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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (90 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—¡Los caballos no atacan una formación cerrada! —le dijo el soldado que ahora tenía a su derecha—. ¡Aguanta!

—¿Y los unicornios? —preguntó Darkos. La punta de su lanza temblaba como una caña de pescar cuando pica un pez grande.

El prado retumbaba bajo los cascos de aquellos corceles. Cargaban con un trote pausado, grandes y oscuros como nubarrones de tormenta. Las guerreras que los montaban levantaron sus jabalinas sobre los hombros, dispuestas a lanzarlas. Estaban a menos de quince metros.

—¡Aguanta, chaval! ¡Aprieta el culo y aguanta! —insistió el soldado.

Entonces, como suele ocurrir en el caos y el frenesí de la batalla, ocurrió lo imprevisto.

Se oyeron agudos silbidos en el aire. La mujer que embestía al frente de la cuña gritó y levantó los brazos. Del pecho le salía más de medio metro de lanza. Sin querer, la Atagaira tiró de las riendas de su unicornio, que se revolvió hacia un lado y recibió el topetazo de la cabalgadura que venía detrás. Ambos animales cayeron en un alboroto de patas y petrales, y sus jinetes rodaron por el suelo.

Detrás de ellas se había desatado un caos parecido. Había lanzas asomando de los cuerpos de las guerreras y también de sus monturas, atravesándolos como si fueran flechas arrojadas por una catapulta.

Después vinieron las sombras negras. Se movían entre los corceles como fantasmas oscuros arrastrados por un torbellino, y a su paso mujeres y unicornios caían fulminados. Por el aire volaban manos, cabezas, los animales se desplomaban con los remos cercenados, todo a tal velocidad que la vista apenas podía seguirlo.

Eran hombres, sí, no espíritus. Darkos había visto a su padre y a Derguín moverse muy rápido, pero estos guerreros los superaban.

—¡Ahri! ¡Las aceleraciones que buscaba! —gritó Darkos, comprendiendo de súbito que aquellas Tahitéis de las que habló el Gran Barantán no eran un mito, que sí existían.

—¿Qué estás diciendo, chaval?

La carga de caballería era ya crónica del pasado. Habían caído cientos de guerreras, como si un huracán hubiera soplado sobre un bosque tronchando y derribando todos los árboles a su paso. Las supervivientes huyeron, cada una donde su criterio le daba a entender. Aquellas siniestras figuras negras que dejaban borrones en el aire se materializaron frente a Darkos. Entre ellas se veía una luz brillante que conocía muy bien y que le hizo levantarse y dar un brinco de alegría.

Los fantasmas se habían convertido en soldados ataviados con corazas y uniformes negros, armados tan sólo con espadas de Tahedo. Durante un momento se detuvieron, formando dos filas de cuarenta o cincuenta hombres, y al salir de la aceleración fue como si se hubieran vuelto a materializar en el mundo de los humanos.

Delante de ellos había un hombre muy alto, casi un gigante, vestido también de negro y armado con una lanza roja que parecía demasiado corta para su estatura.

Y a su lado, protegido con aquella siniestra armadura erizada de crestas y pinchos, estaba el Zemalnit, Derguín Gorión.

Y el arma que empuñaba en ambas manos sobre el hombro derecho era otra vez
Zemal
, la auténtica Espada de Fuego.

—¡Invictos! —gritó Derguín, con la voz amplificada y deformada por el yelmo—. ¡Abrid las filas y dejad que cortemos la hierba para vosotros!

Gavilán comprendió, y dio órdenes a toda velocidad, pero los soldados de la Horda ya se abrían a ambos lados, apretándose y empujando para dejar un pasillo.

El gigante levantó la lanza sobre su cabeza y gritó:

—¡Noctívagos, con vuestro emperador! ¡Ahritahitéi!

De nuevo los soldados se convirtieron en borrones. El gigante, que no podía ser sino el legendario Togul Barok, pasó corriendo junto a Darkos a más de cien kilómetros por hora, haciendo silbar el aire a su paso. A medio metro de él cargó el Zemalnit, y detrás de él los llamados Noctívagos. Entraron como una tromba por el hueco que les habían abierto y se arrojaron sobre las filas enemigas. Fue como ver un maremoto embistiendo contra un embarcadero de madera.

—¡Ahritahitéi! —exclamó Darkos, apoyando el escudo en el suelo—. ¡Ahritahitéi!

—¿Qué quieres decir, muchacho? —le preguntó Gavilán.

—¡Que Ahri es un genio! ¡Al final encontró los números!

En ese momento fue cuando el dios pasó volando sobre sus cabezas.

