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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (65 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—Porque el aire está turbio. En Tramórea pasa lo mismo, pero no lo notamos tanto porque las cosas dejan de verse cuando el horizonte las tapa. Aquí no hay horizonte.

—Vale. Pero entonces, ¿por qué se ven las montañas y los mares que hay allí arriba? Según tu idea, están todavía más lejos, en el otro extremo del globo.

Gavilán parecía empeñado en examinarle como si fuera el maestro Baelor, pero Darkos también tenía una respuesta para eso.

—Porque el centro del globo no tiene aire, y por eso es transparente.

—¿Como que no tiene aire?

—¿Y para qué iba a haber aire allí, si las plantas y los animales viven pegados a las paredes?

Los demás habían reconocido que el argumento era de una lógica aplastante. Su padre le apretó el hombro y, a medias con orgullo y a medias en broma, dijo:

—¡Se nota que estudió con un Numerista!

—Vale, vale. —Gavilán no se rendía—. A ver si tienes respuesta para eso. ¿Por qué esos mares que cuelgan allí arriba no se nos caen encima de la cabeza?

En ese momento, Darkos se había encogido de hombros.

—No tengo la menor idea.

Pese a esa objeción, los demás habían acabado por aceptar su idea, que confería cierta lógica a aquel panorama desquiciante. Aunque comprender que se hallaban en la superficie interior de una esfera no significaba que no se sintieran abrumados por lo que veían.

—Es increíble lo lejos que se alcanza a ver en este lugar —dijo su padre, que estaba mirando hacia el oeste con el catalejo, en dirección al mar de Windria. Luego se giró poco a poco hacia el norte, hasta que algo llamó su atención—. Creo que allí hay una ciudad.

Soyala, la joven Atagaira, preguntó a Nimaz y después tradujo su respuesta.

—Nimaz dice que ese tubo debe ser en verdad mágico, pues te permite alcanzar lo que los ojos no ven. También dice que tienes razón, que allí hay una ciudad. —Soyala volvió a interrogar al guía, y prosiguió—. Es Narday, la capital de la reina Teanagari.

—Pregúntale si nos servirá como intérprete para comunicarnos con su reina. Tenemos que llegar hasta el puente de Kaluza, pero no quiero atravesar el país de esa reina sin pedirle permiso. No pretendo que parezcamos una fuerza hostil.

Tras escuchar a Soyala, el joven Atagairo abrió mucho los ojos y sacudió la cabeza a ambos lados.

—Dice que es impensable,
tah
Kratos —tradujo Soyala—. Que ya te explicó ayer que el dios de la montaña de Estrellada prohibió hace mucho tiempo caminar por el puente de Kaluza.

No me extraña
, pensó Darkos, mirando de nuevo hacia las alturas. ¿Cómo se podía caminar por un puente vertical?

—Además —añadió Soyala—, dice que la reina jamás se rebajaría a hablar con él, y menos contigo.

—¿Con
tah
Kratos no? ¿Se puede saber por qué? —preguntó Abatón.

—Tampoco hablaría contigo —respondió la joven—. Nimaz me dice que os pida perdón por utilizar estas palabras, pero para las Atagairas todos los hombres sois animales. También os llaman «salvajes» y «carne de argolla».

—¿Y tú decías que nosotras desconfiamos de los varones extranjeros? —intervino Kalevi, la capitana del contingente de Atagairas—. Éstas son mucho peores que nosotras.

—Que ya es decir —masculló Abatón en Ritión. Las Atagairas no lo entendieron, pero Kratos sí, y le dirigió una mirada torva.

Por la descripción que de ellas había dado Nimaz, las Atagairas de aquel lugar eran como las de Tramórea, altas, musculosas y albinas. Pero allí no tenían por qué ocultarse del sol, ya que éste no quemaba la piel. Así lo habían comprobado las doscientas Atagairas de Tramórea que acompañaban a los Invictos. Para regocijo de éstos —y del propio Darkos, que las miraba y admiraba con disimulo—, las amazonas se habían desprendido de sus capas y viajaban luciendo al aire libre sus largas piernas y sus níveos brazos, y algunas de ellas incluso exhibían los hombros desnudos y el arranque de los pechos.

—Pregúntale si no hay otra forma de llegar al puente que no sea atravesando las tierras de la reina —dijo Kratos.

—Dice que es imposible —contestó Soyala—. Que hace tiempo, cuando él nació, esta comarca pertenecía a la reina de Surdumbria. Pero que Teanagari de Bearnia ha unificado los Cinco Reinos, y ahora todas las tierras que rodean el puente de Kaluza le pertenecen.

—Lo que significa que, si queremos llegar allí —dijo el general Frínico, señalando a la vasta mole de los pilares—, debemos abrirnos paso a la fuerza.

—Genial —dijo Gavilán—. ¿No se supone que les íbamos a hacer la guerra a los dioses? Ahora tendremos que pelear contra mujeres.

—¿Eso te incomoda, capitán? —preguntó Kalevi.

Gavilán la miró de arriba abajo. La jefa de las Atagairas medía poco más de uno sesenta.

