—¿Hay otros gays por ahí? —quise saber.
—No te lo vas a creer —me dijo—. No hay muchos, pero hay.
Y me habló de varias personas, entre ellas dos mujeres, que se le habían acercado en privado para confesarle que eran lesbianas y contarle sus penas. Billy les había dedicado su tiempo y había tratado de ayudarles a superar sus problemas de aceptación.
—Cuando se van, siempre lloro —me dijo—. ¿Qué puedo hacer por ellos?
—¿Mucho ligoteo por ahí? —le pregunté.
—Bueno, el otro día un decatleta me dijo que quería hablar conmigo, pero resultó que no buscaba consejos, sino mi cuerpo. Le dije que se largara.
A pesar de toda su alegría y de todas las distracciones humanas, Billy no olvidó ni por un instante por qué estaba allí. Algunos atletas iban a demasiadas fiestas, se acostaban demasiado tarde, comían lo que no debían…, pero Billy se iba cada noche a dormir a la hora exacta en que se suponía que tenía que irse a dormir. Entrenaba meticulosamente y seguía al pie de la letra la dieta indicada para antes de las competiciones, cuyo objetivo era almacenar glucógeno en los músculos. Taplinger, el entrenador de pruebas de fondo, cuidaba de él y lo guiaba en todos los trámites burocráticos.
Tras cada una de sus sonrisas y en cada giro de su cuerpo mientras bailaba en la discoteca, Billy era consciente de que había una pista roja esperándole en mitad de aquel monstruoso estadio. El primer domingo de los Juegos se disputó la prueba de los 10.000 metros y yo acudí a mi asiento de las gradas con una extraña mezcla de paz y nerviosismo. Habíamos hecho todo lo que se podía hacer: lo único que tenía que hacer Billy ahora era correr.
¿Qué puedo decir de su victoria en los 10.000 metros? No es sobre los 10.000, sino sobre los 5.000 —que tuvieron lugar una semana más tarde— sobre lo que debo escribir. En los 10.000, Billy hizo una carrera táctica perfecta. La carrera fue suya desde el preciso instante en que sonó el disparo. Armas Sepponan se vio obligado a seguir un ritmo más fuerte de lo que él estaba acostumbrado, para mantenerse pegado a Billy. En las dos últimas vueltas, Billy aceleró el ritmo y Armas también aceleró vigorosamente, pero Billy había reducido a cenizas su capacidad de ataque y le quedaban las fuerzas justas para mantener la ventaja. Entraron a toda velocidad en la recta final y los setenta mil espectadores enloquecieron: Billy llevaba unos tres metros de ventaja y ambos se tambalearon un poco. Sufría pinchazos en el hígado y estaba pálido, pero cruzó la línea de meta exultante, con los brazos alzados. Sepponan entró medio segundo después. Me quedé allí sentado, tan débil y aliviado que apenas pude reaccionar.
Los tiempos aparecieron en el enorme marcador, pero yo ya los había seguido en mi cronómetro. Por primera vez en la historia, la barrera de los 27'3O" no sólo había caído, sino que había sido pulverizada. Ambos lo habían conseguido:
Billy Sive, Estados Unidos, 27'28"9
Armas Sepponan, Finlandia, 27'29"4
John Felts, Australia, 27'35"6
Vince se había pasado la carrera entera gritando hasta quedarse ronco, pero ni John ni yo habíamos abierto la boca. Ahora, Vince y John lloraban. Me abrazaron, pero yo estaba tan aturdido por la alegría que les devolví maquinalmente el abrazo. Betsy me besó en la mejilla y yo le devolví el beso. El estadio entero se había puesto en pie para aplaudir, cosa que ocurre siempre que gana uno de los favoritos. En la pista, Billy estaba loco de felicidad. Regresó hacia la línea de meta con una expresión radiante. Daba saltos de alegría y lanzaba besos al público. Evidentemente, se había olvidado por completo de los pinchazos en el hígado. Se abrazó a Mike Stella, que había quedado sexto con un tiempo muy aceptable: 28'1"2. Luego abrazó a Armas Sepponan y echaron a andar cogidos de los hombros, como si estuvieran borrachos, despeinados, sudorosos. Billy inició entonces su vuelta triunfal, arrastró a Armas con él y animó a los demás atletas, también agotados, a unirse a ellos. En cuestión de unos segundos, casi todos los participantes trotaban alrededor de la pista con ellos dos. Billy, Mike y Armas iban cogidos de la mano, arropados por la ovación del público. Mientras escuchaba a aquella masa humana rendirles tributo, varios escalofríos sacudieron mi cuerpo una y otra vez. Billy les estaba devolviendo el calor y el apoyo que le habían ofrecido: acababa de demostrarles lo que un hombre era capaz de hacer.
