Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Descrestaron una pequeña elevación herbosa, y por fin vieron el mar. A partir de allí, el terreno descendía en un suave declive, hasta un promontorio que parecía casi una isla, unido al continente por una estrecha lengua de tierra. En aquella reducida península había una ciudad amurallada.
—Teluria —anunció Kalevi, jefa de las Atagairas, que conocía aquellos parajes.
Kratos se giró sobre la silla y miró al cielo. El sol todavía se encontraba lejos de las cimas de Atagaira. Llegarían a Teluria antes de que se hiciera de noche.
Poco a poco, el resto de la expedición coronaba la cuesta. Habían perdido unos quinientos caballos, pero los setecientos Invictos que partieron de Nikastu estaban allí. Iban a conseguir lo imposible. Todos parecían comprenderlo, porque cuando descubrían aquel horizonte azul que la mayoría de ellos no habían visto en su vida, desmontaban, daban saltos de alegría a pesar del cansancio y se abrazaban entre ellos gritando: «¡El mar, el mar! ¡Allí está el mar!».
Kratos descubrió que una sonrisa involuntaria le tiraba de las mejillas resecas por el aire y el sol. Cruzó la mirada con Gavilán y Partágiro y encontró esa misma sonrisa, y también en Baoyim, Kybes y todos los demás.
—¡Kratos! ¡Kratos!
Se volvió. La voz era inconfundible, y además el único que solía omitir su tratamiento de Tahedorán era Linar. El Kalagorinor venía hacia él, galopando sobre
Riamar
, que subía el declive sin apenas hacer ruido, como si sus cascos volaran a medio palmo de la hierba.
—¿A qué estáis esperando? —le dijo al llegar a su lado—. El tiempo urge.
—El tiempo puede esperar.
—No tiene esa costumbre, me temo.
—Deja que disfruten unos instantes, Linar. Seguro que un pequeño descanso les da alas para llegar más rápido a la ciudad. Por cierto —añadió bajando la voz—. Nos dijiste que debíamos embarcar hacia el este. El viento lleva todo el día soplando directamente de levante. ¿No será un problema para navegar?
—Deja eso en nuestras manos, Kratos.
—¿Nuestras? ¿Tuyas y de quién más?
Por toda respuesta, Linar hizo volver grupas al unicornio blanco y se alejó hacia la ciudad. Kratos no necesitó mucho tiempo para contestarse él mismo a su pregunta. Kalitres-Barantán los había convocado allí el día 15, y ellos habían cumplido su cita. Sin duda, los aguardaba en Pabsha.
Se preguntó si también estaría allí el otro Kalagorinor, Mikhon Tiq. De ser así, ¿lo acompañaría Derguín? ¿Habría recuperado ya la Espada de Fuego? No tardarían en descubrirlo, pero ni él mismo sabía si deseaba encontrarse a Derguín o no.
A
lgo transformó en ti
.
Derguín seguía dando vueltas a esas palabras; tantas como giros describía la escalera de caracol que ascendía por el interior de la Vieja Dama. Unos metros más abajo, los peldaños crujían por el peso del Mazo. Ambos subían alumbrados por la luz verde de sendos globos de luznago que el portero del templo les había alquilado junto a la reja de la puerta. Las únicas llamas que el dios permitía allí eran las de su altar. E incluso ésas, les había explicado el hombre, había que encenderlas y avivarlas con sumo cuidado, y siempre tenían a mano varios baldes de agua por si alguna brasa prendía en la tarima o en las ramas o el tronco de la faconia.
—Es paradójico que en el templo del dios herrero esté prohibido el fuego —había comentado El Mazo. En realidad, había dicho «parabólico», pero Derguín captó la idea.
Derguín llegó el primero. Apenas se había fatigado en la ascensión; una ventaja de haber perdido peso era no cargar con esos kilos extra al subir cuestas o escaleras. Cuando traspuso el hueco tallado en el tronco, entrecerró los ojos para acostumbrarse a la luz del exterior. Se detuvo un momento en el umbral para esperar al Mazo, cuyo pesado resuello se oía dos revueltas más abajo.
—¿Qué te parece? —preguntó a su amigo cuando éste llegó arriba.
Se hallaban sobre una pasarela de tablones de roble, protegida por una balaustrada. Al avanzar unos pasos y separarse del tronco, se abrió ante ellos un panorama espectacular. La Vieja Dama se alzaba en una suave ladera, lo que sumado a su propia elevación permitía que contemplaran Zirna desde ciento cincuenta metros de altura.
El Mazo se apoyó en el barandal y silbó admirado.
—¿Te puedes creer que es la primera vez que subo aquí? —confesó Derguín.
—¿Me tomas el pelo? ¿De verdad te habías perdido este paisaje? —El Mazo lo contemplaba sin parpadear, como si quisiera bebérselo con los ojos.
—No es tan raro. —Derguín se encogió de hombros—. Los lugareños nunca aprecian lo suficiente los tesoros de su propia ciudad. En Koras conocí a muchos Ainari que nunca habían visitado la gran biblioteca. Y la mayoría de los ciudadanos de los barrios bajos de Narak jamás subían a disfrutar las vistas del Nido o la Buitrera.
