El corredor de fondo (44 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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—Harlan —dijo Betsy—, lo siento, no quería hacerte llorar —dejó caer la cabeza sobre una pila de papeles, a un lado de mi escritorio, y empezó a sollozar.

—No estoy llorando —musité. Ella, sin embargo, siguió sollozando y yo no fui capaz de moverme: consolar a las mujeres que lloran no ha sido nunca mi fuerte. Cuando por fin se tranquilizó, se incorporó y rebuscó algo en su bolsa de estilo mexicano, probablemente un pañuelo de papel. Busqué mi propio pañuelo y se lo entregué sin pronunciar palabra.

—No está muy limpio —me disculpé.

—No pasa nada —dijo ella. Se sonó la nariz con el pañuelo y se secó las lágrimas. A mí me temblaba ligeramente el cuerpo—. Bueno —prosiguió ella—, no sé qué es lo que buscas en una… mujer. A lo mejor no cumplo los requisitos, pero… ¿me tendrías en cuenta?

La miré. Por algún motivo, Billy y yo jamás habíamos considerado la idea de proponérselo a una lesbiana, y yo no estaba muy seguro. Por otro lado, conocíamos a Betsy mucho mejor que a las desconocidas a las que habíamos estado valorando. Y Billy la quería mucho, lo cual hacía que todo aquello quedara en la intimidad, que —en cierta forma— tuviera más sentido.

—Bien, éste es el trato —le dije, y le expliqué lo que debía hacer.

—Mira —dijo—, me parece bien que pagues los gastos del hospital, pero no aceptaré que me des dinero. El problema es que, si tengo un hijo, quiero llevármelo, quiero que se quede conmigo.

—Bueno, no hace falta que tengas sólo un niño —propuse—. Billy dejó una docena de muestras. Si yo me quedo con uno, luego tú puedes tener otro.

—Eso me parece razonable —asintió.

—Pero primero quiero que el médico te examine —dije—. No quiero a nadie con enfermedades hereditarias. Y tenemos que asegurarnos de que tu organismo funciona correctamente antes de empezar. No podemos malgastar ni una sola de las muestras. Lo entiendes, ¿verdad?

—Odio a los médicos.

—Éste es gay —dije—. Te caerá bien.

—En realidad, no es que quiera llevarme al niño al Polo Norte. Seguramente me quedaré por aquí. Nos veremos, los niños podrán estar juntos… A lo mejor hasta podemos vivir en el mismo barrio o algo así. Supongo que te entristecería que yo me marchara de aquí con un hijo de Billy, ¿verdad?

Tras examinarla, el médico concluyó que Betsy era una mujer sana con un historial médico impecable. Le hizo algunas pruebas, se aseguró de que estuviera ovulando y fijó la fecha exacta de la inseminación. Un día de noviembre, Betsy y yo fuimos a su consulta. Yo había solicitado permiso para estar presente, porque hasta la fibra más minúscula de mi cuerpo quería estar allí. Tras dudar un poco, Betsy estuvo de acuerdo.

Betsy estaba tumbada sobre la camilla, discretamente tapada, con las rodillas dobladas y los pies descalzos a ambos lados de la camilla. Se había negado a colocar los pies sobre los estribos. Le ardían las mejillas.

—No me mires, Harlan —dijo.

—¿Y por qué iba a querer mirarte? —pregunté yo.

El médico se mostró muy dulce con ella, pero Betsy se estremeció de dolor cuando le introdujo el espéculo. Luego, según nos fue explicando, volcó sobre el cuello del útero el pequeño recipiente que contenía el valioso semen descongelado.

—No te muevas durante veinte minutos —le dijo.

Estábamos solos en la sala. La puerta estaba cerrada y desde el pasillo nos llegaba el ajetreo de las enfermeras y el olor de los medicamentos. Betsy estaba tumbada con la vista fija en el techo. Había bajado las rodillas y ahora la sábana le cubría todo el cuerpo. De repente, sonrió.

