El corazón de Tramórea (79 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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—Ahí es donde tiene la fractura. Y las esquirlas se han introducido en el tejido cerebral aquí, aquí y aquí.

La serenidad con la que hablaba tranquilizó a Derguín. Sí, había hecho bien en acudir a Tártara.
Ya te lo dije
. La voz interior que le había hablado era la suya, pero al mismo tiempo no lo era.
Tengo que evitar esto o me volveré loco
. Esa voz sí era suya, exclusivamente suya.

Soy Derguín Gorión. Soy Derguín Gorión
, se repitió. Por algún motivo tenía en su cabeza los recuerdos de Zenort, pero
no
era Zenort.

Bajaron de la azotea en un ascensor. Después atravesaron a toda velocidad un pasillo de paredes blancas y verdes que relucían como espejos. Las personas con que se cruzaban se apartaban para abrirles paso, pero no dejaban de mirar con asombro a Derguín y Ariel.

Llegaron ante una puerta de cristal variable. En aquel momento se transparentaba y dejaba ver lo que había al otro lado. Era un quirófano.

—Hay que operar cuanto antes —le dijo la médico a Derguín—. No debes tener miedo, todo va a salir bien.

Derguín se sintió tan aliviado que casi rompió a llorar. El equipo médico se llevó la camilla con tal rapidez que ni siquiera le dio tiempo a darle un beso de despedida a Neerya.

Espero volver a verte
, pensó. Ahora era más fácil que sobreviviera ella. A él le esperaban peligros mayores.

Se quedó mirando la puerta hasta que ésta se volvió opaca.

Ariel le tendió la espada envainada, y Derguín enganchó las trabillas a su cinturón.

—¿Se va a curar? —preguntó la niña.

—Eso creo. Confía en esta gente. Conocen una magia poderosa.

—Al parecer, dices que no eres Zenort. ¿Cómo puede ser? —preguntó una mujer.

Derguín recordaba esa voz, aunque el tono y el timbre habían cambiado ligeramente. Se volvió hacia ella. Era Iborne. Tenía el pelo más corto, rojo en vez de moreno, y se le veían algunas arrugas más. Pero seguía siendo muy guapa y conservaba el talle estrecho y los hombros bien levantados. ¿Cuántos años debía tener? Cincuenta y seis o cincuenta y siete, pero en Tramórea habría podido asegurar que eran veinte menos sin pasar por embustera.

—No lo sé —reconoció Derguín—. Sé que te llamas Iborne y que eras la novia de Zenort. Sé que él encontró esta espada —añadió, tocando la empuñadura de
Zemal
—. Sé muchas cosas de él, quizá todas las que se puedan saber. Pero
no
soy él.

Iborne se le acercó y le miró a los ojos. Los suyos eran de color miel. Después de un rato, su gesto cambió y se apartó de Derguín.

—Tienes razón. Eres él y no eres él. Los ojos de la gente nunca engañan.

—Lo siento mucho. Debes haberte llevado una desilusión.

Ella soltó una carcajada.

—¡Oh, no te pienses que soy una Penélope! —Derguín comprendió que se refería a una historia muy antigua, el paradigma de la mujer fiel que aguarda el regreso de su marido—. Cuando te... Cuando Zenort se fue lloré mucho y pasé dos años muy triste. Pero luego comprendí que era lo mejor. Él no estaba enamorado de mí.

Es cierto
, pensó Derguín. No se lo dijo, por supuesto.

—Desde entonces, me he casado dos veces y tengo un hijo.

—Yo también tengo una hija —dijo Derguín, acariciando la cabeza de Ariel. Era la primera vez que lo decía en voz alta, y al hacerlo notó una calidez líquida en el estómago.

Luego recordó que cada minuto de allí valía un tesoro fuera de la burbuja, y añadió:

—Perdóname. Me han dicho que la burgrave de la ciudad quiere verme.


Yo
soy la burgrave.

La sorpresa de Derguín duró sólo un instante. Iborne era una mujer muy metódica a la que le gustaba planear su futuro y el de los demás. No era extraño que se hubiera dedicado a la política y se hubiese convertido en gobernante.

—Ven, busquemos un sitio con más intimidad —dijo Iborne, agarrándolo del codo para guiarlo.

Entraron en una sala de visitas. Había una pareja de ancianos que protestaron cuando los guardias de la ciudad les pidieron que salieran, seguramente porque de esa manera no podrían cotillear la conversación. Pero al final se resignaron y dejaron a solas a Iborne con Derguín y Ariel.

—Tienes que contarme qué fue de Zenort, y qué ha sido del mundo exterior todos estos años —dijo la burgrave, cruzando las piernas de una forma que en Tramórea ninguna mujer habría considerado apropiada.

—Lo siento, Iborne. Apenas tengo tiempo. Necesito que escuches lo que voy a contarte sin interrumpirme. Desde que he entrado aquí, debe haber pasado casi un día en el exterior.

—Te escucho.

