El corazón de Tramórea (99 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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—¿Estás segura de que Tubilok no puede hacerlo desde dondequiera que esté? —preguntó el Gran Barantán.

—Me imagino que se encuentra en el Prates. Desde allí Tubilok puede controlar algunas cosas, pero las tres lunas sólo obedecen a las órdenes que se envían desde aquí. Por eso ha dejado la secuencia en automático.

—No entiendo gran cosa de lo que me dices, así que me callaré para no distraerte.

—Es lo más inteligente que te he escuchado desde que te conozco, hombrecillo.

Taniar había guardado sus propios programas y claves para trampear en la sala de control. Ahora los activó y trató de abortar la secuencia.

Nada.

Insistió, hasta hallar una larguísima clave camuflada.
Me la querías esconder, ¿eh?
, pensó mientras introducía los números y las letras.

De nuevo, nada.

—¡Mierda!

—¿Qué vocabulario es ése para una diosa? ¿Con qué autoridad prohibiremos a los niños que digan palabrotas porque los dioses del Bardaliut lloran?

—¿Esas tonterías se dicen en Tramórea? —respondió Taniar—. A lo mejor no es tan malo que Tubilok la destruya.

Por lo que veía, para desprogramar la secuencia había que introducir al menos otra clave, y no conseguía encontrarla. Quedaban diez minutos.

—No lo voy a conseguir. No podemos evitar que las lunas manden el haz de energía al Prates.

—¿Sólo se puede hacer como lo haces tú? ¿Cómo se llama eso? —preguntó el Gran Barantán, moviendo los dedos en el aire.

—Se llama teclear. Y sí. Sólo se puede hacer así....

Tragó saliva.

—A no ser que...

—¿A no ser que?

—La orden tiene que partir de aquí en el momento preciso. Si el centro de control no existe, no habrá orden.

—¿Destruyendo este cilindro arreglaríamos la situación?

—Sí. —Taniar volvió a teclear y a abrir pantallas dentro de las pantallas. Tenía la sospecha de que no iba a encontrar nada, y no lo encontró—. Por desgracia, el centro de control no posee un mecanismo de autodestrucción —dijo Taniar.

—¿Qué harías si lo tuvieras? Si haces pedazos este lugar, tú también perecerás —preguntó el hombrecillo.

—Todo depende. Si pudiera programarlo para una explosión con retardo, podríamos salir de aquí en esa burbuja tuya y yo la llevaría de regreso a Tramórea.

—Pero no puedes hacerlo.

—¡No, porque no existe ese maldito mecanismo! Cuando construimos el Bardaliut, a nadie se le ocurrió que podría llegar un momento en que nosotros mismos quisiéramos hacerlo trizas.

—Es curioso —dijo el Gran Barantán—. Creo que conozco un dispositivo de autodestrucción que puede funcionar.

—¿Cuál?

—Yo.

El hombrecillo lo había declarado con toda solemnidad. Taniar estuvo a punto de soltar la carcajada, pero se dio cuenta de que hablaba en serio.

—¿Cómo lo harías?

—Dentro de mí guardo mucho más poder del que incluso tú, una diosa, puedes imaginar. Si desato los nudos que controlan ese poder, todo este lugar se convertirá en cenizas.

Si el hombrecillo le salvaba la vida, decidió Taniar, podía perdonarle incluso ese tono tan pomposo.

—El problema es que, si me quedo aquí, no podré salir en la burbuja y te perderás mi irresistible abrazo.

—¡Espera! —dijo Taniar—. Hay una solución. El observatorio de Tubilok. Aquí casi todo tiene construcción modular y se puede separar por piezas.

—¿Ese observatorio puede volar por sí solo?

Taniar negó con la cabeza.

—El mecanismo de separación le daría una aceleración muy débil. Pero es una cámara relativamente pequeña y ligera, poco más que una esfera de materia transmutable. Puedo propulsarla empujando contra las paredes con mi anillo de vuelo. Serviría a modo de burbuja para llegar hasta la atmósfera de Tramórea.

—¿Cuán rápido puedes volar, oh diosa?

—Mucho.

—Entonces, debes partir ya.

Ella se acercó y le dio un beso en los labios. Esta vez fue un beso de verdad. Cuando se separaron, él sonreía.

—He vivido una buena y larga vida en este mundo —dijo—, y reconozco que me he divertido. Pero me llevaré sobre todo el recuerdo de que fui besado por Taniar, la hermosa diosa de la guerra. ¡Vete ya!

Desde los tableros de control, Taniar desbloqueó el cierre de la escotilla que llevaba al conducto de unión, un tubo de tres kilómetros que conectaba la sala de control con el observatorio. Después programó los explosivos de desacoplamiento para poder activarlos desde allí. Todo ello lo hizo en estado de aceleración y no empleó más de cinco segundos. Cuando terminó, volvió al ritmo normal. Ahora se trataba de volar, y los nanos aceleradores no afectaban a la potencia del anillo de vuelo.

