielo se halla a una distancia inconmensurable, inconcebible para la mente humana. Pero él sentía que esa bóveda infinitamente lejana era un velo, una cortina tras la que se ocultaban las Moiras.
—No puedes verlas porque habitan dimensiones que tu mente apenas puede intuir —dijo Mikha—. Sin embargo, están ahí, lejos, cerca, en todas partes. Son las jueces de los universos. Y el juicio del nuestro está a punto de celebrarse. Ignoro el veredicto, aunque sospecho la sentencia.
—¿Y cuál será? —preguntó Derguín, temiendo la respuesta.
—La ecpirosis. La aniquilación de un universo entero, una conflagración cósmica que dará origen a un mundo nuevo con otras leyes, otras estrellas y tal vez otros dioses y otra humanidad.
Derguín seguía mirando a la vasta y remota negrura. Hacía tanto frío que notaba cómo dentro de sus pulmones se formaban agujas de hielo y la sangre se cuajaba en sus venas. A su alrededor, el aire alienígena se congelaba y empezaba a caer en bloques sólidos que, al chocar contra el suelo, se rompían en cristales que a su vez se sublimaban en nubes de vapor azulado.
Algo sonó dentro de su cabeza, un chasquido acompañado de un breve chispazo interior.
De pronto lo contempló todo con otros ojos. No podía ver a las Moiras, que seguían fuera de su alcance. Pero sí vio a sus esbirros los Tíndalos, que acechaban entre los ángulos de las dimensiones de este mundo, agazapados en guaridas imposibles, entre los rincones y las esquinas, aplanados en la superficie que separa el agua del aire, la luz de la sombra, el sueño de la vigilia.
Se dio cuenta de que ya conocía a uno de esos sirvientes. Ulma Tor, encarnado como humano, pero formado por sombras que se condensaban y se deshacían constantemente. Imposible de matar.
—Él no es el único sirviente de las Moiras —susurró Mikhon Tiq.
Derguín se volvió hacia su amigo, que le sonreía con tristeza. Y comprendió.
Había otras entidades en juego que no eran de este mundo. Aunque tal vez ni ellas —ni ellos— lo sabían.
«Somos los que esperan a los dioses», decían los Kalagorinôr.
—¿Para qué los esperáis? —preguntó Derguín, cuyo terror no hacía sino aumentar.
—Eso se conocerá llegado el momento —respondió Mikhon Tiq. Sus ojos eran dos esferas negras—. Aunque las Moiras lo saben todo desde el principio de los tiempos.
—¿Todo está decidido? Entonces, ¿para qué luchamos?
—Luchar es tu naturaleza, Derguín. Para eso se te creó.
—¿Se me creó? No soy una espada o un hacha que se puedan fabricar. —La ira sobrepasó por un instante al miedo—. ¡Soy un ser humano!
—Pregúntaselo al herrero. Él tiene respuestas.
—¿Y tú?
—Yo tengo preguntas...
Derguín despertó empapado. Era un sudor gélido, de una frialdad innatural. El pecho le dolía, y cuando respiró lo hizo con la avidez de un náufrago que bebe agua dulce después de pasar diez días en altamar.
Por costumbre, se levantó para abrir los postigos. La ventana se hallaba orientada hacia el sur, y durante años se había acostumbrado a calcular la hora por la fecha y la posición de las lunas.
Ya no hay lunas
, recordó. Enseguida se corrigió: aunque la mayoría de la gente, reducida al pensamiento concreto y primario, creía que Taniar, Shirta y Rimom habían desaparecido de la existencia devoradas por algún monstruo voraz de los cielos, él sabía que sólo estaban apagadas, como un luznago que duerme.
Al rozar el pestillo de la ventana, notó un cosquilleo helado que le recorría el cuerpo. De pronto se había quedado desnudo. Imposible, recordaba perfectamente que se había levantado con ropa.
Miró al suelo. Rodeando sus pies había un círculo de polvo.
Se agachó y lo tocó. Aquel polvo se componía de minúsculos cristales azules que se deshacían entre sus dedos. Comprendió que eran los restos de su túnica de lino. Se le había desintegrado encima de la piel.
Estaba temblando de frío y miedo. Volvió a la cama para parar la tiritona arrebujándose en la manta. Pero, al tocarla, la notó tan gélida como si hubieran envuelto en ella un carámbano de hielo traído de las montañas de Atagaira.
No ha sido un sueño
, pensó. Había estado de verdad en otro mundo, tal vez en otro universo cuyas reglas no eran las mismas. Si la ropa que vestía se había pulverizado, ¿por qué él no había muerto? ¿Tal vez porque Mikhon Tiq le protegía?
Ignoraba qué hora era, pero la idea de dormirse otra vez le daba pavor. Ahora comprendía que el reino de los sueños existe de verdad. No se trataba tan sólo una ficción de los poetas y los videntes: era el puente por el que la conciencia podía saltarse las barreras que separaban los universos.