—¿Qué pasa? —dije.

—Estaba pensando… —respondió—. Ahora mismo, se está celebrando una carrera de lanzadores ahí dentro.

Yo también sonreí.

—¿Y cómo sabes que no hay ningún llegador?

Casi sin darme cuenta de lo que hacía, le cogí la mano y le di unas palmaditas.

—De todas las mujeres que he conocido —le dije—, tú eres de las pocas que valen la pena.

Aquel mes no ocurrió nada y los dos empezamos a preocuparnos. Yo llevaba la cuenta de los días en un viejo horario de entrenamientos y creo que estaba más nervioso que ella.

Después del siguiente intento, a principios de enero, Betsy me dijo alegremente:

—No me ha venido la regla.

Betsy se pasó el último curso de sus estudios engordando cada vez más.

—Betsy, ¿te has vuelto hetero? —le preguntaban, incrédulos, los otros estudiantes, pero ella se limitaba a sonreír con aires de misterio. Sólo ella, Vince, John Sive y yo sabíamos que aquel niño era el hijo de Billy.

Betsy se volcó en su embarazo. Se cuidaba al máximo, hacía ejercicio con moderación, salía a correr hasta que estuvo de seis meses y hablaba sobre partos naturales con todo el que quisiera escuchar. El bebé nació el 2 de septiembre de 1977, tres semanas antes de lo esperado, en el hospital Lennox Hill de Nueva York. Me habría gustado estar presente en la sala de partos pero, dadas las circunstancias, no era posible. En cierta manera, fue mejor así, porque Betsy tuvo un parto difícil a causa de la estrechez de sus caderas. John y yo tuvimos que soportar el martirio de la sala de espera. No fumo, pero si fumara creo que habría llenado por lo menos un par de ceniceros. Finalmente salió el médico, muy sonriente.

—Es un niño —anunció—. Es un bebé pequeño, sólo pesa dos kilos y medio, pero los dos están perfectamente.

—Billy también era muy pequeño cuando nació —dijo John.

Un poco más tarde, cuando entramos en la habitación, Betsy estaba recostada sobre varias almohadas, vestida con un camisón rosa de encaje. Parecía agotada, como un atleta fuera de combate tras una carrera muy dura, y estaba muy pálida. Llevaba el camisón desabrochado y le estaba dando al niño su primera y fundamental, según ella misma había recalcado, toma de pecho. Se ruborizó cuando nos vio, pero también sonrió, débilmente, y no se tapó el pecho. Su mirada era casi desafiante. Nos sentamos junto a la cama y los observamos a los dos.

—Estoy un
poquito
decepcionada —dijo Betsy—, porque yo quería una niña. Pero no me importa: es un niño precioso.

Cuando terminó de darle de mamar al niño, me lo puso en los brazos y apartó un poco la mantita para que pudiéramos verlo bien. Era una cosita diminuta y silenciosa, tan pequeño y delgado que me preocupé un poco. Tenía los mismos huesos fuertes y la misma piel clara que sus padres. A pesar de lo pequeño que era, sus piececitos me golpearon el pecho con una fuerza asombrosa. Tenía unos cuantos mechones de pelo castaño claro y me miraba sin verme con sus ojitos azules un poco bizcos. Me senté, aturdido por el dolor, sin dejar de pensar en el cuerpo que había engendrado aquel diminuto ser.

