Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Primero se fijó en la nave. Tenía dos palos. Era algo más grande que la embarcación de Foltar. Debía de ser el atunero del que les habían hablado en Arubak.
Después observó a los pasajeros. Mujeres encapuchadas. Atagairas, no cabía duda. Una de ellas, que miraba directamente a los ojos de Derguín —o sea, a los de
Zemal
—, era Ziyam. La última vez que la vio, llevaba una venda en el rostro para tapar la marca del hierro candente que le había aplicado su propia madre. Ahora aquel estigma había desaparecido, pero en su lugar presentaba varias cicatrices paralelas en cada mejilla, como si unas garras la hubieran arañado, y tenía unas ojeras muy marcadas.
Allí estaba Ariel también, mirando a
Zemal
muy de cerca, tanto que sus ojos verdes bizqueaban un poco. Detrás se veía a Neerya, pero entre ella y Ariel había otra mujer de cabellos negros.
¡Era Tríane! ¿Qué demonios hacía en el barco?
Siguió concentrándose en la visión. No parecía haber marineros. ¿Eran las Atagairas quienes tripulaban el atunero? Eso no le resultaba muy verosímil: las amazonas eran criaturas de tierra firme. Pero en la imagen sólo había un hombre, que se encontraba de espaldas...
... y que se volvía una fracción de segundo, miraba a Ariel y le ordenaba algo. «Guárdala», creyó leer en sus labios.
Hasta ahí llegaban las imágenes. Pero lo poco que había visto de aquel hombre le sobró para reconocerlo. Los rasgos finos y atezados, el ojo tapado por un parche, la trenza azabache.
Ulma Tor.
Si al ver a Tríane se había asombrado, la presencia del nigromante hizo que la sangre se le subiera a la cabeza y los pies se le quedaran fríos.
De modo que Ulma Tor andaba detrás del robo de
Zemal
. Eso empeoraba infinitamente la situación. Aunque encontrara a Ariel y a las Atagairas, ¿cómo iba a recuperar la espada ahora?
En tres ocasiones se había enfrentado al hechicero, y si había salvado el pellejo era porque siempre le había ayudado alguien: Mikhon Tiq, el Rey Gris —aunque involuntariamente—, Kalitres. En la última ocasión había logrado herir a Ulma Tor con
Zemal
, pero su brazo se había recompuesto por arte de hechicería segundos después.
Al pensar en ello le sobrevenía una angustia helada. ¿Qué sucedería si Ulma Tor empuñaba la Espada de Fuego y acrecentaba todavía más su poder?
Como lo intente, quedará reducido a cenizas
, se animó. Pero ni él mismo estaba demasiado convencido. Si las reglas de
Zemal
se habían roto con Ariel, ¿quién podía asegurar que no pasaría lo mismo con aquel hechicero?
Si se dejaba llevar por el pánico perdería los últimos detalles claros de la imagen, y necesitaba algo más que un borrón confuso o un recuerdo reinventado. Respiró hondo y recitó decimales del número pi. Gracias a eso consiguió ralentizar sus pulsaciones y calmar su aliento.
Con Ulma Tor o sin él, necesitaba alguna pista sobre el paradero de la espada. Derguín sospechaba que sus visiones y las de
Zemal
eran simultáneas, lo que significaba que ahora mismo Ariel y las Atagairas se encontraban en altamar. Si habían zarpado antes que El Mazo y él, ¿cómo podían haber tardado tanto en llegar al continente?
Porque no se dirigen a Lantria, sino a algún otro puerto más lejano
, se respondió él mismo. Pero ¿cuál?
Recapituló sobre las imágenes. Era de día, y por la dirección de las sombras navegaban con el sol a babor. Eso quería decir que tenían el norte a estribor, y que viajaban al oeste, o en una dirección aproximada.
Si Tarimán los había enviado a él y al Mazo al desierto de Guinos, era de suponer que lo hacía para que pudiera recuperar la espada. De modo que Ariel, las Atagairas y el innombrable debían dirigirse allí. La opción que había elegido Derguín para llegar era viajar de Narak a Lantria, de Lantria a la Ruta de la Seda y por ésta hasta los límites del desierto.
Existía otra posibilidad: navegar hasta Áinar, desembarcar en Tíshipan y después dirigirse hacia el nordeste. Un trayecto más largo, pero con la ventaja de que por mar se viajaba más rápido.
Rápido. Sí, el atunero navegaba veloz: así lo testificaban los chorros de espuma sobre la amura, la inclinación del barco y las velas, ambas henchidas a estribor, el mismo lado al que se inclinaba el atunero. Navegaban en largo, la forma más rápida de hacerlo, según Narsel. Derguín siempre había pensado que lo mejor era llevar el viento de popa, pero el navarca le había explicado que de ese modo nunca podían navegar más veloces que el propio viento, algo que sí se podía conseguir en largo o en ceñida.
Qué casualidad que el viento les fuera tan propicio.
O no. ¡Por eso no había tripulantes! Seguramente el aire estaba soplando allá donde le ordenaba la hechicería de Ulma Tor, que, conociéndolo, habría arrojado a los marineros por la borda o los habría liquidado de alguna forma aún más cruel.