—Vamos —les dije a Vince y John.
Bajamos a toda prisa hasta la puerta de la pista en la que los familiares recibían a los corredores cuando éstos abandonaban la pista. Billy estaba terminando su vuelta triunfal, nos vio y se acercó corriendo. Había lágrimas en sus ojos. Un segundo después estaba entre mis brazos. Tenía el pelo mojado, la ropa húmeda y olía a sudor. Me abrazó con tanta fuerza que me hizo daño. Todo el mundo nos miraba, pero nos daba igual. Billy lloraba de felicidad y temblaba como un niño. Le acaricié el pelo y le dije:
—Eh, señor Sive, has estado fantástico ahí fuera.
Billy abrazó entonces a su padre y a Vince, se secó las lágrimas con la camiseta, se puso el chándal y siguió llorando. Después abrazó a Taplinger y a Tay Parker. Hasta Gus Lindquist se ablandó un poco y, a regañadientes, dijo:
—Buena carrera, Billy.
Una hora más tarde, duchado y más o menos peinado, Billy estaba sobre el podio, vestido con el llamativo chándal azul del equipo estadounidense. La medalla de oro brillaba en su pecho Hizo subir a Armas y John Felts al peldaño más alto y los tres permanecieron erguidos e inmóviles mientras izaban la bandera americana y sonaba el himno nacional. Billy movió un poco los pies, porque le habían salido ampollas. Estaba muy relajado: un poco cansado, tal vez, pero completamente feliz.
Billy acababa de experimentar el desahogo de su vida y yo lo envidié ligeramente. Me habría gustado poder llorar un poco, pero las lágrimas no formaban parte de mi educación. A pesar de la intensidad de mi felicidad y de lo orgulloso que me sentía, mis ojos no se humedecieron.
Poco después, Billy, Armas y yo fuimos al set de televisión de la ABC. Nos hicieron una entrevista en directo, que había de servir para informar a nuestros compatriotas y edificar su espíritu. Nos sentamos los tres con el comentarista Frank Hayes, con los micros pegados a la cara. La conversación consistió en una especie de autopsia distendida de la carrera y no se habló de homosexualidad ni una sola vez.
Hayes (a Armas): ¿Crees que has cometido algún error?
Armas (negando con la cabeza): No. He corrido una carrera inteligente. He empezado mi ataque en el momento justo. Pero Billy ha estado más fuerte esta vez. Eso es todo.
Hayes: ¿Estás decepcionado, Armas?
Armas (negando otra vez con la cabeza y mostrando una amable sonrisa): En 1972 gané las dos medallas de oro en este doblete. Ahora las está ganando Billy. Es justo.
Entiéndeme, no me importan las medallas. Siempre corro contra el reloj. Mi objetivo en esta carrera era bajar de los 27'30", así que ya tengo un nuevo récord personal y estoy satisfecho. Si Billy no hubiera participado en la carrera, a lo mejor yo no habría corrido tan bien. La próxima vez, posiblemente el más fuerte seré yo.