El dolor no desaparecía nunca. Pasaban los días y yo me limitaba a sobrevivir, me las arreglaba para parecer activo y alegre, y preocupado por las vidas de los demás, pero de repente el suelo cedía bajo mis pies y yo iniciaba una caída de 1O.OOO metros y me hundía en mi dolor. A veces, en Nueva York, cuando pasábamos frente a los Baños Continental, frente al cine Bedford o frente al restaurante en el que solíamos cenar, aquella sensación me asaltaba brutalmente. Un día, meses atrás, mientras estaba en la consulta del médico esperando a que terminara de hacerle la revisión periódica a Betsy, hojeaba distraído las revistas en busca de algo para leer cuando me encontré con un ejemplar del
Time
del año anterior, aquel en cuya portada aparecíamos Billy y yo. Billy había existido, puesto que allí estaba su foto. Impulsado por una especie de fatalismo, busqué las dos páginas de fotos del reportaje anunciado en la portada. Allí estábamos, sentados sobre la hierba, abrazados, besándonos. Allí estábamos, en la pista, yo con el Harper Split en la mano, gritándole a Billy el tiempo parcial mientras él pasaba como una exhalación frente a mí. El fotógrafo había captado su zancada elegante en el momento de mayor amplitud.

Aquella primavera, John y yo habíamos visitado a Steve y al Ángel en Fire Island. Una mañana de viento y nubes en que el mar estaba encrespado, habíamos salido a pasear descalzos por la playa. Formábamos un grupo más reducido: Vince, Jacques y Delphine no estaban. Sólo quedábamos nosotros cuatro. Caminamos por la orilla hasta que lo único que quedó a nuestro alrededor fueron las dunas y la vegetación mecida por el viento. Llegamos hasta el lugar donde Billy y yo habíamos hecho el amor y lo dejamos atrás. En mi memoria, sin embargo, había una única imagen: el cuerpo de Billy arrastrado por la espuma blanca, varado sobre la arena. Tenía el pelo lleno de arena y algas, y no se movía. Cada vez que llegaba una ola, sus piernas inertes se balanceaban un poco.

Me resultaba imposible creer que sólo hubiéramos estado juntos veintiún meses. Nos habíamos conocido el 8 de diciembre de 1974 y lo asesinaron el 9 de septiembre de 1976. Tenía la sensación de que, antes de conocer a Billy, yo había vivido varias vidas llenas de sufrimiento y de que, en aquellos veintiún meses, había vivido varias vidas llenas de amor. Jamás podría volver a querer a nadie de aquella forma.

Seguí allí sentado, acunando a su hijo. Billy dijo que él se reencarnaría, pero sólo era una ilusión, tal vez la única que se había permitido tener. Jamás volveríamos a encontrarnos como nos habíamos encontrado la primera vez. No existe el matrimonio en el cielo, ni siquiera para los gays.

Dos semanas más tarde, cuando Betsy se recuperó, llevamos al niño a la Iglesia del Amado Discípulo y el padre Moore lo bautizó con el nombre de John William. Éramos muy pocos. Steve Goodnight se burló de mí y me llamó burgués por querer bautizar al niño. Yo seguía sin poder llorar.

Veinte

John Sive y Vince Matti vinieron a Prescott para pasar las vacaciones de Acción de Gracias con nosotros. Nevaba con fuerza y la tormenta, muy poco habitual para las fechas, nos había sorprendido a todos. Salí cuando vi el coche de John en el camino de entrada. Vince bajó del coche bajo la intensa nevada y los primeros copos se le quedaron pegados al pelo. Tenía un aspecto más salvaje que nunca y llevaba el pelo muy largo. Dado que había dejado de correr, esperaba encontrarlo un poco más gordo, pero lo cierto es que a causa de su frenético activismo y de sus constantes desplazamientos estaba tan delgado como siempre. Me miró con cierta cautela, pero enseguida me apretó el brazo amistosamente.

—Me alegro de verte, Harlan —me dijo.

—Sí —repuse yo—, habíamos perdido el contacto.

Betsy esperaba junto a la puerta, vestida con un amplio traje de chaqueta y pantalón de crepé. Vince le dio un beso en la mejilla y se echó a reír.

—¿Cómo está mi amazona favorita?

Una vez dentro de la casa, nos sentamos en los sillones, junto al fuego, y Vince echó un vistazo a su alrededor.

—Hacía mucho que no venía por aquí —dijo—. Has hecho algunos cambios —en su voz aún quedaban rastros de su antiguo sentido del humor—. ¿Has cambiado la decoración, Harlan? ¿Cómo es eso?