Antes de irse, se volvió y agarró la mano de la mujer. Hasta ese momento no le había importado nada su vida, y le había chocado que el hombrecillo se empeñara en llevarla con ellos. Pero sentía un súbito arrebato de altruismo; o tal vez era culpabilidad por salvarse huyendo y permitir que el Gran Barantán muriese por ella.

—¿Qué haces? —preguntó el hombrecillo, tirando del otro brazo—. Ella se queda conmigo.

—¿Por qué? —preguntó Taniar.

—Mi última voluntad es disfrutar de un rato agradable con esta hermosa mujer —dijo el Gran Barantán, agarrando a la Atagaira por un hombro y apretándola contra él.

Ella puso cara de pánico y, con más energías de las que parecían quedar en aquel cuerpo consumido, exclamó:

—¡No, por favor! ¡Llévame contigo!

¿Ahora hablaba Arcano?

Taniar comprendió. El íncubo seguía dentro. Sin mirar atrás, voló hacia la escotilla de salida.

Cuando Taniar abandonó el cilindro giratorio de la sala de control, Ulma Tor comprendió que sus problemas no habían hecho sino aumentar. El estúpido de Kalitres se iba a suicidar colapsando su syfrõn. Lo que tanto había temido cuando engulló sin querer la de Mikhon Tiq iba a ocurrir ahora.

La única solución era correr el riesgo de abandonar el cuerpo de la mujer y desenrollar sus diez dimensiones. Así aparecería en el Onkos y se salvaría de este desastre.

La contrapartida era que se mostraría ante los ojos implacables de las Moiras. Y ellas lo destruirían.

Las probabilidades de perecer aquí eran de cien entre cien. Las probabilidades de ser aniquilado por las Moiras eran de cien entre cien.

Ulma Tor sufrió el cuarto momento de pánico de su existencia. Se debatió entre las dos opciones, incapaz de tomar una decisión.

El contador de la sala de control se acercaba al cero a toda velocidad.

Las Moiras. Elijo las Moiras
, pensó. Pero cuando quiso abandonar el cuerpo de Ziyam y desplegarse, el miedo volvió a atenazarlo.

Kalitres le sonrió.

—Querido Rothmal, mi antiguo discípulo. ¡Qué buenos momentos hemos pasado juntos!

—Me has reconocido —musitó Ulma Tor a través de los labios resecos de la mujer.

—Al Gran Barantán no se le escapa una. ¿Sabes? Creo que vamos a disfrutar aún más del futuro.

Me voy
, pensó Ulma Tor. Se arriesgaría con las Moiras. Pero ya era demasiado tarde.

Taniar voló a toda velocidad por el conducto semitransparente que unía la sala de control con el observatorio, y no frenó hasta llegar a las membranas osmóticas que lo cerraban. La deceleración a la que ella misma se sometió fue tan brusca que por un momento lo vio todo blanco, pero sus mecanismos internos compensaron la circulación y bombearon rápidamente sangre a su cerebro.

Pasó al observatorio. La burbuja era invisible. Taniar tuvo la impresión de que flotaba en el vacío y sintió un instante de pánico. Hasta entonces se había sentido muy a gusto en esas situaciones, pero ahora morir por descompresión se había convertido en una posibilidad muy real.

Volvió a entrar en aceleración. Tocó el cristal y usó el cuadro de control que apareció para activar una retícula de líneas blancas que recorrían las paredes. Ahora seguía viendo todo el firmamento a su alrededor, pero también podía distinguir dónde estaban los límites de aquella esfera de diez metros de diámetro.

El tiempo corría. Cuando salió de la sala de control, quedaban cuatro minutos y medio.

Detonó los explosivos. Con una pequeña sacudida, la esfera y se separó del conducto de unión. Taniar dudó si desprender también la sombrilla que protegía el laboratorio de los rayos del Sol, pero luego pensó que podría hacerle falta. Se acercó a una pared, apretó las manos contra ella y, al mismo tiempo que salía otra vez de la aceleración, encendió el anillo de vuelo a plena potencia.

Tenía que haber soltado la sombrilla
, pensó.
Peso demasiado
.

Su disco inercial interno la informó de que la velocidad era de seiscientos kilómetros por hora. Ochocientos, mil... Siempre empujando, miró atrás. El Bardaliut era una mole oscura que sólo se distinguía porque bloqueaba la luz de las estrellas. Mil quinientos, dos mil kilómetros por hora. Ya no era hora de mirar atrás. Tres mil, cuatro mil... Los sistemas internos avisaron de que la materia híbrida del anillo estaba llegando al punto de inestabilidad. Si pasaba de allí, la explosión se produciría en sus tripas, y aunque no fuese tan fuerte como la que vaticinaba el Gran Barantán, bastaría para matarla.

Redujo la aceleración. Volvió a mirar atrás. Ahora la sombra del Bardaliut tapaba parte de la luna verde, pero el ángulo de firmamento que cubría era de quince grados. Se encontraba a ciento cincuenta kilómetros de distancia.

Entonces ocurrió.

Una estrella en miniatura se encendió a diez kilómetros de Isla Tres. Adiós a la sala de control, adiós al Gran Barantán, adiós a esa mujer y al demonio que la poseía.