Desde allí arriba, encerrada en su muralla ovalada, Zirna parecía a la vez más grande y más pequeña. A Derguín le recordó la maqueta de la ciudadela de Alit que había en la academia de Uhdanfiún. Aquí y allá se alzaban pequeñas columnas de humo, blanco en las panaderías y negro en las herrerías. Debido a la perspectiva las calles más estrechas no se veían, sólo se intuían como ranuras entre los tejados; pero en las avenidas más anchas, en las plazuelas y en el ágora central ya se observaba mucha animación, y los toldos de los tenderetes que empezaban a montarse moteaban el conjunto con colores abigarrados.
En la parte del óvalo más cercana a ellos, Derguín reconoció la fachada oeste de su propia casa, encaramada a un peñasco, en el punto más alto de la ciudad. Pensó en cuán grande le había parecido de niño. En cambio ahora, desde aquella atalaya, se le antojaba una de esas casitas de miniatura que se ofrendaban como exvotos en los templos.
Había alguien en el terrado, pero por más que entrecerró los ojos siguió siendo una diminuta hormiga y no pudo distinguir de quién se trataba. ¿Sería su madre?
Algo transformó en ti
.
—¿Por qué crees eso, madre? —le había preguntado antes, en su alcoba.
—Tu padre era un maestro severo...
—Lo sé. —Como profesor de Tahedo, Cuiberguín Gorión era incluso más exigente y parco en alabanzas que Kratos.
—...pero cuando no estabas delante se hacía lenguas de tu habilidad con la espada. Decía que en Uhdanfiún usaban una palabra para referirse a alguien como tú.
—Un natural... —murmuró Derguín.
—«Este muchacho es más bien sobrenatural», decía él. «No había visto nada igual en mi vida. Tiene más talento en un dedo que yo en ambos brazos.»
—¿De verdad decía eso?
—Por eso se disgustó tanto cuando te expulsaron de Uhdanfiún.
No fue mi culpa
, estuvo a punto de decir Derguín, pero se mordió la lengua. Aquella cuenta ya estaba saldada.
—Cuando conseguiste convertirte en Tahedorán y luego en Zemalnit, tu padre se sentía tan orgulloso de ti que no cabía por esa puerta. «¡Es lo que yo te decía, mujer! Sólo alguien con un talento sobrenatural podría convertirse en gran maestro en un solo mes, después de abandonar el Tahedo durante años, y conquistar la Espada de Fuego venciendo a los mayores Tahedoranes de Tramórea.»
Derguín agachó la mirada para disimular su rubor. Se le había erizado el vello de los antebrazos. Al oírlo en palabras de su difunto padre, cayó en la cuenta de que, pese a sus fallos, pese a la gente a la que había decepcionado y pese al incierto destino que le aguardaba, había vivido sus momentos de esplendor. Si muriera en este instante, nadie podría negarle que era el primer candidato a Tahedorán que había superado el examen derrotando a Ibtahanes de su mismo grado, y que en su único duelo a espada había derrotado a Togul Barok, el guerrero a quien todos creían invencible.
—Fue entonces, al oír a tu padre alabar con tanta pasión tus cualidades casi divinas, cuando recordé lo que había pasado esa noche en el templo de Tarimán, y pensé que...
Mirika se interrumpió y volvió a enrojecer.
—¿Qué pensaste, madre? Dímelo, por favor.
—Que quizá llevabas en ti la semilla de los dioses.
—¿Qué quieres decir? Todo el mundo ha comentado siempre que me parezco a mi padre. Tengo los ojos verdes como él, y los dedos largos, y siempre me han gustado los libros y las armas como a él...
—Yo te concebí con tu padre, de eso puedes estar segura, hijo mío —dijo Mirika, apretándole la mano—. Jamás le fui infiel, ni de obra ni de pensamiento. Pero los poderes de los dioses son incomprensibles para los mortales. Recuerda la historia de Minos.
Su madre se refería al gran Minos Iyar, el héroe que había llevado el imperio de Áinar a su mayor esplendor. Según las crónicas, era hijo de un caudillo Équitro y una prisionera Ainari. Pero algunas leyendas aseguraban que en su noche de bodas, cuando el caudillo dormía tras consumar el acto conyugal, Manígulat, encaprichado de la joven, había adoptado los rasgos del marido para yacer con ella. Nueve meses después nació Minos, en quien se habían mezclado las semillas de dios y mortal.
Si era cierto, o si la sangre inmortal de Manígulat había predominado sobre su sangre humana prolongando su vida, nadie lo sabía. Tras perder a su esposa Asheret, Minos había emprendido un viaje hacia el este, dispuesto a desafiar a la misma muerte, y jamás se había vuelto a saber nada de él.
—¿Crees que llevo en mí algo de sangre de los dioses, madre?
—Ya te lo he dicho. No pensé en ello hasta que tu padre usó la palabra «sobrenatural» para referirse a ti. Pero ¿qué debo pensar ahora, después de que Tarimán se me ha vuelto a presentar en sueños?