Derguín le expuso de forma muy concisa la situación. El resumen era que el experimento que temían los habitantes de Tártara había destruido la Tierra. Ahora su lugar lo ocupaba un planeta artificial hueco, construido en torno a una especie de puerta dimensional. Uno de los dioses se había empeñado en abrir del todo esa puerta, lo que iba a desencadenar un cataclismo que destruiría el planeta.

—Suena increíble —dijo Iborne—. A veces me llega a pasar como a los Monistas. He visto películas, he leído libros del mundo exterior anteriores a la cúpula. Pero ya nací aquí, y no he conocido otro universo que el de Tártara.

—Pues existe, y es mucho más grande. Aunque no estamos tan adelantados como vosotros. Necesitamos vuestra ayuda.

—¿Para qué?

—Para hacer la guerra contra los dioses.

Ella enarcó ambas cejas. Derguín pensó que tal vez había sido demasiado abrupto o dramático, pero el tiempo apremiaba. Como si le hubiera leído la mente, ella preguntó:

—¿Cuánto queda para ese desastre del que hablas?

—Cinco días. —Derguín se dio cuenta de que había entrado de noche, y el tiempo corría—. Cuatro.

—¿Cuánto tiempo es eso en nuestras horas? —preguntó Iborne.

—¿No lo sabes automáticamente?

—No somos acrecentados, Derguín. Nos negamos a tener implantes en el cuerpo. Por eso hicimos la guerra contra los que se hacen llamar dioses.

—Cierto. Debería recordarlo —dijo Derguín, agachando la cabeza—. Mis recuerdos se confunden.

Iborne se levantó.

—Escucha. Mientras hablamos, me gustaría que me acompañaras a un laboratorio del sótano. Quiero comprobar algo.

Salieron de nuevo al pasillo.

—Menos de tres horas —dijo Derguín.

—¿Cómo?

—Ése es el tiempo que queda en horas de Tártara.

—¿Y pretendes que nos preparemos para una guerra en ese plazo?

Entraron al ascensor. Derguín resopló. Ya había previsto esa respuesta. Aunque hubieran dispuesto de más tiempo, su otro yo conocía de sobra a los habitantes de Tártara. No abandonarían su seguridad para arriesgarse por personas desconocidas.

Intentó un argumento desesperado.

—En ese desastre vosotros también moriréis.

—Estamos dentro de un campo de estasis. Sabes que no hay forma de penetrarlo.

—Yo lo he conseguido.

—Pero sigue intacto.

—Los dioses podrían tener tecnología suficiente para romper el campo.

—Ya lo habrían hecho. En cualquier caso, si poseyeran esa tecnología, razón de más para no enfrentarse a ellos. Sería una locura.

El ascensor se detuvo. Recorrieron otro pasillo. Éste tenía las paredes azules y llenas de paneles que ofrecían informaciones cambiantes. Cruzaron dos puertas, un recibidor y otra puerta de cristal, y entraron al laboratorio.

—Aquí estamos, Derguín. —Iborne se rió y sacudió la cabeza a los lados—. Perdona, me resulta extraño llamarte así. Es que... eres igual que él cuando partió. Sólo estás más flaco. Te presento a la doctora Zaidán.

La médico en cuestión era una mujer muy menuda y delgada, de ojos oscuros y sonrisa agradable.

—Quiero hacerte una prueba de ADN, Derguín —dijo Iborne—. ¿Te importa?

Sí que me importa. No quiero saber quién soy
, pensó él, pero contestó.

—No, en absoluto.

—¿Puedes poner la mano aquí? —le dijo la doctora Zaidán—. Vas a notar un pinchazo muy leve, pero no te pasará nada.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Ariel.

—Es algo inofensivo, hija. No te preocupes.

Cuando Derguín hablaba con Iborne o la médico, Ariel movía los ojos de uno a otro, perpleja. Derguín se había dado cuenta de que no entendía el idioma de Tártara. Tratándose de cualquier otra persona habría sido normal. No así con Ariel, que parecía dominar de forma infusa las lenguas de toda Tramórea.

De toda Tramórea
. Ésa tenía que ser la clave. Tríane debía de haber recurrido a algún tipo de ciencia o magia para imbuirle ese conocimiento sin que la propia niña se diera cuenta. Pero no podía enseñarle la lengua de Tártara, puesto que era un idioma que jamás se había hablado en Tramórea, sino que se remontaba a los días de la vieja Tierra.

Derguín se quitó el guantelete y metió la mano en una especie de caja abierta por un lateral. La punzada fue rápida y casi indolora. Después notó un chorro de líquido y un roce. Cuando sacó el dedo índice, sobre la minúscula punción de la aguja se veía una fina película blanca.
Qué delicados son en Tártara
, pensó su mente Tramoreana. Si se tomaban tales molestias para curar el pinchazo de una aguja, ¿qué harían al ver un lanzazo o una herida de espada?

Precisamente porque se toman tantas molestias van a salvar a Neerya
, se recordó.