La bola de fuego creció a toda velocidad y alcanzó la sombra oscura de Isla Tres. La masa del Bardaliut fue devorada por la explosión, y se produjeron varios estallidos dentro de la conflagración principal. El silencio del espacio inducía a creer que aquello era sólo un espectáculo de luz, pero Taniar se imaginó unas llamaradas rugientes que atravesaban el Bardaliut de sur a norte vaporizándolo todo a su paso, incluidos sus moradores, los orgullosos dioses.

Taniar siguió empujando. Estaba a ciento setenta kilómetros. El poder que guardaba el Gran Barantán era enorme, mucho más de lo que su rechoncho cuerpo de metro y medio aparentaba, suficiente para destruir la morada de los dioses y para cegar momentáneamente las retinas naturales de Taniar. Pero mucho antes de que alcanzara el observatorio empezó a disiparse.

Taniar se había quedado embobada viendo la explosión. El cristal programable absorbía las partículas más energéticas, pero pensó que debería haber girado el observatorio para interponer la sombrilla protectora. Ahora lo hizo, usando pies y manos.

Los sistemas decían que había recibido una dosis de radiación alta, pero nada que los nanos reparadores no pudieran solucionar.

Las tres lunas habían llegado a su conjunción y seguían luciendo. El momento de la singularidad que tanto ansiaba Tubilok no se había producido. De momento, el Hijo del Hombre tendría que esperar. Mientras tanto, los simples humanos y una mujer que durante miles de años se había hecho llamar diosa seguirían teniendo un mundo donde vivir.

Taniar curvó su trayectoria y se dirigió hacia el planeta. Apagó el anillo de vuelo. Convenía que el mecanismo de materia híbrida descansara: Taniar ya podía ver la atmósfera de Tramórea como una fina y hermosa cinta azul perfilada contra el negro del firmamento. Cuando entrara en ella, tendría que usar el anillo para frenar si no quería que el roce del aire desintegrara el observatorio.

Durante un rato, Taniar se limitó a flotar en el centro de la esfera, contemplando el planeta. Era de noche en la parte oriental del continente, pero el sol todavía alumbraba Áinar y las islas Ritionas.

Era un planeta hermoso.

Y ahora iba a ser su hogar.

CERCANÍAS DEL PRATES

T
ubilok yacía boca arriba, inmóvil. Mientras, Togul Barok se había sentado en el suelo y se palpaba el pecho con gestos de dolor, como si tuviera una costilla rota.

El rey de los dioses parecía muerto, pero Derguín no se fiaba. Tal vez al regresar al estado de materia normal su organismo consiguiera regenerarse a pesar de las terribles lesiones. Por si acaso, se acercó a él, plantó los pies junto a su cabeza y, como un leñador cortando troncos, golpeó una y otra vez su cuello con el filo de la espada. Por fin, al décimo tajo consiguió decapitarlo. Cuando cogió la cabeza agarrándola del pelo y la separó de su cuerpo, pensó que ni el gran Tubilok conseguiría recuperarse de eso.

Se disponía a tomar impulso para lanzar lejos la cabeza cuando oyó una voz inesperada.

—Te ruego que no lo hagas. El Pionero era grande en su desvarío. No tienes por qué ultrajar su cadáver.

Derguín se volvió. Era Mikha quien le hablaba, convertido en un ser real y no un fantasma de humo. Lo que significaba que él también se había transformado en materia oscura.

Se acercó a él y le tendió la cabeza de Tubilok.

—Si la quieres, tómala. Es tuya —le dijo con sequedad.

Mikha la cogió entre ambas manos y se quedó mirándola con gesto triste, y le dio un beso en los labios.

—Tenías unos ojos tan hermosos como el mar sobre las playas de Malirie. Pero quisiste ver demasiadas cosas con ellos. Un hombre debe conocer sus límites. Y tú eras sólo un hombre por más que te empeñases en ser otra cosa.

Después se arrodilló junto al cuerpo inerte y depositó la cabeza a su lado. Mientras tanto, Derguín se acercó a Togul Barok, le dio la mano y le ayudó a levantarse. El esfuerzo hizo que los dos gruñeran de dolor.

—Incluso sin trucos era un enemigo difícil de batir —dijo Togul Barok, limpiándose con la manga la sangre de la boca y la nariz.

—Es cierto. Yo solo no habría conseguido vencerle ni una vez de cada mil —reconoció Derguín.

—Yo tal vez una de cada veinte —respondió Togul Barok con esa sonrisa seca que Derguín empezaba a apreciar como muestra de humor.

—¿Cómo llegaste aquí?

Togul Barok señaló a Mikhon Tiq, que seguía junto al cadáver, sumido en sus cavilaciones.

—Él me trajo. Habíamos terminado con el demonio metálico, y tu amigo debió pensar que necesitabas ayuda. Ni siquiera me consultó.

—¿Me habrías ayudado?

—Te quedarás con la duda.

Ahora que no estaba saltando, corriendo, esquivando lanzazos o mordiendo el polvo, Derguín pudo fijarse otra vez en aquellas figuras fantasmales. Una de ellas seguía tendida en el suelo. La más alta se inclinaba sobre él.

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