—He leído toda la historia en los periódicos —dijo— y estoy profundamente afligido.
—Bueno —repuso Billy—, si no quieren que corra, no podré correr. A lo mejor me voy con Vince, al circuito profesional —miró a Vince y sonrió ligeramente. Nos volvimos a sentar.
—Estoy afligido por motivos egoístas —dijo Armas—. Seré muy sincero: ahora tengo veintiocho años. Son mis segundos Juegos Olímpicos y, probablemente, no habrá unos terceros Juegos para mí. Si tú no estás en los 5.000 ni en los 10.000, mi actuación carece de valor.
Guardamos silencio. Billy y Armas se miraron fijamente a los ojos.
—No existe ningún otro hombre que me ponga a prueba como haces tú —dijo Armas—. Ya me entiendes —Billy asintió—. Y creo que tú te sentirías igual. ¿O no?
—Exacto, yo me sentiría igual —admitió Billy.
Armas sonrió.
—Tú y yo no corremos por las medallas. No corremos por la gloria. Podríamos correr la misma carrera en otra parte. ¿O no?
—No te sigo —dijo Billy.
Armas seguía sonriendo, de una forma franca, como sonríe la gente de campo.
—Esos caballeros hacen política, pero tú y yo podemos hacer una política mejor. Creo que, después de considerarlo, te dejarán correr.
—¿Qué quieres hacer?
—Sólo si tú dices que sí.
Billy asintió.
—Bueno…, yo entro ahí contigo. Digo que también soy inelegible. Mi gobierno me da una paga. Por tanto, ninguno de los dos puede correr. Luego digo que tú y yo nos vamos a otro sitio, Helsinki, Nueva York, lo que decidamos. Y allí celebramos nuestro propio campeonato mundial en esas pruebas. Puede ser la semana después de los Juegos Olímpicos, cuando aún estemos en…, ¿cómo lo llamáis?, el mejor momento de forma. Creo que no tendremos problemas mientras encontremos a un promotor que quiera organizar esa competición. Puede ser por invitación, podemos reunir a los mejores hombres. ¿Lo entiendes? Lamento que mi inglés sea tan malo…
Nos quedamos todos estupefactos. Como cada vez que una idea nueva lo cautivaba, Billy soltó una alegre carcajada.
—Claro —dijo—, pero… Dios mío, quizá tengas que renunciar a muchas cosas.
Armas negó con la cabeza.
—Soy generoso, un poco, pero no tan generoso. Creo que no renuncio a nada. Esos señores no nos dejarán celebrar nuestro pequeño campeonato. Si lo permiten… —extendió las manos, en uno de esos expresivos gestos europeos— quedarán muy mal. ¿O no?
Ahora nos había cautivado a todos. John sonrió. Vince inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Aldo soltó una carcajada socarrona y se dio unas palmadas en la rodilla.
—Es una apuesta —intervine yo.
—Me gustan las apuestas —dijo Armas—. En Montreal, Billy y yo también apostamos.
A Billy le brillaron los ojos con picardía.
—De acuerdo. Haremos lo que dices.
—Mi delegado del COI ya está en la reunión —dijo Armas—. Puede que el comité olímpico de mi país no me apoye, pero me respetan en este asunto. No pueden obligarme a correr. Así que… entremos.
Billy, Aldo y Armas se alejaron en dirección a la sala de reuniones, mientras nosotros los observábamos. John se desternillaba de risa y sacudía la cabeza.
—Armas tendría que haber sido abogado —dijo— en lugar de bombero.
Más tarde, Billy y Aldo me contaron cómo se había desarrollado la reunión. Todos los miembros del comité de selección excepto uno estaban presentes. Cuando Sepponan entró con Billy, todos se quedaron boquiabiertos. Evidentemente, nadie sabía por qué estaba allí, pero todos se sintieron incómodos. Sepponan se sentó junto a su delegado del COI y no abrió la boca. Billy permaneció en pie, con las manos en los bolsillos. Llevaba el traje marrón de cuadros que se había puesto para ir al programa de Dick Cavett. Estaba muy relajado, se mostró amable y conciso, y habló en tono suave.
—Creo que pueden estar ustedes tranquilos respecto a mi condición de amateur.
Hizo una pausa y los miró a todos.
—Era gay antes de ser corredor. Aquéllos de ustedes que no son americanos… ¿conocen la palabra gay? Es la palabra que utilizamos para decir homosexual —algunos afirmaron con la cabeza, otros profirieron gruñidos de asentimiento.
—Muy bien —dijo Billy—. Me pidieron ayuda para desarrollar un programa de estudios gay en Prescott porque yo soy gay y porque soy licenciado en Ciencias Políticas. No me lo pidieron porque fuera corredor. Tenemos otros dos atletas gay en Prescott. Uno de ellos, Vince Matti, también fue contratado para colaborar en el curso. Es licenciado en Sociología. Al tercer gay, Jacques LaFont, no le pidieron que colaborara en el curso. Es licenciado en Biología y se ha especializado en pájaros, así que…
Hizo otra pausa, para darles tiempo a que comprendieran aquel detalle.
