El corazón de Tramórea (78 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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Sí, sin duda era justo que el nombre de Ahri quedara inmortalizado en la quinta aceleración.

Derguín regresó al presente. El tiempo corría contra todos, en particular contra Neerya. Volvió a acercar el oído a la boca de la joven para comprobar si respiraba, y cuando lo hizo contuvo su propio aliento. Llevaba haciéndolo así desde que embarcaron en la nave voladora.

Seguía viva.

—Ha llegado el momento de entrar, Ariel. Usarás tú la espada. Yo tengo que llevar en brazos a Neerya.

Ariel asintió muy seria, y con sus finos dedos abrió la trabilla que sujetaba la funda de
Zemal
al cinturón.

—No tengas miedo, padre. Estoy contigo —le dijo, y le apretó la mano.

Incluso a través del guantelete, a Derguín le pareció notar el calor que transmitía Ariel. ¿Cómo había podido captar lo que él sentía? Sí, tenía mucho miedo, un miedo extraño y difícil de definir. No era el mismo que había experimentado antes de enfrentarse con Togul Barok o Ulma Tor, o cuando vio desplegados al pie del Maular a cien mil enemigos. Este nuevo temor no lo notaba en las tripas, sino en un lugar aún más profundo, ilocalizable. Si su propia existencia poseía un centro, debía de ser en ese punto donde había anidado ese miedo. Pues sospechaba que de su misma existencia se trataba, y que en los próximos minutos averiguaría más sobre sí mismo de lo que deseaba saber.

—Vamos allá, Ariel.

La niña desenfundó la Espada de Fuego. Su luz se reflejó en el campo de estasis, un espejo más perfecto que cualquiera que hubiese visto Derguín. Ahí estaban los tres. Una niña delgada, de ojos vivos y cabellos negros, armada con una espada flamígera. Una hermosa mujer de largas pantorrillas que parecía dormir entre los brazos que la sujetaban. Y un joven de rostro flaco y mirada febril, ataviado con una armadura casi tan oscura como la noche que los envolvía.

Ariel empuñó la espada con la diestra, y con la izquierda tomó la mano de Derguín, arrimándose todo lo posible a él.

—Adelante.

Ambos dieron un paso al mismo tiempo. Ariel acercó la punta de
Zemal
a la barrera. La niña simétrica que se hallaba frente a ellos hizo lo mismo. Derguín agachó la cabeza sobre la frente de Neerya y la besó dulcemente.

—Suerte —musitó.

Las dos espadas se juntaron. El espejo se hinchó como una burbuja de mercurio. Derguín se sintió como si le dieran la vuelta, y por un momento se vio como si él fuera el reflejo y Ariel empuñara la espada en la mano izquierda y no en la derecha.

Estaban mirándose de nuevo al espejo. Ariel volvía a ser diestra, y la cabeza de Neerya reposaba en el hombro derecho de Derguín, como antes. Por un instante fugaz, tuvieron la impresión de que no había pasado nada.

Pero en el reflejo ya no veían a sus espaldas la noche estrellada ni el Cinturón de Zenort. Ahora el paisaje era el de una ciudad plagada de torres de oro y de plata e iluminada por miles, tal vez millones de luces.

Se dieron la vuelta y disfrutaron de su primera visión directa de Tártara.

Según el diario de Zenort, la burbuja de estasis había aparecido alrededor de la ciudad. Sin embargo, la impresión que recibió Derguín desde allí era la contraria: que aquella vasta cúpula ya existía antes y que los habitantes de Tártara la habían construido para que encajara en su interior. Pues los edificios parecían formar círculos concéntricos adaptándose a la forma de la bóveda. Los primeros, a un kilómetro de la pared, eran casas bajas, de uno o dos pisos, rodeadas de árboles y jardines. Por detrás se levantaban construcciones más altas, de entre tres y seis plantas, de formas variadas, coronadas por domos, tejados a dos aguas o terrazas inclinadas. Allí también se veían árboles, y calzadas que subían y serpenteaban en el aire sustentadas sobre delgados pilares, y en ellas había gente que caminaba a gran velocidad.

No, en realidad eran las calzadas y las aceras las que se movían bajo sus pies, recordó Derguín. La imagen de sus visiones se superpuso sobre la que tenía ante sus ojos, y ambas encajaron como una mano en un guante de seda. La ciudad no había cambiado en mil años.

Recordó que para sus habitantes habían sido muchos menos. Poco más de tres décadas, si era cierto que en Tártara el tiempo transcurría treinta y dos veces más lento que en el mundo exterior.

Más allá del segundo círculo se hallaba el centro de la ciudad. Allí los edificios eran cada vez más altos. Los había gigantescos en todos los sentidos, moles grises de doscientos metros de altura surcadas por líneas horizontales y coronadas por vastas cúpulas achatadas. Otros eran más estilizados, torres de hasta medio kilómetro de altura construidas en formas y colores abigarrados. Había cilindros cobrizos, conos truncados que brillaban como el oro y hexágonos verdosos. También había torres que parecían mazorcas de maíz, otras que se inclinaban a un lado como si fueran a caerse y algunas que se retorcían sobre sí mismas en complicadas volutas.