—No te ofendas, pero si todas fueran como tú me importaría menos. Lo que temo es que estas primas olvidadas que tenéis aquí sean como ella —dijo, señalando a Soyala, que pasaba de uno ochenta.

—A mí me preocupa menos la estatura que el número —dijo Kratos—. Soyala, pregúntale de cuántas guerreras dispone la reina.

—Nimaz dice que son tantas como los granos de arena en la playa.

Darkos se quedó esperando a que completara el tópico añadiendo «y como las estrellas en el cielo». Luego comprendió que allí no había estrellas ni firmamento.

—Muy poético, pero ¿no puede precisar un poco más? —preguntó Abatón.

—Nimaz reconoce que no lo sabe —respondió Soyala.

—Es normal —intervino Kalevi—. Si son como nuestros varones, las cuestiones militares no les incumben.

—No obstante —dijo Kratos—, deberíamos hablar con esa reina, o con las autoridades que gobiernan en su nombre esta región. Quiero recuperar a los prisioneros.

La víspera, poco después de desembarcar, Kratos había organizado patrullas para explorar los alrededores. Una de ellas había sido atacada. Cuando llegaron, encontraron a cuatro Invictos muertos, con heridas de flecha y de espada. En esa partida también iban Kybes y Baoyim. Puesto que sus cadáveres no aparecieron, todos dieron por supuesto que sus atacantes los habían capturado, del mismo modo que habían hecho con Nimaz.

Las huellas de caballos —según su guía, se trataba de unicornios- conducían hasta la calzada de adoquines. A partir de ahí, los captores podían haberse dirigido al sur o al norte. Pero todos sospechaban que, puesto que las ciudades importantes de las Atagairas se hallaban al norte, era allí donde habrían llevado a los prisioneros para interrogarlos. Sin duda, la aparición de una flota y de un lago donde antes había un campamento era un suceso lo bastante extraordinario como para despertar el interés de las gobernantes del lugar.

Soyala volvió a traducir las palabras de Nimaz.

—Dice que la reina no negociará contigo,
tah
Kratos. —La joven se ruborizó un poco—. No quiero repetir ese término que utiliza, pero...

—Animal. Ya me he enterado, Soyala. ¿Y no parlamentaría con vosotras?

—Dice que la reina Teanagari nunca negocia, que sólo aplasta, vence y conquista.

—Para ser un varón de vuestra raza parece bien enterado de la política local —dijo Gavilán.

Kratos resopló.

—El tiempo corre. Tenemos que seguir camino cuanto antes. Mi esperanza es que, mientras interroga a Baoyim y a los otros y decide qué medidas tomar, pase tiempo suficiente como para que nosotros lleguemos a esa... cosa indescriptible —dijo, señalando a la ingente columna blanca.

—¿Y qué haremos cuando lleguemos allí? —preguntó Kalevi.

—Rezar para que Linar se haya recuperado y nos diga precisamente qué tenemos que hacer —respondió Kratos.

Por desgracia, no podían contar con la protección ni los consejos de Linar. El día anterior, después de desembarcar, se lo habían encontrado en un claro. Estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y las manos apoyadas en los muslos. Tenía el ojo cerrado y no se movía. Darkos se había agachado junto a él. Aunque acercó el oído a su nariz, no notó ni el cosquilleo de su aliento ni escuchó su respiración. Su piel se veía translúcida como ópalo.

—¿Está muerto? —había preguntado Darkos.

—No lo creo —respondió Kratos—. No es la primera vez que lo veo así.

—¿Cuándo le pasó?

—¿Te acuerdas de que te conté cómo escapamos del castillo de Grios?

Aquello había ocurrido durante el certamen por la espada. Derguín había rescatado a su padre y a los demás Tahedoranes a los que Togul Barok había encerrado en Grios. Después, cuando estaban rodeados por arqueros, Mikhon Tiq apareció volando a lomos de un terón y lanzó sobre sus perseguidores un chorro de llamas que mató a unos cuantos y espantó a los demás.

—Linar venía con él, pero había entrado en trance, como ahora. —Kratos puso el brazo en el hombro del mago y le dio un suave empujón. Linar se movió como un tentetieso y habría caído de espaldas si Kratos no lo hubiese sujetado—. Sí, es igual. Aquella vez había perdido más de la mitad de su peso. Ahora creo que le ocurre lo mismo.

—¿Cómo puede ser eso?

—No lo sé, hijo. Son cosas de magos. Supongo que cuando realiza un conjuro que le exige mucha energía, pierde parte de sí mismo.

Darkos había asentido. Sin duda, un hechizo capaz de salvar a mil personas y diecinueve barcos de las fauces de un gusano gigante y de la violenta marea que había sepultado un campamento militar entero tenía que ser muy poderoso.

De momento, Linar viajaba con ellos sumido en aquel extraño letargo. Para transportarlo, habían improvisado una jamuga con tablas y la habían atado encima de una silla de montar. Ahora Linar iba a lomos de una yegua, sentado sobre esas angarillas, atado con cuerdas y correas para que no cayera al suelo y flanqueado por dos soldados que marchaban a pie y hacían de palafreneros.