Hayes (sonriendo): ¿Crees que esa próxima vez puede ser el domingo que viene, en los 5.000?
Billy y Armas se observaron y sonrieron despiadadamente.
Armas: Billy sabe que los 5.000 es mi carrera.
Billy (a Armas): Intentas ponerme nervioso, ¿eh?
Todos nos echamos a reír.
Hayes: Bueno, espero que los dos protagonicéis otra competición espectacular.
Billy: Estoy seguro de que constituimos la combinación ideal, por la manera en que los dos tratamos de ganar al otro. Quién sabe hasta dónde podemos rebajar los tiempos en 10.000 y 5.000.
Hayes: ¿Crees que has llegado al máximo?
Billy: No. Y tampoco creo que Armas haya llegado.
Hayes: ¿Cómo te sientes al poseer un récord mundial, Billy?
Billy (con la sinceridad de los Virgo): Muy bien.
Hayes: ¿No genera demasiada presión poseer un récord mundial?
Billy: Bueno, la verdad es que sí. No hace ni un par de horas que ha terminado la carrera y la presión para los 5.000 ya es increíble, pero lo cierto es que no soy yo quien ejerce esa presión.
Hayes: ¿Qué planes tenéis para después de los Juegos?
Armas: Yo competiré en Europa. Estaré en mi mejor momento de forma durante un par de semanas más, quizá tres, y a lo mejor bato el récord de Billy (le dirigió una sonrisa).
Luego me iré a casa y seguiré trabajando como bombero.
Billy: Este tío quiere ponerme nervioso.
Todos volvimos a reír.
Billy: Yo me iré a Nueva York y seguiré trabajando como profesor (me miró). Los dos. Tenemos que ganarnos la vida. Tengo intención de tomarme un largo descanso, de participar con calma en la temporada de cross, divertirme un poco. Y luego arrasaré en todas las competiciones.
Hayes: ¿Y tú, Harlan? En su momento, fuiste una esperanza olímpica. ¿Estás reviviendo tus tiempos a través de Billy?
Yo: Bueno, si ahora me dieran a escoger entre ganar yo una medalla en el año 56 o en el 60, o ayudar a Billy a ganarla hoy, lo tendría muy claro. La medalla de hoy significa mucho más.
Billy: Hay mucha gente que no se da cuenta de lo importante que fue para mí que Harlan me entrenara. Cuando llegué a Prescott, lo estaba haciendo todo mal. Si Harlan no me hubiera retorcido el brazo para que entrenara de la forma más conveniente para mí, aún no habría bajado de los 28 minutos. Y a lo mejor hasta habría tenido que dejar el atletismo, después de una lesión o algo así…
Hayes: ¿Retorcerte el brazo?
Billy (riendo): Es que soy muy tozudo.
Hayes: ¿Y tú, Armas? ¿Te sientes presionado por la prueba de los 5.000?
Armas: Por mis compatriotas, sí (se refería al hecho de que los finlandeses heterosexuales aficionados al atletismo se comportaban como si la masculinidad nacional estuviera en juego, pero él mismo minimizó la alusión al añadir, muy diplomáticamente): ya sabes, mis compatriotas creen que los 10.000 y los 5.000 son de propiedad finlandesa, y nuestro país es muy pequeño, así que…
Todos nos echamos a reír. Pensé en la gente de mi país que estaba viendo la televisión y presenciaba todo aquello, y no pude evitar ciertos aires de suficiencia.
Billy (arrastrando las palabras): Me estás diciendo que soy un americano imperialista que se está apropiando del territorio finlandés, ¿verdad?
Aquello aún nos hizo reír más.
