El corazón de Tramórea (101 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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—No seré yo quien lo decida, sino ellas. Además, es la ley del Onkos. Cuando se produce la ecpirosis, las energías liberadas en la destrucción crean otros universos. Pues así es como surgen los mundos: una muerte, un nacimiento.

—¡Qué consuelo para nosotros!

Los demás ya habían llegado junto a ellos. Togul Barok los rodeó y se plantó delante de Mikhon Tiq, como si quisiera impedirle el paso con su cuerpo. Derguín se temía que no iba a servir de mucho.

—En cualquier situación hay alternativas —dijo el emperador—. Tiene que haber algo que podamos negociar.

—¿De veras lo crees? —preguntó Mikhon Tiq.

—Tubilok ha muerto. Pero según tú, el peligro sigue siendo ése —dijo Togul Barok señalando hacia la puerta, que ahora veían a más de treinta metros sobre sus cabezas, en el extremo del túnel.

—Así es.

—Podemos cerrar el portal o destruirlo.

—Es posible —respondió Mikhon Tiq—. Pero ésa no sería la solución.

—¿Por qué?

—Necesitamos el Prates para vivir —respondió Derguín, adelantándose a Mikha—. A través de él se extrae energía de otro universo, que se convierte en luz y calor para Agarta, y en gravedad para todo el planeta.

—Si los habitantes de Agarta han de congelarse, que lo hagan —dijo Togul Barok sin inmutarse—. Es razonable que una mitad perezca para que sobreviva la otra.

—No tiene por qué ser así —intervino Kratos—. En Tramórea hay tierras deshabitadas de sobra. Podrían instalarse en ellas.

—Ya he dicho que no se trata sólo del sol de Agarta. La gravedad es más importante de lo que creéis —dijo Derguín—. No sólo nos sujeta a nosotros al suelo. Si se destruye el Prates y perdemos la atracción gravitatoria, no habrá nada que retenga la atmósfera y los mares, y Tramórea se convertirá en un mundo inhabitable.

—En cualquier caso —dijo Mikha—, las Moiras podrían considerar esa posibilidad. Cerrado el portal, este universo podría seguir existiendo.

—¡Pero todos moriríamos! —dijo Derguín.

—Sacrificar un planeta para salvar un universo es matemáticamente razonable.

—Es nuestro planeta. ¡Era el tuyo!

—Existe otra solución.

Todos se volvieron hacia Linar. El Kalagorinor apenas había pronunciado palabra hasta entonces.

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó Mikhon Tiq. Derguín comprendió que él y Linar se habían comunicado mentalmente.

—Lo estoy.

—Sería de agradecer que compartierais vuestros conocimientos con nosotros —dijo Togul Barok.

—Que el portal se mantenga como está, abierto tan sólo al flujo de energía que mantiene Tramórea con vida, no es lo que preocupa a las Moiras —dijo Linar—. Lo que las inquieta es que surja otro Tubilok y utilice el Prates para alterar el orden existente. En la duda, destruirán este universo.

—Entonces hay que conseguir que no exista ninguna duda —dijo Derguín.

—Así es. Para asegurarnos, yo me quedaré aquí, vigilando la puerta del Prates —repuso Linar.

—¿Qué quiere decir que te quedarás aquí? —preguntó Kratos.

—Son palabras fáciles de entender. No me moveré de este lugar.

—¿Por cuánto tiempo?

—Nunca.

Linar lo dijo en tono llano, sin la solemnidad que a veces impostaba su voz. Por eso a todos les impresionó aún más la contundencia de aquella palabra.

—¿Te quedarás eternamente vigilando esta puerta? —preguntó Derguín.

—Éramos los que esperaban a los dioses —respondió Linar—. Esa espera y esa lucha ya terminaron.

»Pero también somos centinelas del tiempo. Y como centinela me quedaré aquí, en la puerta del Prates, cuidándola en nombre de las Moiras. Tramórea seguirá existiendo, pero no volverá a haber otro Tubilok.

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó Mikhon Tiq.

—Lo estoy —respondió Linar.

—Tú eres uno con tu syfrõn. Ella se sentirá encerrada en este universo, anhelando regresar al Onkos y ver de nuevo la Hermosa Luz. Aquí junto al Prates tu parte humana se quedará aislada del resto de los hombres, y ni siquiera podrás dejarte morir como hizo Yatom. Estarás más solo que nadie en el mundo. ¡Incluso las Moiras son tres!

Linar sonrió con una tristeza infinita.

—Siempre he sido un solitario.

Una vez alcanzado aquel arreglo, Mikhon Tiq se dispuso a partir. Sin más despedidas, se marchó apoyándose en la lanza de Prentadurt. Derguín se quedó pensando un momento y corrió tras él.

—¡Espera!

El joven Kalagorinor se volvió. Ya casi había llegado al final del túnel.

—¿Sí?

—Tú eres... Fuiste mi amigo. ¿Te vas a ir así?

Mikhon Tiq sonrió con tristeza.

—Créeme, Derguín. Aunque pase el resto de la eternidad en otro lugar tan distinto a éste que sólo soñar con él te causa pavor, dentro de mí seguirá existiendo el humano que un día se llamó Mikhon Tiq. Y ese humano siempre será tu amigo.

