Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
—Mi señor Tubilok —dijo Anfiún con su voz grave y espesa—. Ese mortal que ha huido de la fragua nos ha ofendido. Fue él quien profanó y destruyó mi imagen, y quien dijo que nuestras tripas adornarían sus lanzas. Te pido permiso para castigar su insolencia.
Tubilok contestó sin mirarlo. Sus ojos no se apartaban de Tarimán.
—Puedes ir. Ya que el herrero está solo, no preciso de tus servicios por el momento. Pero procura darte prisa, porque cuando reclame tu presencia no admitiré demoras.
—Gracias, mi señor.
Anfiún salió de la herrería dando zancadas, y apenas había asomado por la puerta cuando activó su anillo de vuelo y desapareció.
Mientras, Tubilok y Tarimán se seguían mirando.
—Sé lo que estás pensando —dijo el dios herrero.
—¿A tus años un escéptico como tú ha recibido el don de la adivinación? —preguntó Tubilok.
—Piensas que vas a hacer otra vez que me arrodille ante ti y te suplique perdón. Que he jugado a ser un dios de verdad, pero que nunca he tenido agallas para los auténticos juegos de poder y cuando llega el momento del enfrentamiento doblego la cerviz. Y que ahora voy a llorar y a arrastrarme, y tú vas a fingir que me das una segunda oportunidad para ver hasta dónde puedo ser de rastrero y cobarde. Y entonces, y sólo entonces, me convertirás en uno más de los prisioneros de tu lanza.
Tubilok entrecerró los ojos, y al mismo tiempo oscureció el visor del yelmo, como si creyera que Tarimán estaba interpretando sus gestos. Pero enseguida debió caer en la cuenta de que las frases que había pronunciado eran una transcripción demasiado literal de sus pensamientos.
—Te quedaste con el tercer ojo, ¿verdad? —preguntó.
Tarimán asintió. Después se levantó el parche, hurgó con los dedos en la cuenca y, tras aprisionar bien el globo ocular, lo sacó de un fuerte tirón. Al salir de su encierro, el ojo se dilató. Tarimán extendió el brazo y se lo mostró a Tubilok, con las tres pupilas negras mirándole.
—Esto ya sería distinto, ¿verdad? Si te ofrezco el ojo, me perdonarías y me devolverías el puesto que en justicia merezco en el Bardaliut.
—Ese ojo es muy valioso para mí —reconoció Tubilok—. Lo haría, sí.
Tarimán se acercó de nuevo el ojo a la cuenca vacía. Bastaba con eso para recibir imágenes y sonidos de las mentes ajenas.
—Acabas de pensar: «Que a este bastardo no se le ocurra volver a utilizar el ojo para darse cuenta de que miento».
—Una trampa infantil la tuya —dijo Tubilok—. ¿A tu edad te satisface tanta puerilidad?
—Has reconocido que el ojo es muy valioso para ti. Para saber que en eso eres sincero no necesito leerte la mente. Pues bien...
Tarimán entró en aceleración y, antes de que Tubilok pudiese reaccionar, colocó el globo ocular sobre el yunque, cogió el martillo
Takoa
que tenía apoyado en la base de olivo, lo levantó sobre su cabeza y descargó un tremendo golpe. El ojo reventó, esparciendo su fluido sanguinolento, y en el centro quedaron nadando las tres pupilas negras.
El dios herrero salió de la aceleración y terminó:
—... ahí lo tienes. Es todo tuyo.
El yelmo de Tubilok volvió a transparentarse. Sus ojos se habían vuelto de hielo. El odio estaba abajo, ardiente como magma, pero de momento lograba controlarlo para que no asomara a la superficie. Nunca le había gustado perder el control, lo que no quería decir que no le pasara a menudo: Tarimán lo conocía bien.
—Se acabó —dijo Tubilok.
—Ha sido una larga vida —repuso el dios herrero al ver cómo la contera de la lanza apuntaba hacia su pecho—. He visto otros mundos y los he creado. Una vez amé. No puedo quejarme.
—Bonito y patético testamento —contestó Tubilok—. Pero no debes perder la esperanza. En realidad, tu vida no ha hecho más que empezar. Cuando estés aquí —añadió, palmeando el astil con la otra manodescubrirás que el lema es: «El trabajo os hará libres».
—Creo que ya he trabajado bastante para ti —dijo Tarimán.
—¿Qué quieres decir?
Por miedo al tormento eterno en la lanza de Prentadurt, Tarimán había asesinado a la mujer que amaba. Por pánico al Prates, se había arrodillado y suplicado que Tubilok absorbiera su alma con esa misma lanza. No quería seguir viviendo con miedo ni ponerse de rodillas nunca más. Si para los inmortales el valor de la propia vida era infinita, él había decidido que por una vez pondría por encima de ese infinito la dignidad.
Desde que supo que Tubilok estaba libre de nuevo, Tarimán había manipulado su propia batería de fusión interna para convertirla en un explosivo de cinco kilotones. El equivalente a una cápsula de cianuro en otros tiempos.
Ahora, antes del final, envió un último mensaje a uno de sus sirvientes, un recado que debería entregarle al Zemalnit. Con suerte, ese mismo recado acabaría llegándole a Tubilok.