—El programa de estudios gay no es un programa de deportes. Muchos atletas han acudido a nuestro servicio de orientación, pero también han acudido muchos estudiantes que no lo son. No tengo ninguna relación oficial con el programa universitario de deportes. Por supuesto, la universidad me paga por mi trabajo como profesor, de la misma manera que paga a los otros profesores. Pero me pagan para enseñar, no para correr. Estoy seguro, caballeros, de que ustedes no pensarán que trabajo gratis, después de que mi padre se haya gastado 40.000 dólares en mi educación para que algún día yo pueda ganarme la vida.
Los miembros del comité guardaron un silencio sepulcral, según me contó Aldo más tarde, y observaron a Billy, que seguía allí en pie, confesando su homosexualidad y hablando del tema con tanta naturalidad como si estuviera hablando del tiempo.
—Mi sueldo como profesor no titular en Prescott es de 10.000 dólares anuales —dijo Billy. Llevaba un fajo de hojas mimeografiadas y se las entregó al miembro del comité que estaba más cerca, al tiempo que le hacía un gesto para indicarle que las repartiera a todos de los presentes—. He anotado todos mis gastos durante el año que llevo trabajando como profesor. Ustedes mismos pueden echar un vistazo a los detalles. Lo único que quiero decir es que, una vez pagados mis impuestos y mis gastos domésticos, una vez pagados los gastos que supone ser un atleta amateur, viajar a las competiciones y todo eso, incluido hasta el último par de zapatillas y los tres dólares y medio que cuesta mi carnet de la AAU, aún me faltan 535 dólares.
Hizo otra pausa y la sala se mantuvo en silencio.
—Caballeros, ustedes me acusan de obtener beneficios poco éticos del deporte que practico. Lo que a mí me gustaría saber es… ¿de qué beneficios están hablando?
Los miembros del comité estudiaron las hojas y la sala se llenó de suaves crujidos producidos por los papeles.
—A diferencia de otros atletas de mi país, jamás he aceptado dinero bajo mano ni material gratuito de los fabricantes, porque sabía muy bien que alguien utilizaría eso en mi contra antes de que todo esto terminase. Las cifras que ven en esas hojas reflejan la cruda realidad de mi situación financiera. O lo toman o lo dejan.
De nuevo, hizo una pausa, bajó la mirada como si reflexionara y luego alzó la cabeza. Aldo me contó más tarde que su mirada clara tenía a los miembros del comité prácticamente inmovilizados.
—Además, me acusan de utilizar el atletismo como tribuna para el activismo gay. Lo único que puedo decir es que, si estoy en una tribuna, es porque la gente como ustedes me ha colocado allí en contra de mi voluntad.
—Señor Sive… —dijo el presidente.
—No he terminado —la voz de Billy sonó como un latigazo—. Déjenme acabar y entonces podrán decir lo que quieran. Volvamos al principio, volvamos al momento en que empezó todo esto, cuando yo estaba en el equipo de la Universidad de Oregón. En todo este tiempo, jamás he dicho, eh, atención todo el mundo, soy gay. Gus Lindquist lo descubrió y me echó del equipo, pero yo no dije ni una palabra. El rumor se extendió por todo el mundo del atletismo y, a mis espaldas, la gente decía, eh, ese chico es marica, pero yo no dije ni una palabra. Finalmente, llega un periodista y me pregunta, eh, oye, Billy, ¿es verdad que eres homosexual? Y yo le dije que sí, que lo era, porque él me hizo una pregunta y yo siempre he creído que las preguntas hay que contestarlas.
Su voz quemaba como si fuera ácido y se le quebró un poco.
—Luego empezó todo el revuelo, pero yo no dije ni una sola vez que fuera gay. La gente me escupía a la cara y me apuñalaban por la espalda, los periodistas me seguían porque querían entrevistarme. Cuando el hombre con el que vivo y yo decidimos… digamos formalizar nuestra relación, no lo anunciamos en los periódicos. Fueron los demás los que montaron el escándalo. Durante todo este tiempo, he estado a la defensiva y he procurado hablar lo menos posible. Son los demás los que tienen ataques de histeria. Lo único que yo quiero es correr y que me dejen en paz, y sería muy feliz si la palabra gay ni siquiera se pronunciase, pero mientras la gente como ustedes siga entrometiéndose el tema seguirá ahí. Además, si ustedes creen que el atletismo puede ser una tribuna, entonces es que no saben mucho de deporte. Estar en una tribuna requiere mucha energía y correr como yo corro también requiere mucha energía. No puedo hacer ambas cosas a la vez, es imposible, me volvería loco.
Guardó silencio y respiró con cierta dificultad. Luego se encogió ligeramente de hombros y dijo, en voz baja:
—Si quieren que baje de esa tribuna, tendrán que bajarme ustedes mismos. La responsabilidad en toda esta historia es suya, no mía.
Dio media vuelta y se sentó junto a Aldo Franconi.
—Caballeros…
Era la voz de Armas, que se había puesto en pie.