Derguín no se pudo contener y le abrazó. Tenía un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas. Mikha no reaccionó al principio, pero después le estrechó contra él con el brazo que no sujetaba la lanza de Prentadurt.

—Eres un buen Zemalnit —le dijo Mikha, separándose—. Tenías miedo de defraudar a todos, pero no lo has hecho. Algún día, cuando los hombres de Tramórea recuperen la ciencia que perdieron o creen otra nueva, alguien descubrirá una estrella y le pondrá el nombre de Derguín Gorión.

—¿Es una profecía?

—Es más bien un deseo.

Mikha sonrió y levantó las manos. Sus pies se levantaron del suelo, y empezó a subir hacia el centro del túnel.

—¡Un momento! —dijo Derguín—. ¡Hay algo que quiero saber!

El Kalagorinor bajó la mirada, pero siguió ascendiendo lentamente.

—¡Tarimán le dijo a Zenort que había destruido la lanza de Prentadurt, pero era mentira! ¿Por qué no lo hizo?

—No podía. La energía de la cuerda cósmica encerrada en la lanza habría destruido Tramórea y todos los planetas y soles en un radio de cien años luz. La lanza de Prentadurt es un arma muy poderosa, pero también muy peligrosa.

—¡Aún necesito saber algo más! —dijo Derguín.

Mikhon Tiq había explicado los motivos de sus actos en el Bardaliut. Pero Derguín no dejaba de pensar en que le había visto dar un beso al cadáver de Tubilok.

—Pregunta, pues —dijo Mikha. Ya se hallaba a más de cinco metros de altura, pero su voz llegaba hasta Derguín sin necesidad de forzarla.

—¿En ningún momento te tentó unirte de verdad al proyecto de Tubilok?

Mikhon Tiq se limitó a sonreír y, sin decir nada más, levantó la cabeza hacia el portal. Su vuelo hacia las alturas se hizo más rápido. Cuando llegó al eje del túnel, flotó hasta la puerta de metal líquido y la tocó con la mano. Detrás de él empezó a formarse una cortina de luz similar a las auroras boreales de la vieja Tierra.

Derguín se quedó mirando debajo del portal, sin volver todavía con sus compañeros. Había captado algo en la mirada de Mikhon Tiq. Era un brillo que le recordaba a los ojos de Tubilok.

Los Kalagorinôr seguían siendo más humanos de lo que ellos mismos creían. Derguín estaba seguro de que Linar se había ofrecido a convertirse en guardián solitario, apartado de los suyos como hombre y como syfrõn, por pura humanidad.

En cuanto al brillo de los ojos de Mikha era fácil de reconocer. Ambición, una emoción también muy humana. «La lanza de Prentadurt es un arma muy poderosa», acababa de decir. ¿Se atrevería a usarla contra las Moiras?

La cortina de luz desapareció. Mikhon Tiq ya no estaba allí.

Derguín sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar sus inquietudes. Si su amigo Mikha decidía convertirse en heredero del plan de Tubilok y combatir contra las todopoderosas Moiras, ésa era una guerra que se libraría en otros universos y en la que él ya no podría hacer nada.

Se dio la vuelta y caminó de regreso con los demás.
Yo ya he guerreado todo lo que tenía que guerrear en este mundo y en otros
, se dijo, acariciando el pomo de la Espada de Fuego.

Puesto que las luchas del Onkos inabarcable y el juicio de las Moiras decidían el nacimiento y la muerte de universos enteros y nunca se sabía cuándo podía llegar el final, lo mejor que podía hacer era disfrutar de todos y cada uno del resto de sus días.

Y Derguín sabía por dónde empezar.

EPÍLOGO 1

E
n algún lugar que no es un lugar hay un castillo. No es como el de Mikhon Tiq. Quizá porque su dueño es un hombre bajito, la fortaleza se alza sobre una altísima peña, un risco de paredes ásperas y verticales que hunde sus raíces en un precipicio cuyo fondo se pierde entre brumas azuladas.

El propio castillo posee unas proporciones tan estilizadas que parece un milagro que no se venga abajo. Pues las murallas son tan altas como anchos son los lienzos, y las torres de vigilancia doblan esa altura y las que se alzan en el patio interior la triplican. La del homenaje está coronada por un pináculo hexagonal recubierto de losas de oro, y la aguja que lo remata tiene en la punta un diamante de un metro de grosor. Las almenas están cubiertas por revestimientos de cobre y plata que se alternan para conseguir efectos de color, todas las ventanas tienen suntuosas cristaleras y, en general, hay oro y piedras preciosas brillando por doquier. Pues otra de las características del dueño del castillo es que no es partidario de la modestia ni la moderación, como tampoco de la morigeración ni la mojigatería, así como no lo es de muchas otras virtudes, no todas las cuales empiezan por la misma sílaba.

El castillo siempre resplandece con millares de luces, ya que está rodeado por una nada entre negra y grisácea, y a su dueño no le parece que esa nada otorgue a su morada el aire festivo y alegre que considera más apropiado para ella.

