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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (82 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Sí. Entendía perfectamente a Aidé. Pero era incapaz de hablar de esos sentimientos con nadie, y menos con una mujer.

—Debería haber esperado por ti y haberte llevado a Tártara. Allí estarías segura.

—No soy una princesita delicada,
tah
Derguín. Mi padre era un guerrero y un Zemalnit como tú. Sé manejar las armas que llevo.

En aquella bajada eterna daba tiempo a charlar, discutir y bromear, y también a guardar silencio largos ratos y dejarse adormilar por el ruido de las pisadas y el tintineo de las cotas de malla, que a cada paso sonaban como bolsas llenas de monedas agitada en el aire. Casi todos empezaban a sentir cuchilladas en los muslos, pero las pocas quejas que se oían eran más o menos bienhumoradas.

Eso ocurría en la retaguardia de la comitiva. Por delante, los Noctívagos bajaban tan erguidos y silenciosos como su jefe.

A Orfeo se lo repartían entre Derguín, El Mazo y Ahri, y lo llevaban sobre el antebrazo para evitarle la humillación de viajar en un saco. En uno de sus turnos, Derguín se rezagó con él.

—Es un buen momento para hablar —le dijo.

—Hablar es un término muy genérico, un verbo que sin complementos que especifiquen su significado puede servir para referirse a casi cualquier actividad que involucre sonidos articulados.

—Pues especifiquemos. Es un buen momento para que

hables. Estoy cansado de evasivas, Orfeo. Quiero respuestas claras, y no sobre algunas dudas, sino sobre
todas
ellas.

—Exigir y amenazar no es la mejor forma de obtener conocimientos. ¿Hacías lo mismo con tus maestros?

—Me debes cierto agradecimiento, en mi opinión, así que podías pagarme compartiendo conmigo tu indudable sabiduría.

—No recuerdo en qué momento te he solicitado algún favor, pero si me refrescas la memoria...

—Sé que tu memoria es perfecta, aunque quizá un poco ingrata. ¿Acaso no te saqué de la aldea de los Ghanim?

—No me parece muy delicado por tu parte recordarme mi larga estancia en ese estercolero —respondió Orfeo, con gesto de dignidad ofendida.

—Eso significa que reconoces que ahora estás mejor, luego no te trato tan mal, ¿no?

—Eso significa estrictamente que prefiero que no me recuerdes mi larga estancia en ese estercolero, no pretendas extraer más sentido de una frase muy clara para tu propio provecho.

—Como quieras. —Derguín decidió cambiar de táctica. Una pregunta de sopetón tal vez lo desconcertaría—. Sigues en contacto con Tarimán, ¿no es cierto?

—¿Qué te hace pensar eso?

—Sé quién eres, o al menos sé qué eres.

—Poseyendo tal omnisciencia, deberías pedir que te admitieran en el Bardaliut como un dios más.

—Puede que lo haga algún día. De momento, prefiero seguir con nuestro descenso a los infiernos. Es curioso, ahora tengo el recuerdo de haber aprendido que hace miles de años alguien llamado Orfeo, como tú, también bajó al infierno. ¿Por qué lo he recuperado?

—¿Por qué me lo preguntas a mí?

—Reconociste que eras servidor de Tarimán. Y he sabido que él implantó en mí una memoria genética.

En realidad, nadie le había dicho tal cosa. Pero si su madre recordaba haber sufrido unos extraños manejos en su útero la misma noche de su concepción, sólo tenía que sumar dos y dos.

—De hecho —prosiguió—, me convirtió en una copia del primer Zemalnit. Eso quiere decir que no soy hijo de mis padres ni tengo parentesco alguno con Togul Barok. ¡No me extraña que mi hermano y yo nos parezcamos tan poco!

—En realidad, estás emparentado con Togul Barok y también con tu padre. Los Barok, incluida esa rama tuya que ahora se ha convertido en Gorión, son descendientes del primer Zemalnit. En cierta medida, eres antepasado de tu propio padre, una ironía que no sé si sabrás apreciar.

¡Por fin Orfeo había dicho algo concreto! Como sospechaba, si en lugar de limitarse a hacerle preguntas directas Derguín se dedicaba a hablar y expresar sus propias conjeturas, Orfeo parecía sentir el prurito de intervenir en la conversación. Era obvio que le gustaba más repartir peroratas que recibirlas.

—Me temo que no la aprecio —respondió Derguín—. Has reconocido que tu señor Tarimán manipuló mi embrión para convertirme en otra cosa. ¿Acaso hizo lo mismo con Togul Barok? Esas pupilas dobles dan mucho que pensar.

—Esa pregunta deberías hacérsela a él.

—No creo que vaya a contestar. Sé que puedes hablar con Tarimán, ya te lo he dicho. Pregúntale ahora, o pídele que se ponga en contacto conmigo a través de ti.

—Mucho me temo que eso no será posible.

—No me gusta decir esto, pero creo que tengo formas de obligarte a hablar —dijo Derguín, y al instante se dio cuenta de que como torturador no tendría porvenir. Ni las palabras ni el tono habían sonado convincentes.