—Señor Sepponan —dijo el alemán Feit Oster, jefe del comité—, esto no es asunto suyo.
—Desde luego que es asunto mío —replicó Armas—. Creo que querrán escucharme. Si no me escuchan aquí, leerán mis palabras en los periódicos —el tono de su voz era neutro, pero dejaba entrever una amenaza latente.
Lo escucharon. Armas dijo lo que tenía que decir y los que estaban sentados a la mesa intercambiaron discretas miradas de consternación. Al terminar, Armas dijo:
—Billy y yo esperamos su decisión. Deseamos que no nos obliguen a ser tan…, ¿cómo lo llaman ustedes?, tan drásticos.
Él y Billy abandonaron juntos la sala. Cenamos con Sepponan y luego él cogió un vuelo de regreso a Helsinki.
—Creo que os veré en Montreal —nos dijo, con su breve sonrisa nórdica.
Dos días más tarde, el comité de selección del COI anunció brevemente que las explicaciones de Billy sobre su trabajo habían resultado satisfactorias y lo autorizó a ir a Montreal. Todos nos relajamos un poco. Todos, excepto Billy, que estaba alcanzando su mejor momento de forma y echaba fuego. Apenas podía esperar a llegar a Montreal. Quería comerse el mundo entero.
Setenta mil espectadores abarrotaban el estadio. El recinto era un hervidero de banderas, música y nervios. El sol brillaba con fuerza en el cielo, aunque de vez en cuando se ocultaba tras unas cuantas nubes dispersas y la tarde se oscurecía un poco; segundos después, sin embargo, el sol volvía a brillar y el viento hacía ondear alegremente las banderas. Era la ceremonia de apertura de los Juegos.
Estábamos todos en nuestros asientos, cerca de la pista, al otro lado de la recta de llegada: John Sive, Delphine, Steve y el Ángel, Betsy Heden, los Prescott y unos cuantos famosos y activistas gay. El único que faltaba era Jacques, que se había marchado al campo y estaba inmerso en sus investigaciones, pero le había enviado un telegrama a Billy deseándole buena suerte. Todos estaban entusiasmados por el colorido excepto yo, que ya había presenciado otros Juegos, aunque debo admitir que los canadienses habían organizado el mejor espectáculo de todos los tiempos. La pasión de los canadienses por el esplendor se reflejaba en la pista: la Policía Montada con sus trajes rojo escarlata, regimientos de escoceses con sus faldas a cuadros, la Guardia del Parlamento de Ottawa con sus sombreros de piel de oso… Y tras ellos, el desfile de todas las minorías de Canadá: indios y esquimales, francocanadienses, alemanes y ucranianos, todos ellos con sus trajes regionales.
Yo estaba aturdido, agotado por las largas semanas de lucha, eufórico por el nerviosismo y mareado por la orquesta y el son de las gaitas. De entre todas las personas de aquel desfile, sólo una significaba algo para mí, y esa persona hizo su aparición muy pronto. Los equipos salieron a la pista, cada uno de ellos con su abanderado al frente. A mi edad, yo no aprobaba la idea de que los Juegos se hubieran convertido en un torpe vehículo de lucimiento de la política nacional, pero, cuando el equipo americano apareció en la pista y alcancé a ver la bandera de las barras y las estrellas ondeando sobre las cabezas de los atletas, un impresionante escalofrío me recorrió el cuerpo.
Le apreté el brazo a John.
—Ahí están —dije.
El equipo de Estados Unidos, que a punto había estado de quedar hecho trizas por la persecución que había sufrido Billy, se acercó lentamente. Los componentes desfilaban en dos bloques compactos: 226 hombres y 83 mujeres. Todos vestían americana roja: los hombres llevaban pantalón blanco y corbata azul; las mujeres, falda blanca y una bufanda azul alrededor del cuello. Encabezando el desfile, en solitario, iba Billy. Caminaba orgulloso y con paso elegante, casi militar, y cargaba la pesada bandera, que se inclinaba un poco por la brisa. Sus gafas resplandecieron bajo el sol y su melena rizada se alborotó. Su sonrisa expresaba felicidad. A ambos lados del estadio, el público prorrumpió en oleadas de gritos de ánimo y fervientes aplausos que acompañaban el desfile de Billy. Pocos atletas habían llegado a unos Juegos Olímpicos precedidos por tanta publicidad como Billy. Finalmente, su lucha por llegar hasta donde estaba había convertido la hostilidad en afecto o, por lo menos, en una calurosa bienvenida. Buena parte del público del estadio parecía estar diciendo: «Muy bien, de acuerdo, está aquí. Tratemos bien al Animal y veamos si sabe correr».
Billy pasaba ahora frente a nosotros. Sabía que estábamos sentados por allí, en alguna parte, y se atrevió a apartar una mano del mástil de la bandera y a saludarnos con un gesto. Yo rodeé con un brazo a John y con el otro a Vince, y los tres nos abrazamos estrechamente. A mí se me hizo un nudo en la garganta, John tenía lágrimas en los ojos y Vince sacudía lastimeramente la cabeza, lamentándose con una sonrisa triste de su mala suerte.