Precisamente para descubrir qué debía creer él mismo, Derguín había subido al santuario del dios herrero. Ahora entró en la cella, una capilla cuyas paredes de madera habían recibido tantas capas de barniz a lo largo de los años que se veían casi negras. Por su parte, El Mazo se sentó en el borde de la plataforma, con las piernas colgando entre los balaustres de la barandilla, para disfrutar del panorama y del segundo desayuno del día.
Dentro de la capilla había una estatua de Tarimán de tamaño natural, tallada en madera de la Vieja Dama. Los colores alegres con que la habían pintado cuadraban muy bien con la sonrisa casi pícara del dios.
—Es un honor tenerte aquí, Zemalnit —le saludó Maltar, el sacerdote. Era un octogenario achacoso que llevaba atendiendo el templo más de cuarenta años. Pese a la edad, conservaba una mata de pelo blanco y recio; seguramente habría empezado a tener canas poco después de los veinte, pero eso solía ser garantía de conservar el cabello hasta la tumba.
¿Por qué estoy pensando en su pelo?
, se preguntó Derguín.
Porque el sacerdote del que me ha hablado mi madre era calvo
. De hecho, su descripción le había hecho recordar a los Pinakles, los misteriosos monjes que custodiaban la Espada de Fuego a la muerte de una Zemalnit. ¿Sería un Pinakle el que había recibido a su madre?
Junto a la estatua había una forja muy pequeña; era casi simbólica, para evitar incendios. Maltar, que como todos los sacerdotes de Tarimán había sido herrero, alimentaba los carbones para que siempre hubiera brasas. Sobre los rescoldos se veía una barra de hierro. Aunque no había temperatura para que llegara a ponerse al rojo, todos los días el sacerdote la sacaba de la forja, la ponía sobre un yunque que más parecía de zapatero y le daba un par de martillazos rituales. Ahora lo hizo delante de Derguín, y luego le dijo:
—Tengo un pequeño reproche que hacerte,
tah
Derguín.
—¿Y cuál es, maese Maltar?
—Que no te hayas dignado venir hasta ahora para ofrendar la Espada de Fuego a su creador. Pero nunca es tarde para cumplir con los dioses.
No pretenderá que desenvaine a Zemal
, se agobió Derguín. Había logrado ocultarle el robo a su familia, incluso a su madre, que sabía leer sus gestos como si fueran un tratado de caligrafía. Si el anciano descubría que la espada que llevaba al cinto era de pega, no tardaría en pregonarlo, aunque para ello tuviera que bajar los cuatrocientos peldaños tallados en el hueco de la faconia.
Para salir del paso, Derguín se arrodilló delante de la estatua, con los talones en los glúteos, se colocó la espada envainada encima de los muslos, agarró la funda por debajo con las palmas abiertas y los pulgares bien separados de los demás dedos, estiró los brazos y agachó la cabeza.
—Mi señor Tarimán, divino herrero, tu humilde servidor el Zemalnit se postra ante ti para ofrecerte la espada que tú mismo forjaste y de la que no es poseedor, sino sólo un humilde prestatario.
—¿No vas a desenfundarla ni siquiera un poquito? —preguntó Maltar. Sus ojos, que empezaban a añublarse por las cataratas, brillaban de emoción.
—Me es imposible, maese Maltar. Cuando los Pinakles nos revelaron el paradero de la espada, nos hicieron jurar que sólo la sacaríamos de su vaina para matar en combate.
Una mentira tan grande como el Kimalidú, pero ¿qué podía saber un viejo sacerdote de un santuario tan modesto sobre las reglas que debía obedecer un Zemalnit? Al menos, ésa era la apuesta de Derguín.
—Oh, qué lastima —dijo el sacerdote con voz temblorosa—. Tenía la esperanza de ver la luz de
Zemal
antes de morir.
A Derguín le dio pena del anciano y se sintió un poco miserable por engañarlo así.
Aguanta con vida, y te prometo que vendré aquí a enseñarte a
Zemal.
Tras dejar la espada en el suelo, Derguín se apoyó las manos en los muslos y levantó la mirada hacia la imagen del dios. Se preguntó si Tarimán podría ver por sus ojos y hablar por su boca, como había hecho con la enorme estatua que encontraron en la playa.
Mientras tanto, el sacerdote avivó las brasas con el fuelle. El esfuerzo hizo que su respiración sonara más trabajosa que el propio aventador.
—La gente se ha vuelto impía —comentó, de espaldas a Derguín—. Por tal motivo nos castigan los dioses.
—¿Qué noticias te han llegado?
—Muchas y malas —respondió Maltar, incorporándose entre quejidos, y repitió—: Muchas y malas, tah Derguín. Dicen que una lluvia de fuego celeste ha caído sobre Mígranz y ha aniquilado a la Horda Roja.
Imposible, porque está en Pasonorte
, pensó Derguín, pero prefirió no corregir al anciano.
—Esa lluvia de fuego ha destruido también al grueso de los ejércitos de Áinar. Por eso, los más belicosos proponen que la Confederación Ritiona aproveche para invadir y conquistar todas las tierras al norte del bosque de Corocín.