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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (81 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—Mi señor Tubilok, he venido a servirte de nuevo y a deshacer equívocos del pasado. —Ziyam, que ya no era Ziyam, miró a Mikhon Tiq y sonrió, o más bien trató de sonreír—. Veo que está aquí el aprendiz de brujo. Ya te dije que un muchacho de ojos tan bonitos no debía meterse en peleas de hechiceros, cuanto menos de dioses.

¡Ulma Tor! ¿Cómo había acabado dentro del cuerpo de esa mujer? Mikhon Tiq extendió un zarcillo de su syfrõn para tantear a su alrededor con mucha cautela. Respiró un poco más tranquilo. Alrededor de Ziyam se captaba una vibración que indicaba un poder aletargado, pero era muy inferior al aura que en otras ocasiones había percibido cerca de Ulma Tor. Algo le había ocurrido que menoscababa sus fuerzas.

—Te recuerdo, Ulma Tor —dijo Tubilok—. Y mi recuerdo de ti no es dulce como la miel. Para empezar, te dirigirás a Mikhon Tiq con respeto.

—Así haré, mi señor. Por supuesto. —Ziyam inclinó la cabeza con torpeza. El control imperfecto que Ulma Tor ejercía sobre su cuerpo sugería que, en efecto, estaba muy debilitado.

No obstante, pensó Mikhon Tiq, debía ser precavido. Incluso el más débil puede hacer daño sirviéndose de una lengua venenosa.

Tubilok volvió a hablar.

—Dijiste que querías ayudarme, criatura multiforme que ahora ocupas ese cuerpo de mujer. Declara, pues, en qué consiste esa ayuda.

—Es algo muy sutil. Existe un arma forjada por Tarimán cuya misma existencia se te escapa.

—¿De qué estás hablando? Te he dicho que te expliques, y balbuceas palabras sin sentido.

Mikhon Tiq suspiró. Tarde o temprano, Taniar o Ulma Tor conseguirían que Tubilok comprendiera lo que le querían decir. Si el rey de los dioses lograba librarse de aquel peculiar bloqueo que cegaba su mente para todo lo relativo a
Zemal
, le debería el favor a la diosa de la guerra, cosa que a Mikhon Tiq no le convenía, o a Ulma Tor, lo cual podía resultar directamente desastroso.

En cualquier caso, Tubilok se acabaría enterando de que había un arma diseñada específicamente contra él. Era mejor que ese favor cayese en el haber de Mikhon Tiq. La única vez que ambos hicieron el amor, el joven había explorado sutilmente la actividad magnética que emanaba del cerebro de Tubilok. Sin penetrar en su mente, algo a lo que no se atrevía, había estudiado el patrón externo y había encontrado una peculiar anomalía, que para la percepción de su syfrõn resaltaba como un hilo azul en un tapiz amarillo. Ahora comprendía de qué se trataba y quién era el tejedor que había cosido aquel hilo.

Lo siento, Derguín
, pensó.

—Mi señor...

Tubilok se volvió hacia él.

—Espero que tú me digas algo sensato, Mikhon Tiq. Llevo aquí un tiempo demasiado largo oyendo cosas que no tienen sentido.

—Si me lo permites, yo puedo hacer que lo cobren. Tan sólo tienes que dejar que ponga las manos sobre tu cabeza.

El yelmo oscuro giró hacia Taniar.

—Vete de mi presencia, diosa de la guerra. Ya te haré llamar.

—Cuando tú lo desees, mi señor —dijo ella, y se retiró flotando hacia atrás como podría haberlo hecho el mejor cortesano de Pashkri.

Sólo cuando Taniar abandonó la sala de control, Tubilok se despojó del yelmo.
Aunque pueda regenerar sus heridas, teme al láser
, pensó Mikhon Tiq. Si era posible algo así en un dios, tenía cara de cansancio.

No le extrañó. Aparte de que Tubilok estaba explotando su mente al extremo, desconfiar siempre de todos era agotador. Mikha lo sabía por propia experiencia.