Por las noches, en la gran sala de banquetes se sienta sobre un estrado, en un sitial tan alto que tiene que poner un escaño bajo sus pies para que no le cuelguen. En la larga mesa de caoba podría agasajar a cien invitados, pero todavía no se ha aburrido tanto como para invocarlos con un conjuro. Lo hará llegado el momento, sin duda, del mismo modo que hará venir a opulentas y complacientes doncellas. Pero por ahora disfruta cenando en soledad un faisán asado de piel crujiente y dorada que chorrea grasa sobre la guarnición de patata, pimiento y cebolla, y degustando un vino de gran reserva en una copa de oro.

Decir que cena en soledad quizá no sea la forma más correcta de expresarlo. Pues sólo cena él, pero no cena solo. Existe una sutil diferencia que a él le complace señalar.

—¡Ah, mi querido discípulo! —exclama, agitando ante sí un muslo a medio devorar—. ¡Esto está riquísimo! Qué ganas tengo de que aprendas bien tus lecciones para que puedas degustar estos manjares.

Al pie del estrado, sentado sobre un mosaico que representa sobras de comida tales como huesos mondos y raspas de pescado —nadie ha dicho que el gusto del dueño sea exquisito—, hay un hombre joven, moreno y de pelo lacio. Antes lo peinaba en una larga coleta, hasta que el señor del castillo le obligó a cortársela con este argumento:

—Siendo yo calvo, ¿te parece bien presumir de cabellera delante de mí?

El joven sujeta garbanzos entre los dedos de los pies, que ha de aguantar levantados mientras mantiene las posaderas bien pegadas al suelo. Por si no fuera suficiente esfuerzo, en las manos tiene cuatro bolas de cristal con las que debe hacer malabares. Cada vez que una se cae al suelo y revienta, libera una pequeña sorpresa que indefectiblemente acaba impactando contra la cara del aprendiz: puede ser un huevo podrido, una nube de gas fétido, pimienta molida y a veces un chorro de perfume que, por desgracia, siempre le entra en los ojos. Las bolas se recomponen por arte de magia y el joven tiene que seguir practicando con ellas.

Pues la magia es el secreto del castillo. En el patio, bajo una gran morera, hay un carromato cubierto por una lona dorada pintada con estrellas. Unas letras brillantes rezan:
El Gran Barantán. Se arreglan espaldas, se sacan muelas, se remedian impotencias y se lee el futuro
.

Al fin y al cabo, el futuro allí depende de lo que decida el Gran Barantán. Mientras aprieta los garbanzos entre los dedos y trata de hacer malabares, su discípulo Ulma Tor masculla maldiciones y rumia atroces venganzas. Por desgracia, es harto improbable que pueda llevarlas a cabo. Si en aquella catástrofe postrera que destruyó el Bardaliut hubiera sido él quien hubiese absorbido la syfrõn de Kalitres, alias Gran Barantán, muy distintas habrían sido las cosas. Para su desgracia, fue Kalitres quien se le adelantó y lo engulló a él. ¿Cuándo y dónde se había visto que una syfrõn devorara a un Tíndalos depredador?

Pero así ha ocurrido, y a Ulma Tor no le queda más remedio que resignarse. El problema es que la resignación no está en su naturaleza. Por más que hierva de cólera no puede hacer nada, pues todo el poder que un día poseyó no le sirve aquí. El interior de una syfrõn es un pequeño universo con sus propias leyes físicas, y las de este universo son muy sencillas:

«El Gran Barantán es todopoderoso y omnisciente. Ulma Tor es una boñiga de cabra secada al sol.»

—¡Ah, mi querido discípulo! —dice el hombrecillo mientras arranca el otro muslo del faisán—. ¡Cuánto echaba de menos tu compañía! Verás cuánto puedes aprender de mí y lo mucho que vas a disfrutar en mi castillo. Tenemos por delante mucho, mucho tiempo.

Mientras ocupó un cuerpo de hombre, Ulma Tor nunca se dejó contaminar por las débiles pasiones humanas. Ahora, sin embargo, lágrimas saladas como gotas de mar ruedan por sus mejillas. Pues conoce bien a Kalitres el Kalagorinor, el que se hace llamar mago, médico, algebrista, poeta, escritor y excelso amante, y sabe que va a seguir atormentándolo por el resto de la eternidad.

Un filósofo Ritión dijo una vez que el infierno no existe. Pero ese filósofo no conocía al Gran Barantán.

EPÍLOGO 2

M
e llamo Kratos, Kratos May.

Ésta ha sido la última noche del año 1002 de Tramórea, y acaba de amanecer el 1 de Zenordanil del año 1003.

Anoche las lunas volvieron a brillar juntas por segunda vez desde que los dioses las apagaron. Al principio no pude evitar ciertos escalofríos al presenciar la conjunción, pero no sucedió nada. Es un espectáculo bellísimo, que durante muchos años no supe apreciar. Uno sólo valora lo que pierde. Nosotros perdimos las lunas del firmamento, y las noches se volvieron oscuras y amenazadoras. Ahora vuelven a lucir en las alturas, marcándonos el tiempo.

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