En el centro, bajo el punto más elevado de la cúpula, se alzaban las Agujas, rascacielos rectos y afilados como espadas, que se erguían orgullosos a más de tres mil metros y rasgaban las nubes interiores con sus aguzados pináculos. Entre éstos se divisaba una cinta plateada que flotaba en el cielo, el imposible Bulevar Ralfa donde Zenort había paseado con Iborne mientras contemplaba a sus pies toda la ciudad.

Y por todas partes brillaban luces: blancas, azules, rojas, verdes, tornasoladas. Las había fijas, intermitentes y móviles, luces en el suelo, en los árboles y en las alturas, y focos que apuntaban hacia el techo, dibujaban círculos de colores en la panza de las nubes y se reflejaban en las alturas de la bóveda.

Allí en lo más alto, y también en las paredes, Tártara se repetía a sí misma como una urbe infinita. No era extraño que los Monistas hubieran llegado a concebir la ilusión de que no existía en el universo nada más que Tártara, pues con los reflejos del campo de estasis resultaba difícil distinguir los edificios reales de sus gemelos especulares y encontrar los límites que cercaban la ciudad.

—¡Es preciosa! —exclamó Ariel, con los ojos tan abiertos como si quisiera devorarlo todo con ellos.

Derguín meneó la cabeza para sacudirse el embrujo en que había caído. Como había ocurrido en tiempos de Zenort, empezaron a sonar alarmas cuyo ululato era tan potente que habrían enmudecido a la gran Bukala de las Atagairas.

—¿Qué está pasando?

—Es su forma de recibirnos, Ariel. Envaina la espada. Caminemos.

La niña le obedeció. Avanzaron por un camino liso y gris, separados apenas medio metro el uno del otro. Poco después llegaron a una pradera muy verde en que cada brizna de hierba se veía cortada a la misma altura, como los cabellos de un recluta de Uhdanfiún. Estaba rodeada de arboledas, y había bancos de madera, fuentes de surtidores que se movían como coros de bailarinas, paseos de arena blanca y extrañas estructuras de colores donde jugaban algunos niños.
Columpios y toboganes
, recordó Derguín. A cada paso que daba todo le resultaba más familiar. Lo que más le preocupaba era que no se debía a que hubiera leído el diario.

Él había estado allí.

Ahora, habría podido señalarle a Ariel cada lugar y decirle que aquél era el edificio Mercurio, y aquél el puente de Zardoz, y la aguja dorada que descollaba sobre todas las demás era la torre Cordwainer, desde la que se había arrojado al vacío la mujer cuya muerte permitió que Zenort fuera concebido.

Habría podido, pero no lo hacía porque no quería asustarla y porque él mismo se sentía asustado. Incluso podía definir lo que le ocurría con una expresión antiquísima de una de las mil lenguas de la vieja Tierra:
dejà vu
.

Algunos de los ocupantes del parque huían al verlos, mientras que otros se acercaban curiosos. Aunque había niños y parejas jóvenes, predominaban los mayores. Teniendo en cuenta lo avanzada que estaba la medicina de Tártara, muchas de las personas que en Tramórea habrían pasado por cincuentonas debían de ser en realidad centenarias.

—¡Es él! —decían señalando a Derguín—. ¡Ha regresado! ¡Al final ha regresado!

Pronto se vieron caminando entre dos hileras de gente que se acercaba a ellos y les preguntaba cosas del mundo exterior. Derguín entendía el idioma en que le hablaban, pero lo estaban aturullando. Para colmo, empezaron a aparecer personas de la nada. Algunas flotaban sobre sus cabezas, y otras se acercaban tanto que sin querer pasaban a través de ellas.

—¡Fantasmas! —exclamó Ariel, a medias asustada y a medias divertida.

—No te preocupes, Ariel. Son hologramas —dijo Derguín. Se dio cuenta de que esa palabra no significaba nada para la niña. En el fondo, ¿qué eran aquellas presencias intangibles enviadas por sus dueños desde lugares lejanos sino fantasmas?

Dos de aquellos hologramas aparecieron frente a ellos en mitad del camino, y siguieron flotando hacia atrás acomodándose a su paso. Derguín los reconoció. Habían envejecido, pero no parecía que por ellos hubieran pasado treinta años.

—¡Has vuelto, hijo! —exclamó la mujer, llevándose las manos a la boca y formando con ellas un triángulo sobre su nariz para tapar las lágrimas. Derguín recordó que se llamaba Ilme, y su esposo era Maturán. El gesto de él era tan severo como siempre, aunque la ligera papada que le había crecido le restaba contundencia a sus rasgos.

Derguín contestó sin dejar de andar. No podía olvidar que por cada hora que pasaba allí, en Tramórea transcurrían más de treinta.

—Lamento deciros que no soy vuestro hijo. Me llamo Derguín Gorión y ésta es mi hija Ariel. Vengo del mundo exterior.

—Pero... ¡tú eres Zenort! —insistió Ilme.

—¿Qué tonterías estás diciendo? —gruñó Maturán—. ¿No te parece que ya has hecho sufrir bastante a tu madre?