—Una vez más no sabes interpretar los enunciados que escuchas por simples que sean. No he dicho que no quiera hacerlo. He dicho que no es posible.

—¿Por qué?

—Tarimán el herrero ha dejado de existir.

LA MONTAÑA ESTRELLADA, AGARTA

S
i a Kratos no se le escapaban las cuentas, en Tramórea era 26 de Bildanil. O quizá ya fuese 27. El tiempo volaba y las lunas corrían invisibles hacia su devastadora conjunción.

La víspera debería haber regresado con su ejército; mas no sólo no lo había hecho, sino que todavía no había encontrado la forja de Tarimán. La primera noche que le cayó encima ni siquiera había llegado a salir de la zona de espesura y se vio obligado a dormir entre los árboles. Los ruidos de la selva eran inquietantes, pero al menos no reinaba una oscuridad total. Había muchos luznagos, y también otras criaturas fosforescentes que no había visto jamás en Tramórea. Incluso las flores y los tallos de algunas plantas brillaban en la oscuridad, como si la selva estuviera poblada de diminutos espectros.

Kratos trepó a un árbol al que sus guías habían llamado milfo. Su madera era tan dura que las Atagairas la utilizaban para fabricar sus armaduras. Estaba prohibido darle otro uso, aunque los varones con los que habían hablado reconocían que habrían agradecido poder tallar herramientas con ese material.

Encontró una horquilla entre dos ramas y se ató a ella para no caer durante la noche. Esperaba que no lo atacara ninguna bestia salvaje. Al día siguiente, comprobó que los únicos que lo habían hecho eran los mosquitos. Uno de ellos le despertó, picándole en el antebrazo. Era largo y tan transparente que pudo ver cómo la sangre entraba en su cuerpo y lo llenaba, convirtiéndolo en una bolsa rosada. Lo espantó, pues le daba asco aplastarlo y mancharse. El picotazo le dolió como si le hubieran clavado un alfiler.

Al salir de la espesura, se encontró en una hondonada entre dos crestas. La que tenía más al norte —no había pérdida con la orientación, pues el puente de Kaluza se alzaba sobre su cabeza amenazando con aplastarlo bajo su masa— debía de ser el Espolón del Gallo. O eso creía él. A esas alturas, el mapa no le servía de nada.

Durante todo el día dio tumbos entre las rocas y se acordó de lo que le había dicho Gavilán: «En la montaña es muy fácil perderse». Lo que desde abajo parecía una simple ladera, al subir arriba se convertía en un mundo complejo, plagado de relieves que a su vez se dividían sucesivamente en otros relieves cada vez menores. Allí no había líneas rectas, sino senderos escabrosos plagados de aristas, grietas, peñascos que se atravesaban en el camino y obligaban a dar un rodeo o a retroceder para elegir otro sendero. La mayor parte del tiempo tenía que avanzar gateando, y en muchas ocasiones se veía obligado a trepar por crestones y losas de piedra tan inclinadas que más semejaban paredes.

Su segunda noche en la montaña lo encontró tan desorientado como al amanecer. Encontró una oquedad a la que casi podía llamarse cueva y encendió una pequeña hoguera. Allí arriba hacía frío, una sensación que pensaba que no experimentaría en Agarta.

Cada pocos minutos, se asomaba al exterior por ver si se encendía la luz de la fragua. Por fin, tal vez a medianoche, la distinguió al sur de su posición. La había pasado de largo en algún momento. En la oscuridad, era un resplandor rojo recortándose contra las tinieblas. ¿Cómo localizaría su posición de día? Se pegó a una roca que tenía varios salientes aguzados y se movió hasta que consiguió alinear dos de ellos con la luz. Después tiznó aquellos dos picos con un palo sacado de la lumbre.

Tras dormir unas horas, en cuanto amaneció, buscó las dos manchas de hollín y volvió a alinear la mirada con ambos salientes. ¡Sí! Allí estaba la cueva. La boca no era muy grande, o tal vez todavía la tenía demasiado lejos. Memorizó los accidentes que la rodeaban e incluso les puso nombres como el Cuerno de la Cabra o el Morro del Cerdo, pues sabía que volvería a perder de vista la entrada de la forja antes de llegar.

Por suerte, esta vez no se despistó. El sol llevaba rojo mucho rato cuando llegó a la boca de la cueva; por lo demás, como aquella enorme esfera de fuego estaba clavada en el cielo resultaba difícil calcular la hora. Tras una especie de túnel tallado en la roca, había una puerta de madera enmarcada en piedra. Kratos la empujó suavemente y la puerta se abrió.

Pasó caminando casi de puntillas, con la espada en la mano. El dintel estaba a tres metros, una altura tal vez excesiva para un humano. Al menos no se encontraría con criaturas de seis metros como la estatua viviente de Anfiún.