El dios loco le había hecho una pregunta. Pero Tarimán no pensaba contestarla. Sería darle tiempo para usar la lanza, y él no iba a correr ese riesgo. De paso, tal vez se llevara por delante a Tubilok, aunque no confiaba mucho en ello.
En el preciso instante en que activaba el detonador, pensó que si en verdad existía el punto omega, ese momento en que el universo se recapitularía entero antes de colapsar y todos los seres sentientes que habían vivido en él regresarían a la existencia, allí podría reunirse con Zemal, y ella quizá le perdonaría como le había perdonado la simulación que había creado para la espada.
Ojalá
, pensó. Y ese pensamiento tan sencillo fue el último de Tarimán el herrero.
Mikhon Tiq vio algo en el ojo de Tarimán, una dilatación sospechosa en las pupilas dobles, una especie de sonrisa interior, como si disfrutara de una broma privada. Eso le alertó de que algo iba a ocurrir.
Tubilok, que conocía a Tarimán desde hacía miles de años, también debió detectar esa chispa maliciosa, porque una fracción de segundo antes de que se produjera la explosión agarró el brazo de Mikhon Tiq. Éste sintió una extraña disgregación en todo su cuerpo, como si cada partícula hubiera empezado a vibrar en armonías desafinadas.
De pronto, todo a su alrededor había desaparecido. Él y Tubilok flotaban en una vasta negrura. No había fuentes de luz, y sin embargo se veían a sí mismos como si algo los iluminara. Aparte de ellos dos, lo único que había a la vista era una esfera de roca parda a lo lejos, una especie de satélite oscuro que sólo se distinguía porque la nada que lo rodeaba era aún más tenebrosa.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos? —preguntó, aunque lo sospechaba.
—Seguimos en el mismo espacio que ocupa la fragua de Tarimán, pero ahora nos hemos convertido en criaturas de materia oscura —contestó Tubilok—. Hace tiempo comprobé que era más rápido que teleportarme. No resulta útil para viajar porque nos deja en las mismas coordenadas espaciales, pero al encontrarnos en otro estado de materia no podemos recibir ningún daño.
—¿Una forma de huir del peligro?
—Así es. —Tubilok estaba furioso—. Ese traidor ha hecho algo raro, lo sé aunque no lo vea. Percibo que hay más neutrinos. Se ha producido una explosión muy fuerte. Podría habernos matado si no me adelanto.
Mikhon Tiq pensó que, de haberse destruido su cuerpo, eso habría provocado una segunda explosión aún más catastrófica. Tal vez habría sido lo mejor. Eso le hubiese evitado tomar muchas decisiones.
Tubilok dijo que iba a esperar un tiempo prudencial, pero la impaciencia le venció y no tardó en regresar al estado de materia normal. En el mismo momento en que se transformaron, cayeron al vacío como dos piedras, pues la explosión había abierto un tremendo agujero en la roca. Tubilok, que ya lo había previsto, activó su propio anillo de vuelo y salió velozmente de allí cargando con Mikhon Tiq. Éste miró abajo y vio el boquete que todavía humeaba. Era como si un gigante de dimensiones colosales hubiera arrancado una cucharada de la ladera.
Tras un breve vuelo, se posaron en una atalaya vacía, al sur de la montaña. Mikhon Tiq miró en derredor. Entre los recuerdos que el joven Kalagorinor había recuperado en los últimos tiempos se encontraban el del fabuloso mundo de Agarta, pero verlo con sus propios ojos era mucho mejor que rastrear la imagen en su memoria.
—¿Estás bien? —preguntó Tubilok, poniéndole las manos sobre los hombros. Cuando quería, sus guanteletes podían transmitir calor.
A Mikhon Tiq le parecía enternecedor que alguien que amenazaba con confinar y atormentar las almas de los demás, y que además cumplía sus amenazas, se preocupara por él de manera tan solícita.
—Sí, estoy bien —contestó—. Es interesante este recurso de la materia oscura. ¿Cómo has conseguido que yo también me transforme?
—La clave para ello es estar en contacto físico —explicó Tubilok—. Al alterar la vibración de las supercuerdas que forman mis partículas, extiendo esa resonancia por simpatía a la persona o al objeto que deseo y lo llevo al otro lado.
—¿Podrías explicarme cómo se hace?
—¿Y tú podrías hacerlo?
Mikhon Tiq pensó:
Un ser multidimensional y yo vivimos en simbiosis. ¿Te parece que no podríamos conseguir por nuestra naturaleza lo que tú has aprendido a dominar gracias a la ciencia?
Pero se limitó a decir:
—Creo que sí.
—Te enseñaré, pero sólo si lo aprendes muy rápido. El tiempo es un bien que no se atesora, sino que se consume, y nunca da intereses.
—Soy un buen alumno. —
Y el truco me puede resultar muy útil
, pensó para sí.
Tubilok debía estar llamando por frecuencia privada a Anfiún, pero el dios no le contestaba. Furioso, cerró los dedos sobre el pretil de piedra de la atalaya y arrancó un trozo.
