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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (96 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—Ya estamos cerca —dijo Linar—. A partir de ahora, debemos andar alerta.

Taniar no les había ofrecido indicación precisa de cómo entrar. Lo que tenían bajo ellos era un pozo de forma rectangular, de unos seis metros de ancho. Al fondo se advertían luces blancas, pero era complicado precisar qué les esperaba más adelante; parecía un dédalo de tuberías y enrevesadas estructuras geométricas.

—¿Qué profundidad tiene eso? —preguntó Kratos—. Yo diría que es una caída como para matarnos.

—Recuerda que aquí el arriba se vuelve abajo y las paredes se convierten en suelo con mucha rapidez —respondió Derguín, aunque él tampoco se decidía a bajar. Los diez primeros metros de paredes eran lisos; no había escaleras ni nada remotamente parecido a un asidero.

Fue Linar quien primero se aventuró. Simplemente dio un paso adelante y se dejó caer. Tras resbalar pegado a la superficie interior del pozo un par de metros, se detuvo y se levantó. Ahora lo veían torcido noventa grados con respecto a ellos, como un enorme insecto con los pies adheridos a la pared.

—¡Venid! Es fácil —les dijo.

Los tres imitaron a Linar a la vez, ya que había sitio de sobra para todos. Derguín volvió a experimentar esa peculiar náusea, como si las tripas buscaran mejor acomodo dentro del cuerpo y al hacerlo todos sus contenidos se removieran. Durante un instante sintió que caía, pero antes de que pudiera invadirle el pánico notó cómo su peso lo apretaba contra la pared y la caída se convertía en deslizamiento.

Se levantaron los tres también a la vez. De pronto, lo que habían estado viendo como un pozo rectangular se había convertido en un amplio pasillo. Caminaron por él hasta el punto en que empezaban las tuberías y las estructuras extrañas. Ni Derguín, pese a los recuerdos de la tecnología de Tártara, sabía interpretar sus formas. Siempre había un camino expedito entre los tubos y la maquinaria, pero a veces cambiaba de pared, o pasaba a recorrer lo que hasta entonces era el techo, de modo que los cambios de orientación eran constantes. Llegó un momento en que Derguín se acostumbró a la sensación de recolocación dentro de su cuerpo, y ya le resultaba incluso divertido adelantarse a los demás o rezagarse para caminar durante unos segundos en ángulo recto con respecto a ellos o verlos colgados del techo como moscas.

El lugar parecía un laberinto por aquellos cambios de gravedad y por lo enmarañado de la red de tubos. Sin embargo, Linar se orientaba perfectamente. Según él, iba recordando que había estado allí en una ocasión, pero Derguín sospechaba que no les contaba toda la verdad.

—Nos encontramos cerca ya —dijo Linar—. ¿Tenéis las armas preparadas?

Se pararon un momento para ajustarse las protecciones. Kratos llevaba su coraza de placas y el yelmo con carrilleras. Había desechado las grebas y el escudo porque si había lucha no pelearía en el seno de una formación, sino de forma individual, como Tahedorán. Llevaba al cinto su nueva espada,
Talavãra
, y el cuchillo de diente de sable. También se había cruzado al hombro un tahalí del que colgaba por detrás su sable de Tahedo.

Togul Barok se cubría con una larga cota de malla que, dada su envergadura, debía pesar cerca de cuarenta kilos. Sin embargo, él se movía con ella con tanta soltura como si vistiera una túnica de seda. Llevaba una espada al cinto, pero en la mano derecha aferraba la lanza roja, con la punta dirigida siempre adelante. Por algún comentario que había hecho, Derguín sospechaba que no conocía todos sus poderes. Esperaba que no se equivocara y disparara algún rayo mortífero contra sus propios compañeros.

En realidad, no acababa de fiarse de Togul Barok, aunque no tenía más remedio que fingir que lo hacía. Resultaba muy difícil interpretar sus gestos, y más sus miradas con esos extraños ojos de dios. Tan sólo se traicionaba algunas veces cuando se tocaba la sien con los nudillos y movía los labios como si dialogara con una presencia interior.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Linar en un par de ocasiones. Su tono daba a entender que sabía qué le pasaba al emperador.

Derguín recordó la profecía.
Dos hermanos medio hermanos lucharán por la luz
. Lo cierto era que aquel verso no especificaba si habrían de combatir aliados o enfrentados. Siempre había dado por supuesto lo segundo, pero ahora quería convencerse de que la primera interpretación podía ser la correcta. Sin embargo, no dejaba de recordar leyendas que hablaban de personajes que intentaban manipular o esquivar oráculos adversos, y que invariablemente fracasaban en su intento de burlar al destino.

Esperaba que a él no le ocurriera eso. Togul Barok siempre era un mal enemigo. Armado con la lanza se convertía en mucho peor.

Las paredes del túnel se abrieron de repente. Se hallaban en una sala muy grande, cuyo techo se curvaba en un extraño diseño. La parte derecha —la más cercana al Prates, si Derguín no se había desorientado mucho— era cóncava como una cúpula, mientras que la izquierda era convexa. La zona donde ocurría la transformación no se distinguía con claridad, porque en el centro se formaban unos extraños espejismos visuales que provocaban cierto vértigo.