Ni con tus trampas me vencerás
, se dijo Derguín, abriendo los ojos y levantándose de la piedra. Su bravuconada no lo convencía ni a él, pero cualquier recurso que le infundiera ánimos era bueno.
El Mazo se había tirado panza arriba en el suelo. Aunque no era el lecho más cómodo, plagado de ásperos hierbajos y afilados pedruscos, se había quedado dormido con esa facilidad que Derguín envidiaba unas veces y que otras le desesperaba. Por enésima vez en su viaje, le agarró de los hombros y le sacudió para despertarlo.
—¡Arriba!
—¿Qué pasa? ¿Ya es de día? —preguntó El Mazo, desorientado.
—No ha dejado de ser de día en ningún momento. Vamos, ya hemos descansado.
El Mazo se levantó con los ojos borrosos, se rascó diversas partes de su extensa anatomía y trató de montar en el caballo. Pero estaba tan aturdido que el pie le resbaló del estribo y acabó con sus huesos en tierra. El postillón hizo amago de reírse, pero Derguín se llevó un dedo a la boca sugiriendo silencio.
—Yo que tú no me burlaría de alguien que mató a un corueco con sus propias manos —le susurró en un aparte.
—¿De verdad hizo eso? —murmuró el joven, con gesto de incredulidad.
—Si lo dudas, pregúntaselo a él.
El postillón observó al Mazo. El gigantón agarró las riendas y las crines del caballo con tanta fuerza que estuvo a punto de tirárselo encima. Con un pie en el estribo y otro a medio subir, El Mazo se dedicó a soltar dicterios en su Ainari natal mientras su montura trazaba círculos en el sitio. Por fin, entre relinchos y maldiciones, consiguió plantar sus casi quince arrobas encima del animal.
—Creo que mejor no le diré nada —resolvió el postillón.
—Sabia decisión. —Derguín apoyó las manos en las ancas de su yegua y subió de un salto. Después exclamó, dirigiéndose al Mazo—: ¡Ánimo! La próxima parada será Zirna. Te gustará mi ciudad, seguro.
Faltaban un par de horas para que el sol se hundiera en el horizonte cuando coronaron una larga cuesta. Los dos viajeros y el postillón pararon a sus monturas en un mirador circular que se apartaba de la calzada.
A partir de allí, la carretera bajaba el mismo desnivel que antes había subido. Había escampado y soplaba un viento del oeste frío y cortante que arrastraba lejos las nubes. El aire era tan puro y diáfano que permitía distinguir los detalles del paisaje a decenas de kilómetros.
—Ahí está Zirna —señaló Derguín—. Mi hogar.
Una luz fresca y dorada bañaba un valle rodeado de colinas a derecha e izquierda de la calzada. Más al oeste se levantaba la Sierra Seca, tan árida y hostil como su nombre indicaba, de un cárdeno desvaído por la distancia.
En el centro del valle se extendía la ciudad de Zirna. Pero desde allí sólo se intuían sus casas y murallas, pues las tapaban los troncos y las copas de unos árboles gigantescos.
—Son faconias —le explicó Derguín al Mazo—. Dicen que también crecen en las Tierras Antiguas, pero el único lugar en toda Tramórea oeste donde las encontrarás es aquí.
Aquellas grandiosas coníferas eran tan gruesas que en la Noche de Difuntos los corros que danzaban a su alrededor se formaban con un mínimo de cuarenta personas para poder abarcarlos. Los troncos subían rectos como columnas, y las primeras ramas no brotaban hasta pasados cincuenta metros de altura.
Más allá de la ciudad se vio un reflejo plateado que un momento antes no estaba allí.
—¿Qué es eso? —preguntó El Mazo.
—Río Hirviente —contestó Derguín, respirando hondo. Aunque se cerniera sobre ellos el fin de todas las cosas, era hermoso volver a contemplar el valle donde había pasado su niñez, y donde se había retirado tras su expulsión de la academia militar, hasta que Linar, Kratos y Mikha aparecieron para cambiar su destino.
—¿Un río? ¿Un río en el aire?
—Es un géiser, un surtidor de agua caliente que brota de las entrañas de la tierra cinco veces al día. Como una fuente, pero mucho más alto.
Emprendieron el descenso con un trote suelto, ya que en la subida habían exigido un gran esfuerzo a las monturas. Poco a poco las faconias fueron ocupando el campo de visión hasta tapar todo horizonte.
A diferencia de los suelos entre grisáceos o amarillentos que habían encontrado en los últimos kilómetros, el del valle de Zirna era oscuro, casi negro, muy rico en humus. A ambos lados de la calzada se veían huertos bien cuidados, con naranjos y tomateras, patatales recién sembrados y todo tipo de verduras. Había cabras y cerdos por doquier, y también vacas de carnosas ancas que pastaban en pequeñas praderas.
—Qué contraste con la zona que hemos atravesado —comentó El Mazo, que miraba a ambos lados de la calzada con los ojos muy abiertos. Durante muchos años, cuando vivía en las Kremnas, había soñado con viajar. Ahora que lo hacía, aunque fuese a la fuerza, no dejaba de observar el paisaje con la curiosidad de un niño.