—Serán unos segundos nada más, Tubilok. —Ahora que Taniar se había ido, Mikhon Tiq no tenía por qué mantener las apariencias. De hecho, quería que Ulma Tor supiera que él y sólo él llamaba al rey de los dioses por su nombre.
Ándate con mucho cuidado, nigromante
, se dijo.
El muchachito de los ojos lindos ha espabilado
.

Y era el mismo Ulma Tor quien le había ayudado a despertar al dejarlo encerrado en su syfrõn, lo que había obligado a Mikhon Tiq a explorar sus más recónditos rincones.
Qué paradoja que tú, mi enemigo, me hayas hecho más fuerte
.

Levitó suavemente hasta ponerse a la altura del rostro de Tubilok. Los ojos de ambos se encontraron. Mikhon Tik trató de infundir a su mirada calor y confianza. El dios loco esbozó una sonrisa.
Está asustado
, pensó. En el fondo él mismo debía darse cuenta de que había algo dentro de su mente que no podía controlar, un vacío que no acababa de captar y al que sólo se acercaba en rodeos. Algo así tenía que dar miedo por fuerza. El problema de un sistema como la mente humana —o divina— estribaba en que era incapaz de estudiarse, diagnosticarse y repararse a sí mismo. Una incompletitud propia de este universo y de muchos otros que no afectaba a las entidades del Onkos.

Bajo la mirada hostil de Ulma Tor a través de los ojos de Ziyam, Mikhon Tiq posó las manos en las sienes del dios. Esta vez tampoco penetró en su mente. Detectada la anomalía, era sencillo repararla. La corriente que necesitó el joven Kalagorinor para ello podría haberla obtenido frotando durante un rato una barra de ámbar contra la manga de su túnica.

Cuando terminó, se apartó unos metros. Ignoraba cuál podía ser la reacción de Tubilok.

—¡Ese bastardo ha estado siempre conspirando contra mí, incluso cuando fingía amistad! —exclamó. Al parecer, la comprensión y los recuerdos habían entrado en su mente como un maremoto—. ¡Pero se acabó! Aquel que intenta descansar mientras recorre los senderos de la traición ignora que pisa arenas movedizas que en cuanto se detiene lo engullen.

Qué gran verdad
, pensó Mikhon Tiq. Una vez que uno cometía la primera traición, era imposible detenerse.

Tubilok se volvió hacia Ulma Tor.

—Tu información ya es irrelevante. Te quedarás aquí por el momento, hasta que decida qué hacer contigo.

—Pero mi señor Tubilok...

Seguramente Ulma Tor había intentado que las palabras de Ziyam sonaran a protesta o exclamación, pero de aquellos labios resecos y exangües sólo brotó un gemido átono. Tubilok levantó la mano, y el cuerpo de la mujer voló hacia atrás y entró en el sarcófago médico con cierta brusquedad. La tapa se cerró con un sonoro chasquido.

Tubilok hizo ademán de ponerse el casco, pero antes de hacerlo se volvió hacia Mikhon Tiq y le dijo:

—¿Podrás creer que hace dos días estuve en la fragua de ese traidor y le vi forjando una espada, y él se rió de mí en mis narices? Sólo ahora lo recuerdo, como recuerdo también a aquel mortal que partió en dos mi lanza.

Por fin se caló el yelmo. La visera se iluminó formando tres ojos tan rojos como los que había perdido, y los cuernos que lo decoraban a modo de penacho se agitaron como serpientes.

—Pero los días de Tarimán se han terminado. ¡Me corrijo a mí mismo! Sus días acaban de empezar. Su alma penará por toda la eternidad en la prisión de mi lanza y el intelecto del que tanto alardea trabajará para mí como un vulgar ábaco.

»Sólo por vengarme de esa sabandija merece la pena perder una hora de cálculos. ¡Es hora de visitar Agarta de nuevo!