Las paredes estaban plagadas de tubos que se cruzaban en direcciones caóticas. Entre ellos había artefactos con estructuras geométricas, como tetraedros, cubos, esferas deformadas, toroides, y otras más irregulares que otorgaban al conjunto un aspecto casi orgánico. El suelo era transparente y resbaladizo. Por debajo, a unos veinte centímetros, corría una red de líneas plateadas y doradas tan laberíntica como los tubos de las paredes, aunque al menos sólo se cruzaban en dos dimensiones.

Derguín se agachó y tocó aquel suelo. De pronto había sufrido la ilusión de que esas líneas, que parecían circuitos impresos, no estaban por debajo del suelo, sino encima, como imágenes en relieve flotando en el aire.

—Este sitio es de locos —comentó.

—Supongo que por eso dicen que Tubilok es el dios loco —respondió Kratos.

—Hablad con más respeto del amo y señor cuando estéis delante de Gamdu —dijo una voz chirriante.

Cuando se volvieron a mirar, descubrieron que tenían compañía. Un demonio metálico de cuerpo incandescente había aparecido a su espalda.

—¿No habíamos acabado con todos? —preguntó Kratos.

—No —respondió Derguín—. Se me olvidó decirte que Gankru, Molgru y Aridu tenían otro hermanito.

BARDALIUT

T
aniar voló entre las sombras hacia su palacio. Por suerte, el terreno y las construcciones todavía conservaban calor y podía orientarse gracias a los sensores infrarrojos de sus dobles pupilas.

La mortaja de cintas atrópicas seguía en la cocina, en el mismo sitio donde había caído. Habían comprobado que era imposible moverla de ahí. Según Mikhon Tiq, aquella prisión era tan segura como un campo de estasis, pero Taniar necesitaba creer que no. Respiró hondo y graduó su láser a máxima potencia. Fue una descarga de un picosegundo, mas cuando puso la mano sobre el punto en el que había descargado los rayos paralelos se desmoralizó al comprobar que aquella especie de capullo ni siquiera se había calentado. Por pura frustración, lo golpeó con su espada doble, que había reconstruido tras el duelo con Derguín. Los filos eran de nanocarbono, capaces de partir un bloque de hormigón y rayar un diamante. Como se temía, no consiguió más que mellar la hoja y levantarse del suelo por la reacción en falta de gravedad.

Se quedó flotando, abrazándose las piernas, y por primera vez en muchísimos años lloró de rabia y frustración. Iba a morir junto con los demás, como ratas atrapadas en la bodega de un barco que se hunde.

—Maldito hijo de puta —murmuró—. Bastardo, hijo de Satanás, sabía que nos la ibas a jugar, todos lo sabíamos y no hemos tenido agallas para hacer nada.

De pronto, la mortaja supuestamente rígida se dobló como si su ocupante se hubiera sentado en el suelo. Después se abrió por la parte superior y de ella emergió una cabeza calva.

Kalitres, Barantán o como demonios quisiera llamarse escupió una cinta de la boca, sacudió los brazos y se desembarazó de aquel envoltorio como si fuesen vendas de gasa y no un tejido irrompible.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Taniar.

—¿Qué esperabas? ¡Soy el Gran Barantán! Mi modestia hace que tan sólo enumere mis cualidades como médico, algebrista, escritor, poeta y excelso amante, pero hay muchas más. Por ejemplo, nunca en toda la historia ha habido un escapista como yo. ¡Ese cachorro insolente de Mikhon Tiq ha pretendido enseñar a hacer hijos a su padre! —exclamó el hombrecillo, y añadió con soniquete—: «Por eso yo soy ahora el más poderoso de los Kalagorinôr». ¡Ese jovenzuelo aún tiene mucho que aprender!

Taniar le agarró las mejillas y le dio un sonoro beso en los labios.

—¿Y eso? —preguntó el Gran Barantán—. La última vez que conversamos me quemaste los ojos. Había oído hablar de mujeres de mirada ardiente, pero tú las superas a todas.

—Me estás viendo pese a no tener ojos, ¿verdad?

—Poseo mis recursos —contestó el hombrecillo, palpándose el cuello de la túnica—. ¿A qué debo ese beso? ¿Es una petición de disculpas o una declaración de amor?

—Lamento lo que hice, pero no tenía más remedio. Además, saliste ganando. Si en vez de mí o de Mikhon Tiq te hubiera atacado Tubilok, habrías perdido algo más que los ojos.

—Eso habría que verlo. La gente tiende a valorar en exceso la estatura, pero aunque el recipiente de mi cuerpo parezca pequeño, ¡yo soy el Gran Barantán!

—No hay tiempo para eso. Te daré un beso mucho más largo si nos sacas de este aprieto.

—¿A quién implica ese «nos», inquiero?

Taniar se lo pensó.

—Obligatoriamente, a ti y a mí. A los demás... es accesorio.