—Espera un momento —dijo la doctora Zaidán—. Esto será muy rápido.

Sobre la mesa llena de aparatos apareció un holograma, una doble hélice de colores que empezó a girar en el aire. Al lado, en una pantalla virtual, corrían a gran velocidad series de números. Apenas habría pasado un minuto cuando apareció un mensaje escrito.

S
ECUENCIA DE ADN COMPLETADA
. I
DENTIDAD DEL SUJETO: DESCONOCIDA.

—Esto sí que no me lo esperaba —dijo Iborne.

—Espera, aún hay más información —respondió la doctora.

C
OINCIDENCIA DE
ADN C
ODIFICANTE
: 100%
CON
C
IUDADANO
Z
ENORT
A
LTAYN
, N
ACIDO EN
153, N
ÚMERO DE
I
DENTIFICACIÓN
912.171.555, P
ARADERO
D
ESCONOCIDO.

—¿Qué significa eso? —preguntaron a la vez Derguín e Iborne.

—Que todo tu ADN que codifica proteínas coincide con el de Zenort.

—¿Y el resto de mi ADN? —
Es increíble que yo esté preguntando esto
, pensó Derguín. Hasta que leyó el diario de Zenort ignoraba que existía algo llamado genética.

—Es lo que antes se llamaba ADN basura. Lo cierto es que tiene sus funciones, pero en tu caso parece haber sido alterado. El ordenador sigue estudiándolo...

La doctora guardó silencio un rato, mientras movía cifras y gráficos de una pantalla a otra empujándolos con los dedos. Derguín se impacientaba. El tiempo volaba. ¿Estaría respetando su palabra Togul Barok, o se le habría ocurrido tomar como rehenes a sus amigos? ¿Qué andarían tramando los dioses en el Bardaliut?

Pero había otra cuestión que le urgía más ahora.

¿Qué le había hecho Tarimán cuando se hallaba en el útero de su madre?

La doctora contestó a su última pregunta.

—Qué curioso. Es evidente que este ADN es artificial.

Derguín tragó saliva. ¿Era una más de las criaturas mecánicas que creaba Tarimán, como Orfeo? Ahora que había recobrado los recuerdos de Zenort y de pronto estaba familiarizado con la ciencia del pasado, comprendía claramente cuál era el secreto de la cabeza parlante, y por tanto de los Pinakles. Eran androides, cuerpos que imitaban a seres humanos provistos de inteligencias artificiales. Orfeo debía haberse estrellado en el desierto de Guinos o sufrido algún otro accidente del que sólo había salido indemne su cabeza. Dentro de ésta debía de esconder algún tipo de batería que le surtía de energía.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Derguín—. ¿Que soy un engendro de laboratorio?

—No pretendía afirmar algo así —respondió la doctora—. Pero alguien ha codificado información en tu ADN.

—Para eso sirve el ADN, ¿no? —dijo Iborne.

—Me refiero a otro tipo de información. Memoria genética.

—¿Qué es eso?

—Un concepto antiguo y descartado. Los conocimientos y habilidades que adquirimos a lo largo de nuestra vida se pueden transmitir a nuestros descendientes por medio del aprendizaje. Pero según la teoría de la memoria genética, esos conocimientos podrían quedar grabados en el ADN, y de este modo pasar a las siguientes generaciones.

—Eso significaría que compartimos todos los recuerdos de nuestros antepasados —dijo Derguín. ¿Quién estaba hablando por su boca, él o precisamente su ancestro Zenort?

—Ya he dicho que es un concepto abandonado. La naturaleza no actúa así, no existe la herencia de los caracteres adquiridos en el ser humano —respondió la doctora Zaidán.

—¿Entonces? —preguntó Iborne—. No entiendo.

—He dicho «la naturaleza». Alguien ha utilizado parte del ADN no codificante de este joven para grabar información en él. Una información que, al activarse en un determinado momento, se transforma en proteínas que a su vez se almacenan como enlaces en tus neuronas. En resumen, que aparecen en tu mente como recuerdos.

—Esos recuerdos son los de Zenort —murmuró Derguín.
Maldito cojo, bastardo manipulador
, añadió para sí.

—En ese caso, quien haya alterado tus genes ha conseguido una copia casi exacta de Zenort —dijo la doctora—. Tu ADN codificante se asegura de que físicamente seas igual que él, y el no codificante hace que compartas su memoria. Virtualmente,

eres Zenort Altayn.

—No puede ser. —Claro que podía ser, pero no quería reconocerlo—. ¿Por qué esos recuerdos no han visto la luz hasta ayer, cuando...?

—¿Cuando qué? —preguntó la médico.

—Cuando leí el diario de Zenort.

La mujer asintió.

—Necesitaría más tiempo para estudiar estos códigos, pero en ellos debe haber una instrucción para mantener latentes esas memorias, y otra para activarlas al recibir determinado estímulo exterior.

Memoria genética
, repitió Derguín para sí. De pronto volvía a su mente otro recuerdo enterrado, y éste le pertenecía a él.

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