Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
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ratos no había bajado de la montaña al día siguiente. No era hombre que incumpliera su palabra, lo que hizo cundir entre los Invictos, y también entre las Atagairas de Kalevi, el temor de que le hubiera ocurrido algún percance. No parecía imposible, porque incluso desde la llanura se apreciaba que los riscos de la montaña eran abruptos y hostiles, mal lugar para pasar una noche tan oscura como las de Agarta.
Tal como él les había ordenado, al amanecer del segundo día se pusieron en camino. «Yo os alcanzaré», les había dicho a sus oficiales. De modo que Abatón ordenó que todos formaran de nuevo y emprendieran la marcha hacia aquella infinita columna blanca que se alzaba ante ellos uniendo la Tierra de Abajo con el Reino Celeste.
—Tranquilo, chaval —le dijo Gavilán a Darkos—. Algo debe tener entretenido a tu padre, pero recuerda que ha salido de muchos aprietos. Y lo que es casi mejor, también nos ha hecho salir a nosotros.
Darkos no decía nada, pero volvía la mirada constantemente a la montaña. No la habían dejado atrás del todo, ni la dejarían. El Martillo del Dios, la estribación más septentrional de la estrella, se extendía como una larga garra en paralelo a la calzada que seguían, hasta juntarse unos kilómetros más allá con el puente de Kaluza.
El puente lo empequeñecía todo y hacía que uno fuese dolorosamente consciente de su propia insignificancia. Pero lo que empezó a encoger el corazón de Darkos estaba más al oeste. Los batidores de la Horda, que se adelantaban a caballo a los demás para volver a informar en un flujo constante, dijeron a sus compañeros que por allí habían divisado otra columna de marcha mucho más larga que la suya. Pronto pudieron distinguirla a simple vista. Era un ejército que avanzaba perpendicular a ellos y que poco a poco ocupaba posiciones en la llanura, al pie del puente de Kaluza.
—¿Cuántos pueden ser, Gavilán? —preguntó Darkos.
—Los suficientes para que nos divirtamos antes de cenar —contestó el veterano Ambladión. Con esa humedad, sus cabellos negros, normalmente erguidos como las púas de un erizo, le caían a los lados tristes y lacias; pero él no perdía el ánimo.
—El chico ya tiene edad y redaños para recibir una respuesta sincera —dijo Gavilán—. Yo diría que hay más de cuatro mil y menos de seis mil.
—Desde la batalla del Kimalidú, si no me enfrento contra los enemigos de cien mil en cien mil siento como si me faltara algo —dijo el joven Jisko.
—A ti siempre te ha faltado algo —respondió Gavilán—. Pero tranquilo, ese algo sólo es necesario cuando tienes mujeres delante.
—¡Qué casualidad! ¿Pues no resulta que tú mismo dices que hay más de cuatro mil ahí enfrente?
El corneta que acompañaba a Abatón tocó la orden de alto, seguida de la de formar en orden de batalla. Darkos tragó saliva.
—Tranquilo —le dijo Gavilán—. Todavía estamos demasiado lejos de ellas. Cuando se tiene al enemigo a la vista siempre hay que desplegarse como si se fuese a combatir al minuto siguiente. Pero, mientras tu padre se decide a venir con esa arma de los dioses que dice que le estaban fabricando, nosotros tenemos otra arma secreta.
—¿Cuál? —preguntó Darkos.
—Urusamsha —contestó el veterano capitán, guiñándole un ojo—. Eres demasiado joven para que te diga lo que ese hombre puede hacer con su lengua. Cuando termine, la tal Teanagari la Grande comerá en nuestra mano. Yo mismo le recomendé a tu padre que ahorcara a ese bribón indeseable, pero ahora nos va a venir muy bien. ¡Ya decía mi madre que nunca hay que tirar nada!
Abatón y Kalevi habían decidido que, puesto que sólo disponían de ciento treinta cabalgaduras, las Atagairas se convertirían en la caballería de aquel pequeño ejército. De ese modo aún quedaban a pie sesenta y siete guerreras, que se plantearon en el flanco izquierdo junto a los casi setecientos soldados de la Horda. Toda la infantería se desplegó en una formación que de falange tenía sólo el nombre, pues para poder extender la fila y cubrir un mínimo de frente las filas se reducían a cuatro hombres de fondo.
Allí ya no había
fogosos
ni
verdugos
. En aquella falange formaban hombro con hombro soldados de infantería de choque junto a jinetes de caballería ligera y pesada, y también guerreros armados con los temibles arcos de tejo y fresno que habían causado estragos entre los Primevos del Martal. Estos arqueros, cincuenta, se apostaron en la última fila, desde donde podrían disparar sus flechas mientras la batalla no se trabara cuerpo a cuerpo. Después compartirían el destino de sus compañeros.
Aquellos hombres de tan abigarrada procedencia, escogidos para la expedición por ser buenos jinetes, por su resistencia física o simplemente por azar, no componían una unidad tan compenetrada en el combate como las compañías de la Horda. Pero, mientras aprestaban las armas, Darkos vio en sus miradas una determinación sombría. Había pasado la hora de las chanzas y las quejas. Se acercaba el breve momento en que aquellos soldados de fortuna debían ganarse, una vez más, su renombre como Invictos.