El Gran Barantán tomó una de aquellas cintas que hasta hacía un par de minutos parecían indestructibles e improvisó una venda con ella para taparse los ojos. Después se levantó con demasiado impulso y al hacerlo se proyectó hacia el techo. Taniar lo frenó agarrándolo de la túnica y lo estabilizó usando su propio anillo de vuelo.

—Gracias, hermosa diosa. ¿Qué te hace pensar que puedo sacarte de este aprieto, tal como me solicitas?

—Te lo explicaré si eres capaz de escuchar cinco minutos seguidos sin hablar.

—¡Innecesario! A la facultad de escapista que acabo de demostrar se suma la de vidente —dijo, tocándose de nuevo bajo el cuello.

—¿Qué llevas ahí, un sensor?

—Algo parecido. Sé todo lo que ha pasado. He de reconocer que la despedida de Tubilok ha sido apoteósica tanto en el sentido figurado de la palabra como en el literal.

—Entonces sabrás también que dentro de pocos minutos vamos a morir. La energía liberada por el Prates está a punto de crear una onda expansiva que llegará al menos hasta la luna Taniar.

—Eso es un mal augurio para ti.

—Y también para ti, hombrecito.

—¿Por qué no escapáis de aquí en vuestras naves?

—Si dices que lo has visto todo, deberías saberlo. Tubilok ha separado Isla Tres de los demás módulos. Ahora el cilindro central flota a la deriva en el espacio, sin energía. Para llegar a los anillos donde están los muelles tendría que salir al vacío del espacio. Mi cuerpo podría aguantar esas condiciones tal vez unos segundos antes de reventar por la descompresión. Pero el módulo de servicio está ya demasiado lejos.

Una sonrisa truculenta se dibujó en el rostro del Gran Barantán.

—La verdad es que lo sabía, pero a veces me gusta hurgar en la herida. Así que una diosa todopoderosa tiene que pedirle ayuda a un humilde mago de feria.

—Ahora no hay tiempo para sarcasmos —respondió Taniar—. Dijiste que habías venido desde Etemenanki sin nave, lanzado por un cañón magnético. ¿Cómo sobreviviste en el vacío?

—Tengo mis trucos. ¡Soy el Gran Barantán!

—Pues, ¿qué tal si usas esos trucos para llevarme al anillo de vuelo?

—Te ayudaré si tú me ayudas a mí.

Taniar suspiró. Lo malo de ser diosa durante miles de años es que una olvida la capacidad de negociar con los mortales.

—¿Qué quieres?

—Impedir esta catástrofe. Si consigues que salvemos Tramórea, el Gran Barantán te garantiza que vivirás.

CERCANÍAS DEL PRATES

H
ablad con más respeto del amo y señor cuando estéis delante de Gamdu —dijo el demonio metálico.

Gamdu
, repitió para sí Derguín. Según el diario de Zenort, aquella criatura montaba guardia en la puerta del Prates tras la destrucción de Baldru, pero cuando él y Taniar liberaron a Tarimán estaba aletargado.

Sin pensar más en la cuestión, Derguín echó mano directamente a la empuñadura de
Zemal
. Pero el monstruo ya lo tenía encañonado y disparó.

Algo incandescente voló hacia Derguín y lo golpeó en el pecho cuando se hallaba a mitad de la fórmula de la aceleración. La armadura absorbió lo peor del impacto, pero el Zemalnit salió disparado hacia atrás.
Es mi sino
, pensó tristemente mientras pasaba con las piernas en alto entre sus compañeros. Tras dar con el trasero en el suelo, resbaló varios metros por aquella superficie que parecía untada de cera.

Mientras tanto, Togul Barok y Kratos ya habían entrado en aceleración y se abalanzaban sobre el monstruo. Derguín, aturdido por el golpe, no había llegado a pasar a Tahitéi. Se levantó a duras penas, con el cuerpo dolorido. La armadura se había vuelto a hinchar por dentro y entorpecía sus movimientos.

Era la primera vez que veía a otros guerreros en Ahritahitéi sin estar él mismo acelerado. Las maniobras eran tan fulgurantes que dejaban trazas en el aire. Kratos fue el primero en atacar al monstruo, al que propinó un golpe en el pecho con el plano de la hoja. De la espada surgió un óvalo azul que se extendió a gran velocidad, como una onda de choque, y la criatura retrocedió trastabillando.

Después de la batalla, Kratos le había hecho una pequeña demostración con
Talavãra
. Según el plano de la hoja con la que golpeara, el efecto del cintarazo era distinto. En uno de ellos, la espada ejercía una fuerza de repulsión que, como habían comprobado, podía levantar por los aires el cadáver de un caballo. Pero Gamdu era tan masivo que Kratos apenas había logrado desplazarlo un metro.

Togul Barok, por su parte, dirigió la lanza contra el monstruo y le lanzó una bola ígnea como la que había hecho estallar entre Derguín y Taniar. La explosión reverberó en la sala, y Gamdu volvió a recular. El proyectil de la lanza lo había alcanzado en el pecho, pero no parecía haber afectado demasiado a su blindaje incandescente.

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