Allí estaba la forja, con los utensilios propios de un herrero. Pero todo, empezando por el mismo recinto, muy espacioso, era más grande de lo normal: el yunque y el tocón de olivo que le servía de peana, la fragua donde todavía relucían las ascuas, las cubas de templado, las mesas de trabajo, con tableros a metro y medio de altura, las herramientas colgadas de las paredes. Olía a ceniza, a carbón y a metal recalentado. El techo, una bóveda irregular tallada en la roca de la montaña, se veía sucio de hollín.

Sus ojos habían estudiado el lugar de un vistazo rápido, como hacía siempre que sospechaba que iba a luchar. Pues enseguida comprendió que tendría que hacerlo.

Al lado del yunque había una mujer más alta que él, una Atagaira de casi dos metros armada con una cota de malla que relucía como la plata. La luz del horno arrancaba reflejos de cobre de sus cabellos y tenía ojos fríos y brillantes como el hielo.

La mujer le habló en Ainari.

—¿Has venido a buscar tu espada,
tah
Kratos?

Él empuñó a
Krima
con ambas manos y adoptó una guardia baja, proyectando la espada adelante y con el filo hacia abajo. Se acercó lentamente a la mujer, hasta llegar a una distancia que le permitiera atacar sin quedar al alcance de su arma.

—Él me la prometió. ¿Dónde está?

—Aquí la tienes. Ven a quitármela.

Sólo entonces la espada que empuñaba la mujer brilló. No era como
Zemal
, cuya hoja quedaba tapada por el resplandor hasta el punto de que uno llegaba a preguntarse si existía hoja tan siquiera. En ésta, las luces corrían por las líneas de templado como diminutas hadas, llegaban a la punta y saltaban, pero a apenas medio palmo giraban en el aire trazando dos curvas de chispas azuladas y regresaban pegadas a la hoja hasta la cruz. Cuando la mujer la movía en el aire, se oía un zumbido tan grave que Kratos notaba su vibración en las costillas.

Era una espada preciosa. Kratos la deseó al verla como no había deseado nada en su vida.

—Debes luchar sin aceleraciones —dijo la mujer.

—¿Por qué?

—Así lo ha dispuesto él. Si no te atienes a sus reglas, no tendrás la espada.

La mujer levantó el arma sobre la cabeza, dio un paso y atacó con un mandoble vertical. Kratos no trató de interponer su acero, pues estaba seguro de que se quebraría en dos al primer golpe. En su lugar, se deslizó hacia la izquierda, fluido como el agua, y buscó con la kisha el cuerpo de su adversaria.

Ella retrocedió encogiendo la cintura para eludir la estocada y contraatacó. Kratos dio un brinco hacia atrás. La espada pasó cerca de su cara zumbando en el aire.

Se tocó las cejas. Las tenía erizadas. De no haberse afeitado la cabeza dos días antes, le habría pasado lo mismo con el cabello. Respiró hondo. Olía a ozono, un aroma que le pareció delicioso.

—Vamos,
tah
Kratos. Demuestra que eres el mejor Tahedorán. Así lo dicen todos. ¿Es que no eres nadie sin tus Tahitéis?

No pensaba dejarse arrastrar por las provocaciones, ni ablandarse por la belleza de aquella magnífica mujer. Quería la espada, y se sentía dispuesto a todo. Incluso a morir herido por su hoja.

Juntó un poco las piernas, lo que le hizo ganar altura, se puso de perfil y, empuñando a
Krima
con una sola mano, bajó la punta hacia el suelo, como si el combate estuviera en una pausa o se dispusiera a saludar al enemigo. Era una actitud relajada, confiada, destinada a provocar el ataque de su adversaria.

Y eso fue lo que ocurrió. Aprovechando su mayor envergadura, la Atagaira dio una zancada hacia él y le tiró un tajo lateral destinado a decapitarlo. Esta vez Kratos no retrocedió. Sin mover los pies del suelo, cimbreó los hombros sobre el eje de la cintura y vio cómo la hoja pasaba casi rozándole y sus chispas le dejaban un sabor picante entre los dientes. En el mismo movimiento de vaivén regresó, estiró el brazo y con la facilidad suprema que otorga haber dedicado la vida a un arte le asestó una estocada en el hueco que quedaba bajo la axila.

Cuando la punta tocó a la mujer, notó una leve resistencia y un cosquilleo que le recorrió el brazo. La guerrera se desvaneció en el aire, pero su voz quedó flotando un instante como rocío en las hojas.

—Has demostrado ser digno de tu espada, Kratos May.

Entonces descubrió la auténtica arma, que hasta ese momento había sido invisible para él. Estaba clavada en el yunque casi hasta los gavilanes, pero se veía un dedo de hoja, resplandeciendo con una intensa luz azul.

Kratos se acercó pisando como si él fuera un león y la espada una presa a la que pudiera espantar. Estiró la mano derecha, la giró con el pulgar hacia abajo y rodeó la empuñadura muy despacio.

Después tiró con suavidad.

La espada salió del yunque.

Nunca había blandido a
Zemal
. De lo contrario, habría muerto. Pero, por la razón que fuere, siempre había creído que la hoja era inmaterial, lo que debía convertirla en un arma muy liviana, sin más peso que el de la empuñadura.

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