—Vamos, muchacho —dijo Gavilán—. Yo te ayudaré a armarte y tú me ayudarás a mí.
El capitán, por encargo expreso de Kratos, no se separaba de él ni de Linar, que seguía sentado y atado a las angarillas del caballo que lo transportaba. El Kalagorinor había recuperado buena parte de su color y su piel ya no parecía ópalo translúcido, pero no daba señales de vida.
¿Dónde están los magos cuando se les necesita?
, pensó Darkos. Ahora dejaron a su montura en la última fila, custodiada por dos arqueros.
Hasta entonces se habían librado de usar las grebas. Ahora todos se las ajustaron sobre las espinillas. Por debajo del escudo, las piernas quedaban desprotegidas, un blanco demasiado apetecible para el enemigo. Bastaba un lanzazo de refilón para dejar fuera de combate a un soldado, lo que suponía un imperdonable desperdicio de recursos.
Tras ponerse las grebas, Darkos dejó que Gavilán le cerrara las hebillas que ajustaban la coraza a la espalda.
—Recuerda, Darkos —dijo Gavilán—. ¿Por qué sólo llevamos placas de hierro en el pecho?
—¡Porque la Horda nunca da la espalda a los enemigos! —dijo el muchacho, tratando de sonar aguerrido. Por desgracia, le salió un gallo en la
i
de «enemigos» que arruinó el efecto.
Dio un par de brincos en el sitio para comprobar que la coraza estaba bien ajustada. El peso era incómodo, pero al mismo tiempo confería una sensación de fuerza e invulnerabilidad de la que le había hablado su padre. El hecho de ponerse las armas era excitante en sí, y preparaba el cuerpo y el espíritu para la batalla tanto como los frascos de vino que corrían por las filas.
—Bebe —le dijo Gavilán—. Pero da un par de tragos, no más. Eres demasiado joven y una cosa es que el vino te enardezca el ánimo y otra que cargues contra el enemigo haciendo eses.
En ese momento Abatón pasaba por delante de la primera fila pasando revista, y por su voz y sus andares parecía que él no había seguido el consejo de Gavilán. Cuando Darkos así se lo dijo, el capitán respondió:
—Lo de Abatón es distinto. Si no fuera a la batalla borracho como una cuba, es cuando empezaría a preocuparme.
Darkos cerró la coraza de Gavilán. Aunque lo hizo con sumo cuidado, los hombros del capitán se contrajeron varias veces, y su cara se deformó en un rictus de dolor. Pese al bálsamo que se aplicaba todos los días, sus quemaduras no estaban del todo curadas. En circunstancias normales, se habría quedado en la retaguardia. Pero hoy no había retaguardia. Como él mismo había dicho: «¿Cuándo hay circunstancias normales en la Horda?».
Después, ambos se ajustaron los cascos de bronce, sin bajar todavía las carrilleras. La ventaja del sol de Agarta era que no calentaba el metal aunque cayera de plano. Con todo, el muchacho notó cómo la cofia almohadillada que amortiguaba el contacto del yelmo se le empapaba de sudor.
De vez en cuando estiraba el cuello para atisbar entre los hombros de los soldados, pues lo habían colocado en la tercera fila, que parecía el lugar menos peligroso. El ejército de la reina Teanagari ya se había desplegado del todo. De entre sus filas venía un jinete.
Una
jinete, se corrigió Darkos. En la hueste enemiga todas eran mujeres.
—Oh, oh —dijo Gavilán—. Aquél no es el caballo que se llevó Urusamsha.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Darkos.
—Que tenemos malas noticias.
La guerrera, montada sobre un soberbio unicornio negro cubierto con un petral amarillo, llegó a unos cincuenta metros de sus filas, les arrojó algo envuelto en una bolsa y volvió grupas sin decir palabra. Abatón envió a un soldado a recoger el objeto. Cuando se lo dio, Darkos no pudo ver de qué se trataba por más que se puso de puntillas, pero se oyeron murmullos de furia y consternación.
En una falange tan pequeña, el rumor les llegó en unos instantes.
—Le han cortado la cabeza a Urusamsha —decían.
Los mismos que habían motejado a Urusamsha de todo lo motejable por engañar a la Horda y estafarles la paga se lamentaban ahora y juraban vengar su muerte. Abatón ordenó al trompeta que diera el toque de «Avanzar a línea de batalla».
—¿Qué pasa ahora? ¿Vamos a combatir ya? —preguntó Darkos. De pronto le dolía el vientre y notaba que una garra de hielo le había encogido los testículos al tamaño de dos canicas.
—No, todavía no, y eso no quiere decir que lo hagamos —respondió Gavilán—. Simplemente nos acercamos a una distancia cómoda.
—¿Hay una distancia cómoda cuando se está delante de los enemigos?
—Claro que sí. La suficiente para poder cargar contra ellos sin llegar con la lengua fuera.