—Mi madre se llama Mirika y vive en Zirna, y mi padre era Cuiberguín Gorión. Vuestro hijo Zenort murió hace casi mil años, siendo Zemalnit y rey de Zenorta —respondió Derguín en tono cortante.

Seguían rodeados de curiosos que ya se atrevían a tocarles, a pasar los dedos por su armadura y a tirar de la ropa de Ariel. El guirigay de voces resultaba enloquecedor.
Si alguien roza a Neerya le arranco la mano
, pensó Derguín.

—¿Qué tonterías estás diciendo, hijo? —preguntó Maturán—. ¿Y por qué llevas esa pinta tan absurda? ¡Sabía que tus aficiones acabarían volviéndote loco!

Se oyó un aullido muy fuerte y prolongado que hizo que Ariel diera un respingo y se agarrara al brazo de Derguín. Era una sirena. Una voz amplificada ordenó a los ciudadanos que se dispersaran. A regañadientes, la gente se apartó de ellos dos, e incluso los hologramas se hicieron a un lado.

Un vehículo blanco de silueta estilizada se había detenido frente a ellos. En la parte superior llevaba unas luces que cambiaban de color.

—¿Qué es eso? —preguntó Ariel, sin añadir ningún nombre genérico al demostrativo. El coche no debía parecerse a nada que ella conociera.

—Tranquila, hija. Es la guardia urbana. No nos harán daño.

Eso espero
, añadió para sí.

De la parte derecha del vehículo bajó un hombre ataviado con una especie de armadura negra y brillante, más lisa que la de Derguín. Éste comprendió que debían considerarlo una amenaza, porque desde la guerra civil los guardias de Tártara se limitaban a llevar uniforme de tela y no usaban ningún tipo de blindaje.

—¿Zenort Altayn? —preguntó el hombre.

—Mi nombre es Derguín Gorión. Esta mujer se está muriendo. Necesita ayuda urgentemente.

El hombre se acercó la muñeca a la cara. Llevaba un brazalete negro que proyectó una pequeña imagen en el aire, una mujer de apenas un palmo de altura con la que mantuvo un rápido diálogo en voz baja.

—La burgrave quiere veros —dijo por fin—. Pero está dispuesta a hacerlo en el hospital. Montad.

Ariel se agarró del brazo de Derguín.

—¿Tienes miedo? —preguntó él.

—No. Bueno, sí. Un poco.

—No va a ocurrir nada malo, ya verás. Conseguiremos que Neerya se ponga bien.

Entraron por una portezuela que se deslizaba a los lados por sí sola. Dentro había unos asientos marrones blandos como cojines de plumas en los que se hundieron. El guardia ayudó a Derguín a entrar con Neerya, y luego entró por la parte delantera. A su lado había una mujer que manipuló unos mandos virtuales en un tablero de cristal para dar instrucciones al vehículo.

Derguín se dio cuenta de que estaba pensando con toda naturalidad usando conceptos que no debería conocer. Al principio había sentido una vaga familiaridad, pero ahora era como si llevara toda la vida en Tártara, viendo y manejando aquellas maravillas que para Ariel resultaban incomprensibles.

He vivido dos vidas, la mía y la de Zenort
. ¿Cómo podía ser? Al intentar decidir cuáles eran sus recuerdos y cuáles los del primer Zemalnit, sentía que todos se mezclaban, y la confusión hacía que la cabeza le diera vueltas en vertiginosas espirales. Era mejor dejar de pensar y aceptar lo que pasaba; de lo contrario, las náuseas mentales le harían vomitar.

Con un zumbido más suave que el de la nave de Taniar, el vehículo se elevó del suelo y dejó atrás el parque. Aunque era ya su segundo vuelo, Ariel seguía maravillándose de todo y se pegó al cristal de la puerta para asomarse al exterior.

Derguín pensó que su llegada debía haber desatado toda una revolución. Los habitantes de Tártara habían decidido hacía años ahorrar recursos para subsistir el mayor tiempo posible dentro del campo de estasis. Aunque muchos de sus vehículos podían desplazarse por el aire, las ordenanzas lo prohibían, pues era una forma de viajar muy costosa.

Volaron hacia el centro de la ciudad. Allí la mayoría de los edificios estaban vacíos desde que la población quedó diezmada tras la guerra civil. El consejo procuraba mantenerlos limpios y en buen estado por fuera, pues permitir que moles tan grandes se deteriorasen a la vista de todos habría hundido la moral de la ciudad. Pero por dentro eran auténticos mausoleos.

El vehículo se posó en la azotea de un edificio blanco de planta hexagonal. Era uno de los tres hospitales de la ciudad. Los guardias abrieron las puertas, y el hombre se apresuró a ayudar de nuevo a Derguín. Para entonces, ya había una médico y varios enfermeros esperando con una camilla en la azotea.

Derguín depositó suavemente a Neerya. La camilla incluía un sistema de diagnóstico. En el cabecero no tardó en aparecer una imagen que mostraba el interior del cráneo de la joven. La médico señaló con un puntero.

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