Todavía desnudo, salió de la alcoba y corrió al caldario. La tina de porcelana de Pashkri seguía llena, con el agua en que se había bañado antes de cenar. Aunque estaba sucia por el polvo del camino, Derguín agradeció que los criados no la hubieran vaciado todavía.
Se metió en la tina. Los dientes le castañeteaban y un fuerte temblor sacudía sus miembros casi en espasmos. El agua estaba tibia: debajo del baño había un hipocausto, una cámara hueca por la que corría el aire caliente que provenía de un gran horno de leña adosado a la mansión.
Poco a poco, su cuerpo entró en calor. Pero sabía que el frío que se había incrustado en su ánimo no saldría tan fácilmente.
El sueño, la visión o la estancia en aquel extraño paraje le habían hecho comprender algo que ya sospechaba: ser consciente, existir, era algo terrible. El mundo, el universo, la propia realidad eran lugares hostiles, construidos a una escala inhumana que empequeñecía a los mortales como motas de polvo.
Se abrazó las rodillas, tentado de meter la cabeza en el agua. ¿Por qué no quedarse en Zirna, acurrucarse bajo el techo de su casa y olvidar que existía el mundo exterior mientras esperaba a que llegara el fin? El impulso de esconderse era cada vez más intenso.
Pero no podía hacerlo. No por sentido del deber, o de la gloria, o por afán de pasar a los libros de historia de Tramórea, si es que quedaba alguna historia que escribir.
Lo que le empujaba a seguir adelante era algo distinto.
Zemal
.
Necesitaba la Espada de Fuego. Si no la recuperaba pronto, no tardaría en consumirse física y mentalmente, como una hoguera alimentada con aceite de piedra que arde con un fogonazo explosivo y se apaga.
Tal vez empuñando a
Zemal
conseguiría entrar en calor, sacudirse el frío que se había aposentado en la médula de sus huesos. Aunque Tarimán no le había asegurado que la recuperaría, Derguín quería creer que su comentario así lo sugería: «Contra el poder de los dioses la Espada de Fuego no es suficiente.
Zemal
necesita una compañera».
Lo cual le recordaba otro motivo para salir de la bañera, de su casa, de Zirna y enfrentarse con los peligros que lo aguardaban.
Ariel.
Derguín no alcanzaba a comprender en qué pensaba la niña cuando le robó el arma. Pero empezaba a sospechar que tenía que ver con El Mazo. ¿Qué motivo podría haber movido a Ziyam a cargar con él desde Malabashi? El único que se le ocurría era chantajear a Ariel.
No era descabellado. La niña había llorado mucho por El Mazo. Había cierta lógica en que se sintiera responsable de su supuesta muerte: seguramente pensaba que, de no haberse descubierto su verdadero sexo en el harén de Atagaira, El Mazo seguiría vivo. Derguín le había intentado explicar cien veces que la culpa no era suya, que todo formaba parte de una conspiración de Ziyam para matar a la reina y que el escándalo del serrallo tan sólo le había brindado una ocasión pintiparada para actuar. Pero aunque Ariel asentía como si se dejara convencer, seguía atormentándose, y cuando se dormía sollozaba repitiendo en sueños el nombre del Mazo.
Derguín quería creer que ésa era la causa del robo. Conocía a más de una persona que aseguraba con tono ampuloso que sabía juzgar a la primera a la gente y que nunca se equivocaba con nadie. Él, por su parte, no tenía los años ni la experiencia para creerse tan excelente observador de la conducta humana, y sabía que no resultaba tan difícil engañarle. Pero estaba casi seguro de que no erraba con Ariel. No podía haber criatura con menos doblez que ella. Cuando se le escapaba alguna mentirijilla, como era natural en una cría de doce años, siempre se delataba tapándose la boca, mirando a otro lado, restregando la punta de un pie contra el suelo o mostrando todos estos gestos a la vez.
A ratos, a Derguín le asaltaban deseos de encontrar a Ariel para tumbarla encima de sus rodillas y azotarla hasta que se le hinchara la mano. Pero lo que sentía la mayor parte del tiempo era añoranza por ella. Aquella niña se había convertido en su pequeña familia. En cierto modo, era como una hija para él.
Zemal
y Ariel. Sus dos posesiones más valiosas, o más bien sus responsabilidades más importantes, andaban perdidas por el mundo.
Al menos, gracias a que, por alguna razón que no comprendía, cuando Ariel desenvainaba a
Zemal
, Derguín veía por los ojos de la espada, podía seguirles la pista. ¿Qué pasaría si las encontraba? Entrando en aceleración y con su dominio del Tahedo, amén de la ayuda del Mazo, se sentía capaz de enfrentarse a todas las guerreras que acompañaban a Ziyam. Sin embargo, Ulma Tor era un asunto bien distinto. Y, para colmo, tendría que luchar contra él armado tan sólo con la hoja de acero de
Brauna
.
Impensable. Imposible.