Marcharon marcando el paso por infundirse valor y robarlo del corazón de las adversarias. Cuando la trompeta tocó «Alto», todos contaron hasta cuatro y al llegar al último número dieron un pisotón que retembló en la llanura.
Aunque a Darkos le habría gustado que retumbara al menos el triple de fuerte.
Aguantaron así durante un largo rato, a unos setecientos metros del ejército de Teanagari. Era lo bastante cerca como para distinguir muchos detalles. Sobre todo, los colores de los batallones: violeta, azul, verde, amarillo, blanco, naranja y rojo. El amarillo estaba en el centro. Allí, un enorme estandarte con un águila dorada señalaba la posición de la reina, justo al pie de una almenara como las que habían visto por el camino.
—Cuando forme con más batallones —preguntó Jisko—, ¿creéis que repetirán colores?
—No lo sé —respondió Ambladión—. Soy un hombre, yo sólo sé distinguir tres o cuatro.
Hablando de colores, el sol llevaba un rato naranja. Era la hora de más calor, y la pasaron a pie firme en la llanura. Abatón había dado orden de que bebieran agua en abundancia. Él se aplicaba el mismo cuento con el vino.
Por delante ya no enviaban exploradores, pues tenían bastante claro lo que había en esa dirección. Pero los que galopaban por la calzada hacia el sur no tardaron en regresar con malas noticias.
—¡Viene otro ejército! —exclamó el batidor, mientras rodeaba las filas para informar a Abatón.
—Un chico discreto —comentó Ambladión.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Darkos. En Malabashi habrían visto una columna de polvo a lo lejos delatando la posición de las tropas, pero allí el suelo estaba demasiado húmedo. No obstante, entrecerrando los ojos le pareció ver una línea oscura que se extendía entre los bosques que rodeaban la calzada.
—¿Pues qué va a pasar? —dijo Gavilán—. Que nos han rodeado. Podéis elegir, amigos Invictos: vamos a combatir o vamos a combatir.
La trompeta tocó «Armados para el combate». Antes de embrazarlo, Darkos giró el escudo de roble y contempló el narval de bronce clavado al fondo rojo. Después lo levantó, pasó el brazo por la argolla central y asió con fuerza las cuerdas que rodeaban la concavidad inferior. Su mano derecha apretó la lanza de tres metros. En Nikastu las había el doble de largas, pero no les habían parecido prácticas para la expedición.
—Me suda la mano —se lamentó, temiendo que el astil le resbalara en el momento más inoportuno.
—No te preocupes —dijo Gavilán—. Por muy fina y blanca que sea la piel de esas Atagairas, a ellas también les suda.
Darkos se adelantó un poco, aprovechando que había al menos metro y medio entre hombre y hombre, y observó a su izquierda. Las Atagairas de Kalevi habían embrazado sus propios escudos y miraban hieráticas al frente. ¿Qué pensarían al combatir contra hermanas de raza en una tierra extraña?
Como si hubiera leído la última parte de su pensamiento, Jisko comentó:
—Qué lugar tan raro para morir.
Gavilán le contestó:
—Recuerda, soldado. Cualquier suelo es la patria de un valiente.
—¡Cualquier suelo es la patria de un valiente! —repitió Ambladión, que formaba justo delante de Darkos.
—¡Cualquier suelo es la patria de un valiente! —corrió por las filas, y de forma espontánea se convirtió en el santo y seña del día. Aunque, teniendo en cuenta que sus adversarias eran todas mujeres y ataviadas con armaduras vistosas como el arco iris, era dudoso que confundieran amigos con enemigos incluso en el fragor del combate.
Darkos comprendió que llegaba el momento. Abatón paseó por delante de la primera fila y con una voz ronca y poderosa dijo:
—¡Invictos! No soy hombre de grandes discursos. Todos me conocéis desde hace muchos años. Mis principios son muy simples, no los aprendí en ninguna academia de la guerra. Como podéis comprobar, tenemos enemigas delante y enemigas detrás. Si esperamos aquí, nos apisonarán como a hormigas.
»Me estoy haciendo viejo y duro de mollera y olvido las cosas. Sé que nuestro gran general, Hairón el Zemalnit, tenía un consejo para estas ocasiones, pero no lo recuerdo bien. Refrescadme la memoria, Invictos. Veamos qué decía. En caso de duda...
—¡Ataca! —respondieron al unísono los Invictos. Darkos no había oído nunca aquel lema, pero a la siguiente vez lo repitió con tanta fuerza como los demás.
—¡En caso de duda! —rugió el tuerto Abatón, levantando la lanza sobre su cabeza.
—¡¡Ataca!!
—¡¡Y en caso de duda!!
—¡¡¡A
TACAAAA!!!
—¡¡C
ARGAAAD
, I
NVICTOS
!!
Abatón se dio la vuelta y empezó a trotar, un poco adelantado a los demás. Todos lo siguieron, conteniendo a las piernas, que querían seguir los alocados latidos del corazón. Había que dosificar las fuerzas, reservarse como caballos de pura sangre que sólo deben entregarlo todo al llegar a la meta.