—Cosas de Betsy —respondí—. Le gusta entretenerse con la casa. Ahora no voy mal de dinero, así que puede hacer lo que le dé la gana.

—Cuando veníamos hacia aquí, he visto que has construido un anexo —dijo Vince.

—Sí, necesitábamos dos habitaciones más. Una para Betsy y otra para el niño. ¿Qué queréis beber?

—Lo primero que quiero hacer es ver al hijo de Billy —dijo Vince. La sola mención de su nombre me hacía daño.

—Dicho y hecho —exclamó Betsy. Había ido a buscar al niño a su habitación. El pequeño John ya tenía tres meses y llevaba un pijama de color azul claro. Betsy se arrodilló sobre la vieja alfombra, junto al sillón que ocupaba Vince, y dejó al niño sobre el regazo de él. Vince lo levantó suavemente y John apoyó los piececitos sobre los muslos de Vince.

—Ha crecido mucho —dijo Vince—. Es igual que Billy, ¿verdad? El mismo pelo castaño, los mismos ojos… Tiene ojos de Virgo. ¿Lo planeasteis?

Todos, menos yo, se echaron a reír, pero en sus risas había cierto nerviosismo, puesto que sabían lo mucho que a mí me dolía todo aquello.

—No —dijo Betsy—, fue por casualidad. La primera vez que me inseminaron, habría sido Virgo, pero no salió bien. Al mes siguiente sí, y entonces tendría que haber sido Libra, pero como nació tres semanas antes de lo previsto ha acabado siendo Virgo —la mirada de Betsy estaba fija en el niño. Suavemente, le dio unos golpecitos en el pañal. Empezaba a darme cuenta de que aquel Día de Acción de Gracias iba a resultarme muy doloroso. La necesidad que tenía Vince de hablar de Billy me arrancaría las costras de las heridas. John había cogido al niño y lo mecía en sus brazos, con una expresión radiante. Decididamente, era el típico abuelo al que se le caía la baba con su nieto.

John buscaba algo que le hiciera olvidar el sexo por completo y ya lo había encontrado. La muerte de Billy lo había relegado a una vejez furiosa, célibe y activista. Se había trasladado a Nueva York y había montado un bufete con otros tres abogados gay: Burton, Cohén y Manolson. Sólo aceptaban casos de discriminación de hombres y mujeres gay. John me contó que no daban abasto con las quejas que formulaban los gay, tantas como habían formulado las mujeres heterosexuales poco después de que empezara el movimiento de liberación de la mujer. John estaba obsesionado con su lucha particular para conseguir que la sociedad americana respetara la decisión del Tribunal Supremo. La muestra más conmovedora de su compromiso era que había dejado de teñirse el pelo y ahora estaba salpicado de mechones plateados. Aquella noche, me acordaba de Billy sólo con mirar a John.

—Bueno, ¿qué os apetece beber? —pregunté, poniéndome en pie.

—Whisky con hielo —dijo Vince, que acababa de encender un cigarrillo y aspiraba ávidamente el humo. Traje las bebidas y yo me serví un Seven Up. Betsy terminó de pelar las patatas, se quitó el delantal y se sirvió un vaso de vino blanco. Nos sentamos a hablar de cosas importantes e, inevitablemente, la conversación derivó hacia Billy. En cierto momento, salió a relucir el nombre de Delphine y todos guardamos un respetuoso silencio, hasta que Vince dijo, en voz baja:

—Somníferos… como una mujer de verdad.

John suspiró profundamente.

—Pobre Delphine —dijo—. Nunca supe si lo que hacía era representar un papel o si era un auténtico maniaco depresivo. Jamás podría haber vivido con él.

—No se suicidó por eso —repuso Vince—. Se suicidó por Billy. Estaba loco por él.

Apreté con fuerza la botella de Seven Up. Algo más tarde, Vince preguntó:

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