En realidad, casi todos los expedicionarios iban andando, pues habían perdido muchos caballos. Algunos habían muerto aterrorizados por el estruendo y las sacudidas del remolino y de la caída al abismo. Otros perecieron cuando los barcos se pusieron en posición vertical: los hombres, mal que bien, se las habían arreglado para trepar por las paredes de las sentinas, pero los caballos habían caído en confusas montoneras y los que quedaron abajo habían muerto aplastados. Muchos otros se rompieron los remos, y los tuvieron que sacrificar. Al final, sólo habían sobrevivido treinta corceles de las Atagairas y cien caballos Aifolu. La fuerza que había partido hacia el puente de Kaluza era un ejército que combinaba las proporciones habituales de tropas de a pie y caballería.

Un ejército, pero pequeño. Darkos comprendía el gesto de preocupación de su padre y su interés por conocer las fuerzas de aquella reina Teanagari que no parecía pacífica ni hospitalaria.

—Bien, caballeros —dijo Kratos, y se apresuró a añadir—. Y damas Atagairas. El panorama desde aquí es espléndido, pero todavía quedan algunas horas de luz. Hay que reanudar la marcha: el puente de Kaluza no va a venir andando a nosotros.

—Pues es una pena —repuso Gavilán—. Si hubiera querido recorrer el mundo me habría hecho marinero y no soldado.

Darkos levantó la mirada y contempló el puente que surcaba el cielo. Se preguntó si su camino lo llevaría más allá del sol, rodeando los anillos, o si todo terminaría allí, en el mismísimo corazón de Tramórea.

Sospechaba que, fuese cual fuese la respuesta, no le iba a gustar.

PUERTO DE ZENORTA

L
e he perdido! ¡Le he perdido para siempre!

Derguín tenía abrazada a Aidé. La joven lloraba con hipidos que brotaban como espasmos incontrolables desde lo más hondo de su pecho. Se había teñido el pelo de rojo, y las lágrimas que le caían de los ojos dibujaban surcos oscuros en el maquillaje blanco que cubría su rostro.

Él también sentía ganas de llorar, pero se contenía. Su despedida de Kratos no había sido la que el gran Tahedorán se merecía. Derguín le había arrojado a los pies el brazalete que perteneció a Minos Iyar, y se había ido airado y con palabras injustas y amargas contra su antiguo maestro.

En esos barcos, por lo que le había contado Ahri, viajaban Baoyim y Kybes, y Gavilán. Otras tres personas que se llevarían un mal recuerdo de Derguín. Ya no podría pedirles que le perdonaran ni decirles que el tipo amargado que les contestaba con acritud, bebía de más y pellizcaba a las camareras no era él, y que todo se debía a que le habían quitado a
Zemal
.

Y también estaba Darkos, del que se había encariñado enseguida, y otros soldados de la Horda con los que había hecho amistad después de la batalla. Y Linar, al que no había vuelto a ver desde hacía casi tres años.

Un momento
, se dijo pensando en Linar, el poderoso Kalagorinor. Cuando él y Mikha aparecieron a lomos de un terón junto al castillo de Grios, Linar se hallaba sumido en trance, tan inmóvil que ni respiraba. Derguín le había preguntado a su amigo si el mago estaba muerto. «No. Si hubiese muerto, nosotros no estaríamos aquí para contarlo.»

En aquel momento Mikha no quiso añadir nada más. Pero días más tarde, mientras descendían por el río Ĥaner, se lo explicó. Cuando un Kalagorinor moría, su syfrõn colapsaba sobre sí misma y se aislaba del resto del Universo provocando una conflagración catastrófica, capaz de destruir una ciudad entera. Así había ocurrido cuando perecieron los cuatro Kalagorinôr contra los que Linar y él lucharon en los pantanos de Purk. Se habían hundido en el lodo, devorados por una criatura colosal —ahora comprendía Derguín que se trataba de un Arcaonte—, y segundos después se había encendido una bola de fuego cegadora y una nube de humo más grande que una montaña había ascendido al cielo.

Si Linar estaba muerto bajo las aguas, deberían haber presenciado una explosión similar. ¿Podía seguir vivo en el fondo del mar? Había visto cómo sobrevivía a una puñalada en el corazón, así que no le habría extrañado. Pero los demás no poseían sus poderes.

—¡La última vez que le vi no le quise decir nada! —Aidé seguía abrazándole, sin dejar de llorar—. ¡Kratos se habrá ido al otro mundo con ese recuerdo tan malo de mí!

Al otro mundo
, pensó Derguín.
¡Al otro mundo!

Apartó a la joven con suavidad y le dijo:

—Escúchame, Aidé. Tal vez haya una esperanza.

—¿Qué esperanza va a haber? Tú también has visto cómo se hundían todos los barcos menos el nuestro.

Ahri estaba cerca de ellos, sentado sobre un baúl que acababan de descargar del barco. Tenía la cabeza escondida entre las manos y los codos apoyados en sus huesudas rodillas. Parecía la imagen viva de la desesperación.

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