—¿Me vas a llevar contigo? —preguntó Mikhon Tiq.

Tubilok asintió.

—No voy a cometer el error de subestimar dos veces a ese zorro viejo. Tú contribuirás con tu percepción y tu inteligencia. Ya he avisado a Anfiún. Él pondrá la fuerza bruta.

SUBSUELO DE DHAMARA

A
l principio, se habían tomado a broma descender al centro de Tramórea por una escalera. Después incluso Ahri se había aburrido de llevar la cuenta de los peldaños. Cuando dejó de hacerlo, llevaba doce mil trescientos cincuenta. Y ni tan siquiera habían llegado a la mitad del descenso.

Tal como les había indicado la diosa Taniar, el acceso a esa escalera se hallaba en la base de la Torre de Sangre; ésta se había construido mucho después precisamente en el lugar donde, según la tradición, se encontraba una puerta al inframundo. Para entrar, Derguín había tenido que ejecutar su propia magia. Ahora le divertía pensar en ello así: había pronunciado una orden en clave y después, al materializarse en el aire una pantalla virtual, había pulsado una serie de números que para los demás resultaban ininteligibles, pues los guarismos que se utilizaban en Tramórea eran muy distintos de los que usaban los dioses en la época en que construyeron el planeta artificial.

Al ver cómo invocaba aquel conjuro y conseguía que se abriera una trampilla en lo que parecía roca viva, todos lo miraron con más respeto. Derguín procuró parecer incluso más misterioso, pensando que si los demás, Invictos y Noctívagos mezclados, creían que el Zemalnit poseía poderes mágicos estarían más dispuestos a seguirlo a lo desconocido. Tan sólo su medio hermano había contemplado el presunto hechizo con una sonrisa desdeñosa.

A su pesar, habían dejado los caballos sueltos en las cercanías de la Torre de Sangre. Con ellos se había quedado
Riamar
. Derguín se habría sentido mucho más seguro cabalgando a la batalla, a cualquier batalla, con él. Pero la escalera era angosta y empinada, y también inacabable. A decir verdad, no parecía tan siquiera obra de los dioses. Taniar les había explicado que ese acceso se había construido para labores de mantenimiento de otros conductos que ellos no podían utilizar; al menos, si querían seguir vivos.

—Adiós,
Riamar
—dijo Derguín, acariciando la cabeza del unicornio junto a la Torre de Sangre—. Espero volver pronto y salir por este mismo sitio. ¿Me esperarás?

Riamar
asintió con la cabeza.

—Qué tonterías digo. Siempre sabes dónde estoy y apareces cuando lo necesito. A veces pienso si tú no serás también... —Derguín le acarició el cuello, y notó pelo, carne y tendones vibrantes—. No, es una tontería.

Gracias al unicornio, había podido atravesar uno de los puentes que cruzaba el Abismo Negro en tres horas. Otro caballo habría necesitado una jornada entera, y habría quedado reventado. Aun así, Derguín había perdido un tiempo precioso en Tártara. Cuando emprendieron el descenso a Agarta, ya era la noche del 26. En dos días, las lunas entrarían en conjunción. Togul Barok se lo había reprochado con acritud.

—Por intereses personales nos has tenido esperando más de dos días. Si quieres ser un caudillo de hombres, debes aprender a pensar con la cabeza y no con la entrepierna.

La misma entrepierna a la que tú le has dado gusto con una diosa
, pensó Derguín. Pero prefería evitar enfrentamientos con el emperador. No sólo tenía en su poder media lanza de Prentadurt, sino que disponía de ciento diez soldados capaces de entrar en aceleración. Ahora que les había revelado el secreto de la cuarta y la quinta, esa unidad valía por mil hombres. Como enemigos supondrían un grave problema para Derguín, pero como aliados podían significar la diferencia entre el triunfo o el fracaso.

—En Tártara también buscaba respuestas. Esa ciudad posee una ciencia que podría habernos ayudado contra los dioses.