—Dicen que aquí, si un caminante se para a descansar demasiado rato, le germinan tallos y hojas en el bastón —comentó Derguín. Por primera vez en muchos días, se sentía de buen humor, y saludaba alegre a los viajeros con los que se cruzaban y a los labriegos que atendían sus huertos—. Este valle es tan fértil porque por debajo del suelo corre una red de aguas subterráneas, frías y calientes.
Río Hirviente, siguió explicándole al Mazo, no era la única fuente termal. Había en plena ciudad un balneario de aguas naturales que, aseguraban, eran excelentes para las articulaciones, los cólicos y la estangurria. Aunque la humedad del ambiente era a menudo un problema. El padre de Derguín solía quejarse del reúma, y muchos vecinos que cavaban sótanos y bodegas se encontraban con filtraciones constantes e incluso con inundaciones.
Pasaron entre dos faconias. Sus ramas se acariciaban en las alturas, tejiendo un dosel sobre la calzada, y sus raíces levantaban el suelo formando pequeñas cuevas donde habitaba gente. Al oeste, ya al otro lado de la ciudad, se alzaba la Vieja Dama, la más alta y, según se creía, más anciana de las faconias. En su copa, a más de cien metros, había un templo de Tarimán.
Tarimán. El dios herrero le había dicho a Derguín que pasara de largo Zirna. «Ni tan siquiera te sacudas el polvo de las botas», había añadido.
Estaba harto de seguir instrucciones ajenas sin saber por qué.
—Vamos a pasar la noche aquí.
El Mazo enarcó las cejas sorprendido. Miró de reojo al postillón, que los seguía a suficiente distancia como para no parecer que quería inmiscuirse en sus conversaciones, cuando en realidad no perdía ripio. Susurrando, El Mazo dijo:
—
Él
te ordenó que siguieras sin detenerte.
—Que diga lo que quiera —respondió Derguín, bajando la voz y pasando al Ainari—. ¿Cómo no voy a pasar por mi casa a saludar a mi madre y a mis hermanos?
Y, si el fin se acerca
, añadió para sí,
tal vez a despedirme de ellos
.
Los huertos eran cada vez más pequeños y la distancia entre las casas se reducía. No tardaron en llegar ante la muralla.
—Vamos a cambiar de espadas —dijo Derguín, soltando las hebillas que sujetaban a
Brauna
para pasársela al Mazo.
—¿Por qué?
—Aquí sigo siendo el Zemalnit —murmuró Derguín. Cogió la espada recta que le tendía El Mazo y se la colgó del talabarte. La empuñadura imitaba a la de
Zemal
. Con eso tendría que bastar.
Las murallas se veían mejor cuidadas desde la última visita de Derguín. Habían talado los árboles que crecían junto a los sillares, y de las viviendas que durante décadas habían pululado adosadas a la pared como parásitos tan sólo quedaban unas líneas claras que señalaban dónde habían estado los tabiques. Encima de la muralla, cuadrillas de albañiles apilaban piedras para reparar las almenas e igualar la altura del adarve.
En la puerta montaban guardia seis soldados en lugar de dos. Además, lucían los uniformes más limpios que otras veces y sólo un par de ellos tenían panza.
El jefe de la patrulla, que sacaba a Derguín cinco años y lo conocía desde que era niño, se cuadró ante él con una marcialidad que lo sorprendió.
—¡Bienvenido a Zirna,
tah
Derguín! Es un honor tener de vuelta al Zemalnit.
—Muchas gracias, Rudar. Pero procura no pregonarlo por ahí —pidió Derguín, aunque sabía que era inútil—. Va a ser una visita muy breve.
Desmontaron y atravesaron la ciudad tirando de los ronzales de sus monturas, pues las calles estaban muy concurridas. Aunque faltaba poco para que oscureciera y corría un aire bastante frío, la mayoría de los puestos de comerciantes seguían abiertos. Al Mazo se le fueron los ojos detrás de una enorme salchicha blanca que chisporroteaba sobre una parrilla.
—Aguanta un poco —le dijo Derguín—. En mi casa podrás cenar.
—Que nadie diga que El Mazo se ha quedado alguna vez sin cenar por haber merendado antes —respondió él, y le compró el embutido al salchichero.
La casa de Derguín se hallaba en la parte oeste de la ciudad, cerca de la muralla. Era un edificio de dos pisos, con paredes blancas, rodeado por una verja de hierro forjado y un jardín.
Pese a que el hombre de la guardia había prometido discreción, la noticia de la visita de Derguín se las había apañado para llegar antes que él a su propia casa. Cuando llegaron a ella, su madre y su hermano Kurastas ya estaban esperándolo en la puerta.
Mirika, que como era costumbre entre los Ritiones había adoptado el apellido Gorión, frisaba ya los sesenta años; pero la piel de su rostro se veía tan lisa y tersa como si apenas hubiera pasado de los cuarenta. A cambio, tenía unas caderas y un trasero redondeados, que debía en buena parte a una debilidad por los dulces y el queso con membrillo que no había hecho sino crecer con los años.