Por la noche, Billy y sus guardaespaldas abandonaron la villa olímpica durante unas tres horas. Vinieron al Hotel Cartier, en el centro de Nueva York, para una cena de celebración a la que asistieron unas treinta y cinco personas y cuyo anfitrión era el orgulloso padre de Billy. Después de la cena, Steve Goodnight ofreció una fiesta multitudinaria en el bar del hotel, el Petite Fleur. Al parecer, aquél era uno de los bares gay más populares de Montreal y supongo que los otros estaban vacíos aquella noche, porque parecía como si todos los gays de la ciudad se hubieran reunido en el Petite Fleur. Había champán, vino, whisky y cerveza —que fluían como el río Jordán—, y un buen número de heteros, sobre todo gente del mundo del deporte y diversos famosos, que se mezclaban con los gays aunque la mayoría de ellos se sintieron finalmente intimidados por la atmósfera de orgullo gay que reinaba en la sala. Sólo los Prescott y Mike y Sue aguantaron, pero los Prescott estaban cansados y se fueron a su hotel al cabo de un rato.
Billy parecía exhausto. Todo el mundo lo trataba como si fuera una auténtica celebridad: lo adoraban, intentaban ligar con él, lo manoseaban, lo besaban y abrazaban… Finalmente, no lo resistió más y, de un salto, se sentó sobre el espléndido piano del bar, para quedar fuera del alcance de los demás. Se quedó allí sentado con una sonrisa cansada, mientras respondía a las preguntas y bebía agua mineral. Llevaba un traje de seda de color beige que su padre le había comprado un par de años atrás y que, según todo el mundo, parecía que hubiera pertenecido a F. Scott Fitzgerald. Al mirarlo, reflexioné sobre la forma en que aquella situación podía hacerme enloquecer de celos, pero lo cierto es que el Virgo que había en él frenaba firmemente cualquier ataque.
Steve se subió a un taburete y soltó un increíble discurso de quince minutos, salpicado de chistes gay picantes, en el que no mencionó a Billy ni por casualidad. Estaba tan borracho que apenas se aguantaba sobre el taburete. Todo el mundo se reía a carcajadas, mientras el fuerte olor del nitrito de amilo se volvía cada vez más intenso. Vince, también borracho, se paseaba por la sala del brazo de un francocanadiense de unos dieciocho años de aspecto depravado. Vince llevaba su gorra de piel, inclinada desenfadadamente sobre un ojo, y un chaleco negro de piel que le dejaba al descubierto los brazos y el pecho, y permitía apreciar sus tatuajes. La máquina de discos emitía música a todo volumen.
La gente le pidió a Billy que se subiera a la barra del bar y bailara el
boogie
, pero él se negó.
—Ya he bailado el boogie en la pista del estadio —dijo.
A última hora, cuando trataba de abrirme paso entre la multitud con otro vaso de agua mineral para Billy, una mano desconocida intentó bajarme la bragueta. Dirigí mi mano libre hacia allí, aparté la mano desconocida y volví a subirme la bragueta. Por algo los Leo estamos junto a los Virgo en el zodíaco.
Billy aparecía bastante apagado.
—Harlan —me dijo—, volvamos a la villa. Ya he tenido bastante y estoy que me caigo.
Buscamos a Vince, pero había desaparecido con su amiguito, así que cogimos un taxi y regresamos a la villa los dos solos.
Vince regresó a última hora de la mañana siguiente, resacoso y sin fuerzas. Supongo que había purgado un poco del veneno que había ido acumulando en su interior, porque se quedó con nosotros durante unos cuantos días.
—No sé lo que me ocurrió —dijo—, pero anoche protagonicé un lamentable espectáculo. Ya no me entiendo a mí mismo.
Billy estaba muy preocupado por él y Vince lo agradeció. Durante algún tiempo, todo volvió a ser como antes: nos sentábamos cada día en las gradas, con el resto del grupo, y veíamos las pruebas de atletismo que nos apetecía ver. Billy y Vince animaban a sus amigos del equipo. Rita Hedley cayó en las semifinales de 1.500.
—Espero que la culpa no sea mía por haber bailado tanto con ella —dijo Billy.