—Tú lo has dicho, hermano. Podría. Pero lo cierto es que has vuelto con las manos vacías y ahora nos será muy difícil llegar a tiempo a nuestra cita. Por tu culpa.

Derguín agachó la cabeza y no respondió. Ciertamente, se sentía culpable. Por otra parte, saber que Neerya y, sobre todo, Ariel se hallaban a salvo compensaba esa desazón. Meditó en lo asombrosa que era la paternidad: en un platillo ponía la vida de Ariel y en el otro el destino de todo el mundo, y le parecía que la balanza estaba equilibrada. Una conducta irracional, pero de la que no pensaba renegar.

Los Noctívagos bajaban por delante, marcando el paso de todos los demás. Eran jóvenes y fanáticos de su emperador, estaban convencidos de que tenían un destino que cumplir y de que la muerte era el mejor premio para su valor, y no conocían el cansancio. Detrás de ellos venían los veinte Invictos del
Karchar Gris
, rezongando entre dientes. Llegado el momento de la batalla eran valientes y disciplinados como el que más, pero hasta entonces tendían a remolonear. Y, salvo cuando la arenga previa a la batalla y unos sorbos de vino enardecían sus corazones, veían los asuntos de la guerra con cierto cinismo.

Con ellos bajaban Ahri y Aidé. El Numerista no era el hombre más belicoso del mundo, pero sabía combatir y, aunque sus tareas fueran más administrativas que tácticas, poseía rango de capitán en la Horda.

Sin embargo, llevar con ellos a Aidé era una carga que atormentaba a Derguín. Si Kratos había sobrevivido y a Aidé le ocurría algo malo... Prefería no pensar con qué cara podría darle aquella noticia. La joven, para colmo, estaba embarazada. Ella se lo había ocultado a todos los demás, excepto a Ahri. Lo cual significaba que Ahri se lo había contado a Derguín en uno de sus típicos lapsus.

—Sabía que ese bocazas no iba a mantener el secreto —dijo Aidé cuando Derguín le preguntó qué tal se encontraba. Ahora que tenía una hija, sentía un interés insólito por los embarazos.

—Entonces, ¿por qué se lo contaste? Tú le conoces tan bien como yo.

Ella meneó la cabeza. Hablaban casi sin mirarse, pendientes de los escalones. Llevaban muy pocas luces para todos, así que bajaban casi en tinieblas. Por suerte, los peldaños eran tan regulares que los pies se acostumbraban a calcular solos las distancias. Veinte escalones, rellano, giro a la izquierda. Veinte escalones, rellano, giro a la izquierda. Siempre era igual.

—Tú no lo entiendes —respondió Aidé—. Eres un hombre.

— Él también lo es.

—No me refiero a eso. Para una mujer, es muy difícil no poder hablar de cómo te sientes, y menos estando embarazada. Además...

La joven se mordió el labio.

—¿Además qué?

—Tuve una discusión terrible con Kratos. Ni siquiera nos despedimos. Pero no podía soportarlo, y por eso me disfracé y cabalgué con los demás, aunque podría haberme provocado una hemorragia y perder al bebé. ¡Si supieras lo mal que me sentía durante el viaje, viéndolo todos los días, sin poder acercarme a él para hablarle! Dioses, y en el barco era peor. Estaba tan triste sabiendo que viajaba en otro barco y ya no podía verle... Perdona, no creo que te importe ni que lo entiendas.

—Claro que me importa —dijo Derguín. Y además lo entendía. Durante meses había estado cerca de Neerya, muriéndose de deseo y sin poder tocarla por temor a la venganza de Tríane. Cuando llegó el momento en que se confesó a sí mismo que estaba enamorado de ella, la conjura de Agmadán los había separado. Y ahora, cuando por fin se reunían de nuevo y nada impedía que se amaran, ella se encontraba lejos, tras una barrera que la aislaba del resto del mundo, tal vez para siempre.

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