Sin embargo, tenía que hacerlo. No le quedaba otro curso de acción. Si Derguín podía desempeñar algún papel en la salvación de Tramórea, sólo sería armado con la Espada de Fuego. Y si no lo desempeñaba por miedo a perder la vida, de todos modos moriría en la próxima conjunción de las lunas. Junto con el resto de la humanidad, pero eso era un mísero consuelo, por no decir un agravante de su temor.
Todas las perspectivas eran aterradoras. Derguín se estaba acostumbrando a vivir asustado, con un miedo perenne que encogía sus vísceras y que a veces hacía que todo a su alrededor se volviera negro como la pez.
Para colmo, acababa de recibir esa terrible visión de las Moiras, y de pronto ni siquiera el dios loco Tubilok le parecía la peor amenaza de todas. ¿Cuántos bandos entraban en la liza? Aparte de Tubilok había que contar con los demás dioses, Tarimán jugando por libre y moviendo sus propias piezas —y casualmente Derguín era una de ellas—, Togul Barok con la lanza de poder, Tríane, Ulma Tor, los Tíndalos, fueran quienes fuesen..., e incluso los Kalagorinôr.
¿Qué papel vas a representar en todo esto, Mikha?
, se preguntó. ¿Le ayudaría o se convertiría en otro enemigo? En tal caso, se temía que podía ser el peor de todos.
En otras ocasiones de su vida había estado desesperado. Ahora se sentía más allá de la desesperación.
Debió quedarse dormido en la bañera. Cuando abrió los ojos, por la puerta entornada entraba una claridad entre dorada y rojiza. Derguín se miró las manos, que parecían uvas secadas al sol después de tantas horas en el agua. Al menos, gracias al calor constante del hipocausto se había sacado parte del frío del cuerpo.
No todo. Los dedos de su mano derecha estaban helados, insensibles. Apenas podía moverlos, y hasta que no se mordió y se clavó los dientes con saña no consiguió que reaccionaran y se agitaran.
—Pronto la recuperaréis —les prometió en voz alta, con toda seriedad—. Pronto acariciaréis su empuñadura y sentiréis su calor. Pero tened paciencia y no me falléis. Os necesitaré. ¿Entendido?
Se levantó escurriendo agua, y pensó que si alguien lo veía creería que estaba loco. Por suerte, en el baño siempre había toallas; no le apetecía pasear desnudo por la casa para que su madre o su hermano dudaran más aún de su cordura.
Saludó a un par de criadas que frotaban las baldosas con cepillos de cerdas, y que lo miraron sorprendidas por que el joven amo hubiera madrugado tanto. En la alcoba tenía ropa limpia que su madre le había preparado la víspera, pues seguía guardando algunas prendas suyas.
Desechó las túnicas de lino y se puso una de lana, más cálida y resistente, aunque no tuviera un tacto tan suave. Cuando cerró los broches de cobre de los hombros, se dio cuenta de que había adelgazado tanto que la prenda le colgaba recta, sin toparse con nada de carne por debajo de los pectorales. Luego, al ponerse las calzas, comprobó que empezaban a resbalar, se atrancaban un rato en las caderas y por fin acababan escurriéndose hasta los tobillos.
Se las volvió a subir, tiró de los cordeles que iban por dentro de la cinturilla y los anudó con fuerza. Ahora las calzas le quedaban tan anchas que formaban una bolsa no muy elegante en la entrepierna, pero la caída de la túnica solventaba ese problema.
No me extraña que mi madre se alarme
, pensó. Desde que tenía a Zemal había empezado a enflaquecer, consumido poco a poco por su extraño poder; pero el robo de la espada había acelerado el adelgazamiento. Por suerte, se sentía tan fuerte como siempre. O quizá más: era como si ese proceso de consunción en lugar de quitarle músculos los apretase en manojos cada vez más densos y fibrosos. Lo último que le hacía falta era desfallecer de debilidad.
Cuando salió de la alcoba, ya vestido, y se disponía a despertar al Mazo, se encontró con su madre. Le estaba esperando al otro lado de la puerta con un gesto tenso y grave que le sorprendió. Parecía más la carga de alguna preocupación que la atormentaba que pena por tener que despedirse de su hijo.
—Quiero hablar contigo —le dijo.
Por favor, que nadie de la familia esté enfermo, y que Kurastas no haya sobornado a ningún funcionario
, rogó a quien pudiera escucharlo. Si le caía encima alguna otra responsabilidad, iba a terminar de volverse loco.
—Pasa, por favor, madre.
Entraron en el dormitorio. Derguín había hecho la cama, un hábito adquirido en la academia de Uhdanfiún. Pero su madre era una perfeccionista y no se quedó satisfecha hasta entremeter la manta debajo del almohadón de modo que no quedara ni una arruga. Después se sentó en un lado del lecho y dio dos palmaditas en el colchón para que Derguín hiciera lo propio.
—No sé cómo contarte esto, hijo mío.
—Tú misma me lo decías de niño. Empieza por el principio y acaba por el final —dijo Derguín, tratando de sonreír, aunque la aprensión le estaba disparando el pulso.