Anfiún volvió a lanzarse en picado. Cuando estaba a unos cinco metros del suelo, corrigió su trayectoria y voló rasante y reduciendo la velocidad hacia la retaguardia del ejército de Kratos. Éste seguía aferrado como podía al brazalete el dios, temiendo que lo soltara sobre las lanzas de los enemigos. El aire silbaba en sus oídos. Pasaron sobre un montón de bultos apilados en el suelo. Provisiones e impedimenta, pensó por un instante, pero se olvidó de aquel detalle enseguida.

A la derecha cabalgaban las amazonas de la reina, formando una punta de flecha que iba a embestir en oblicuo contra la retaguardia de los suyos. Los Invictos de la infantería pesada podían repeler cualquier carga de caballería, pero la fila que veía Kratos ahora se hallaba tan quebrada y ondulada como el cuerpo de una serpiente, y muchos de esos hombres, le constaba, eran arqueros y jinetes que no estaban acostumbrados a resistir formando una muralla de escudos y apretando los dientes.

Algo extraño ocurrió en aquella cuña de jinetes. De pronto volaron proyectiles oscuros a una velocidad imposible, que causaron estragos instantáneos entre las Atagairas y abortaron la carga. Era como si una plaga repentina se hubiese desatado entre ellas. A los proyectiles les siguió un grupo de soldados que se movían mucho más rápido que los unicornios a los que perseguían y desjarretaban al pasar.

Están en Tahitéi
, comprendió. ¿De dónde habían salido? ¿Era acaso otra extraña raza de Agarta, guerreros que dominaban como rutina los secretos que sólo se revelaban a los Tahedoranes después de muchos años de estudio y prácticas?

Ese brillo
, pensó. Una línea de fuego se movía como un relámpago, barriendo en un arco de destrucción de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. A su paso sólo quedaban cuerpos caídos y miembros cortados.

Es Derguín
, comprendió.

Pasaron por encima de aquellos hombres y de los Invictos, y después de Atagairas con armaduras amarillas que levantaban las manos y señalaban a su paso. Volaban tan bajos que Kratos tuvo que encoger las piernas para no toparse con ninguna lanza. Iban directos a la atalaya.

Rozaron las cabezas de mujeres que debían ser burócratas y funcionarias, y también de varones que huían espantados. El pie de Kratos golpeó el yelmo de una mujer ataviada con una armadura dorada y le arrancó una de las alas que lo adornaban.

El dios frenó casi de repente en el aire y lanzó el brazo adelante. Kratos trató de aferrarse, pero salió disparado como el proyectil de una catapulta. Pasó entre los postes que sostenía la atalaya, y milagrosamente no se abrió la cabeza contra ninguno de ellos.

Mientras volaba entró en Urtahitéi. Todo se hizo mucho más lento y pudo ver adónde caía. Se preparó, y cuando se estrelló sobre la hierba lo hizo con las manos por delante, pero sin tratar de parar el impacto con ellas. Se revolvió sobre la cabeza y dio una voltereta. La aceleración era engañosa. Aunque él pensaba que no iba tan rápido, el resto del universo no lo sabía, y su cuerpo llevaba una inercia que, cuando cayó de espaldas, le hizo rebotar un metro. Volvió a encogerse, dio una nueva voltereta y esta vez se puso de lado y empezó a rodar por el suelo haciendo trompos sobre sí mismo.

Por fin, se detuvo. A través del jubón almohadillado, notaba cada una de las anillas de su cota de malla clavadas en la espalda y en el pecho, pero estaba vivo.

Besó el suelo y se levantó, saliendo de la aceleración. Se encontraba a más de diez metros de la atalaya, detrás de las líneas de las Atagairas. Había una especie de cercado simbólico, formado por estacas espaciadas sobre las que habían clavado aspas pintadas de rojo. Al parecer, nadie debía pasar de allí para no profanar el puente de Kaluza.

Bien, pues él ya lo había hecho.

Frente a Kratos, la batalla continuaba. Pero las tornas empezaban a cambiar, al menos por esa zona. La pradera donde estaba Kratos se hallaba sobre una suave ladera, lo que le permitía ver por encima de las cabezas de las Atagairas y comprobar que aquella unidad de negro se había abierto paso entre ellos como lobos famélicos en un rebaño de ovejas. Ya no parecían moverse tan rápido; debían haberse desacelerado para no abusar de sus propios cuerpos, pero el caos que habían sembrado en el batallón central de la reina ya no tenía remedio.

Miró a su izquierda. Algo rojo bajaba del cielo hacia él. Otra vez.

Desenvainó a
Talavãra
y apretó su empuñadura con rabia, mientras giraba sobre sus talones para encarar a Anfiún.

El dios de la guerra se dejó caer pesadamente delante de él. Con un sordo
T
UDDD
, sus botas troncharon la hierba.

—¿Qué dijiste de pelear en el suelo, hombrecillo?