—¡Estúpido orangután que se hace llamar dios! No da señales de vida y no tengo tiempo de buscarlo. Cuando vuelva al Bardaliut le ajustaré las cuentas.
—Estás muy enojado, ¿verdad?
—¿Cómo no iba a estarlo? Tarimán me ha privado del placer de la venganza dándose muerte a sí mismo.
—¿Es la venganza propia de un dios?
—Precisamente cuando se es un dios se llama justicia. La diferencia entre ambas la decide el poder.
—Creo que deberías olvidarte ya del herrero.
—No es fácil. No soporto que me haya burlado.
—¿Realmente crees que era un enemigo a tu altura?
Tubilok se quitó el yelmo, cosa que nunca hacía en presencia de sus hermanos de raza, y tomó aire, respirando los aromas del bosque. Poco a poco se calmó. Bajo aquella luz roja, observó Mikhon Tiq, sus ojos se veían violetas. Tubilok debió notar su mirada, porque lo agarró de la cintura y lo encaramó al pretil. Allí, Mikhon Tiq pudo acariciarle la mejilla. Tenía la piel muy suave; no suponía demasiado mérito siendo un dios, pero resultaba agradable.
—Llevas razón —dijo Tubilok—. La talla de alguien se mide por la de sus enemigos, y si me empeño en considerar a ese cojo que ya pasó a mejor vida como mi adversario es que me estimo en poco a mí mismo. Tengo otros rivales mucho más poderosos que pronto pondrán a prueba el verdadero valor de Tubilok el Pionero. ¡En menos de dos días lo comprobaremos, cuando las puertas que dan paso a la gloria se abran de par en par!
U
n ejército de Atagairas de Agarta yendo a la guerra era todo un espectáculo. A las mujeres de Acruria, Faretra o Fernoctán no se les habría ocurrido llevar ni varones de su raza ni de ninguna otra. Entre ellas, las pajes que todavía no habían recibido la marca de Iluanka o que aún la tenían sin cicatrizar servían a las demás. Las ayudaban a armarse, les echaban árnica en las heridas más leves, masajeaban sus músculos doloridos, les montaban las tiendas, almohazaban sus caballos y prácticamente se ocupaban de solucionar las pequeñas molestias cotidianas que, si no se resolvían bien, podían desgastar y acabar destruyendo a la hueste más aguerrida.
Las tropas de Teanagari, en cambio, llevaban tras de sí un varón por cada soldado para las labores manuales, más un auténtico harén de machos capturados en las Tierras Salvajes, que les servían para otros menesteres. Cuando las Atagairas de Tramórea partieron a la batalla contra el Martal, salieron solas de sus casas, de sus marcas y de su país. Eran mujeres crecidas y valientes que no necesitaban desfiles de despedida, aclamaciones ni lluvias de pétalos para saber que iban a la guerra, el asunto más serio del mundo para cualquier mujer cabal. Pero todo eso —flores, trompetas, vítores, sacrificios— lo habían visto en las calles de Narday, hasta el punto de que en lugar de partir parecía que regresaban y ya habían conseguido la victoria.
La reina cabalgaba delante de Kybes y Baoyim, a los que transportaban en un carro tirado por unos extraños animales grandes y cornudos como bueyes y escamosos como lagartos. Los habían amarrado a sendos postes, con las manos atadas por detrás, vestidos con sayos ásperos como lija. Llevaban en esas condiciones desde el primer día, después de la entrevista en la terraza de palacio. Les daban de beber cuando a sus captores les apetecía, metiéndoles por la boca el pitón de un odre y volcándolo; agua que no fueran capaces de tragar, agua que perdían. En la comida era mejor ni pensar, si es que se podía llamar comida a esas gachas de avena con cáscara y gorgojos: era como masticar polvo de ladrillo. En cuanto a otras necesidades físicas, si insistían mucho les traían una bacinilla, la misma para los dos. Por suerte, entre lo poco que comían y la cantidad de agua que transpiraban con aquel calor, en sus cuerpos apenas quedaba nada que evacuar.
Tras la salida triunfal, recorrieron una larga calzada hacia el este. A la derecha tenían el mar, a la izquierda el puente de Kaluza. De los dos lados, Baoyim prefería mirar al primero. Resultaba mucho más tranquilizador dejarse arrullar por las olas violáceas que rompían en la costa formando crestas de espuma teñidas de un crepúsculo perpetuo. En cambio, la inmensidad del puente era tan inhumana en su desproporción que bastaba con girar el cuello hacia él para sentir mareos y palpitaciones.
Prácticamente nadie le dirigía la palabra, pero una ventaja de que consideraran a Baoyim un animal era que sus guardianas o las guerreras que pasaban cerca de ella conversaban con toda libertad, como habla uno delante de su perro de caza o su caballo. Por eso sabía que la maldición más frecuente era «Que se te caiga el cielo sobre la cabeza» y que cuando a alguien le ocurría alguna terrible calamidad era «como si el cielo se le hubiera desplomado encima». Ante el abrumador panorama del puente de Kaluza y del Reino Celeste siempre colgando sobre ellas, se comprendía fácilmente.