El dios desenvainó su propia espada. Debía medir dos metros del pomo a la punta, la hoja tenía un palmo de anchura y Kratos prefería no calcular cuánto podía pesar.

Respiró hondo y aferró a
Talavãra
con ambas manos. La profunda vibración recorrió su cuerpo, resonó en sus costillas y le devolvió las fuerzas. Le pareció que sus músculos se hinchaban, que todo él se dilataba. Tal vez fuera sólo una ilusión, pero era magnífica.

La empuñadura quemó su mano derecha. Fue un segundo, como si le hubieran clavado un ascua sacada de una hoguera. ¿Una broma de Tarimán? Abrió los dedos un instante. Donde había aparecido brevemente aquella inscripción roja ahora se veían unos números legibles, tres filas de tres.

Gracias, herrero
, pensó Kratos, al mismo tiempo que un chorro de fuego líquido se derramaba por su cuerpo. Levantó la espada sobre la cabeza y saltó sobre su enemigo, lanzando un tajo vertical contra su pecho.

El dios abrió la boca en un gesto de desconcierto, mostrando sus colmillos de metal.
Talavãra
, rodeada de zarcillos de energía, golpeó con el filo su armadura de gruesas bandas rojas. Kratos sintió cómo el blindaje cedía con un chasquido, y unos relámpagos azules recorrieron el enorme cuerpo de Anfiún y lo hicieron sacudirse como si sufriera un ataque de epilepsia.

El dios retrocedió, con una grieta negra y humeante en la placa que le cubría el pecho. Kratos volvió a atacar. Esta vez Anfiún detuvo su acometida con el filo de su propia espada. Saltaron más chispas y el dios volvió a sacudirse, pero sacó fuerzas para empujar a Kratos y mandarlo al suelo.

Él también ha entrado en aceleración
, comprendió Kratos, que se revolvió en el suelo. Se encontraba tendido de espaldas todavía cuando vio cómo esa mole se le echaba encima. No era un salto, el dios estaba volando de nuevo, aunque fuera a metro y medio del suelo, para caer sobre él y aplastarlo.

Kratos apenas tuvo tiempo de interponer la espada. Lo hizo con el plano de la hoja, por la parte que se correspondía al interior de su muñeca, una postura forzada que tuvo que improvisar.

Cuando la enorme espada de Anfiún cayó sobre la suya, las dos hojas no llegaron a chocar. Un óvalo azul apareció alrededor de
Talavãra
, y se convirtió en una onda que creció a gran velocidad y se proyectó como un cono de energía contra el dios. Hubo un instante de silencio extraño, como si bajara la presión del aire, y Kratos notó que los tímpanos se le comprimían. De pronto toda esa presión se liberó en un sonoro estallido, y Anfiún voló, esta vez involuntariamente, empujado por una fuerza que Kratos sintió como la repulsión que separa dos imanes.

Kratos se puso en pie. Su espada guardaba muchas sorpresas, pero no le habría venido mal conocerlas antes de enfrentarse al mismísimo dios de la guerra.

—¿Por eso estabas en la fragua de Tarimán, verdad? —dijo Anfiún—. El herrero te ha forjado esa espada.

El dios le miró a los ojos. Sus iris brillaron como dos brasas.

Kratos se cubrió los suyos con la hoja. La espada volvió a vibrar más fuerte, cosquilleándole las palmas, y a través de los párpados cerrados le pareció ver un resplandor rojo.

—¡¡A
AARRRRGGGG
!!

El grito sonó como una mezcla de cerdo acuchillado en la matanza y karchar herido por unos arponeros. Kratos abrió los párpados y vio que el dios trastabillaba, con las manos tapándose la cara. De entre los dedos le salían volutas de humo.

Anfiún apartó las manos y se enderezó, como si el dolor se hubiera esfumado de golpe. Sus ojos habían desaparecido, sustituidos por dos amasijos negruzcos que seguían humeando.

Al parecer,
Talavãra
le había hecho probar su propia purga.

Kratos volvió a lanzarse sobre Anfiún, y le atacó por la derecha, buscando el costado con un revés. Para su sorpresa, el dios interpuso su enorme espada; debía tener algún sentido sobrehumano que compensaba la pérdida de los ojos. Las dos armas chocaron con un resonante tañido. Una nueva red de chispas recorrió la espada de Anfiún, que se quebró en dos. La enorme mano del dios se convulsionó alrededor de la empuñadura, y soltó el arma como si quemara.

Kratos se puso de lado y volvió a golpearle en el pecho, usando de nuevo el plano de la hoja por la parte interior de su muñeca. Alrededor de la espada volvió a aparecer el cono de ondas azules y, con un estallido, el hechizo de repulsión de
Talavãra
empujó la enorme mole del dios hacia atrás, levantando sus pies del suelo.

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