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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

El corredor de fondo (35 page)

BOOK: El corredor de fondo
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—Señor Brown, yo soy un gesto político ambulante. No tengo que hacer nada, sólo estar allí —Billy se sentó—. De todas formas,
tú eres
el que diría que inclinar la bandera es una provocación innecesaria.

—Eso es cierto —dije.

Billy se apoyó en mí y miró mi reloj, que estaba en la mesilla de noche. Suspiró.

—Bueno, cariño, me lo he pasado en grande, pero será mejor que vuelva al campo antes de que la patrona venga a buscarme.

La patrona era Gus Lindquist, el entrenador jefe del equipo olímpico de atletismo. Lo habían nombrado gracias a su condición de entrenador de atletismo en Oregón. Lindquist vivía en un estado de infelicidad permanente porque uno de los tres de Sodoma y Gomorra había vuelto a su «equipo». Y también estaba un poco resentido porque yo había convertido en piedra angular de un imponente edificio la piedra que previamente él había desechado.

Como respuesta a las críticas surgidas en 1972 sobre la falta de disciplina en los equipos olímpicos de atletismo, tanto el masculino como el femenino, el USOC se preparaba para tomar medidas drásticas. Habían establecido el celibato en los campos de entrenamiento para hombres y mujeres, además de dormitorios al estilo militar y toque de queda. Esposos, esposas, novios, novias y yo nos veíamos forzados a alojarnos fuera del campo en hoteles, moteles, apartamentos, campings o donde pudiéramos encontrar sitio. Cada día, los atletas protagonizaban un éxodo masivo para salir de sus campos en busca de sexo o compañía. Los deportistas estaban furiosos por aquel trato de internado para señoritas y se saltaban las normas a diestro y siniestro, lo cual no hacía más que complicar la vida a Lindquist y al USOC. Cuando Lindquist expulsó a dos atletas rebeldes del equipo por violar el toque de queda, otros treinta atletas violaron el toque de queda por puro resentimiento. Lindquist y el USOC cayeron entonces en la cuenta de que, si seguían expulsando a la gente, acabarían quedándose sin equipo. Tras una semana de peleas y politiqueos, los dos hombres fueron readmitidos.

Billy, que seguía nuestra norma de «nada de provocaciones innecesarias», era bastante más obediente que la mayoría. Sin embargo, Lindquist se ponía hecho una fiera cada tarde, cuando Billy salía del campo masculino para venir a verme. A los otros atletas se les permitía visitar a sus parejas fuera del campo y puesto que en el pacto de obediencia que debían firmar los atletas no se hablaba de sexo, Lindquist no podía hacer gran cosa al respecto. Para vengarse, me impidió la entrada en el campo, así que no podía estar presente en los entrenamientos de Billy en la pista. Aquélla era una privación básicamente afectiva, ya que Billy cumplía su programa con meticulosidad y progresaba mucho, por lo que no hacía falta que yo estuviera encima de él todo el tiempo. Lo veía durante los entrenamientos largos, puesto que tenía que salir a correr a la carretera. John, Vince y yo lo esperábamos en la puerta y lo seguíamos en coche, para protegerlo. Lindquist se burlaba de mí y me llamaba persigue—mariquitas, lo cual no me preocupaba en absoluto porque me habían llamado cosas bastante peores.

Oímos el crujido de la gravilla bajo unos neumáticos, en el exterior del motel. Un coche acababa de aparcar frente a nuestra habitación y pronto se oyó la voz de Mike:

—Eh, capullos calentorros, dejadlo ya. Es hora de volver al convento.

Billy se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Apartó un poco la cortina y allí estaban Mike Stella y Sue Macintosh, sentados en el descapotable de ella, sonrientes y despeinados por el viento. Seguramente también habían ido a algún lado a pasar un buen rato. No ocultaban que vivían juntos y nadie sabía cuándo se casarían, ni siquiera si tenían intención de casarse.

—Llegáis muy pronto —dijo Billy—. Id a tomar una cerveza con papá y con Vince. Salgo enseguida.

—Vale —dijo Mike, y apagó el motor. Les oímos salir del coche.

Billy entró en el baño. De pie frente al lavabo, se lavó los genitales a conciencia. Yo también me levanté de la cama y lo seguí hasta el baño. Billy se miraba en el espejo: se estaba dejando crecer la barba y se parecía dolorosamente a aquel jovencito agotado y hecho polvo que aterrizó en el campus de Prescott en invierno, un año y medio atrás. Lo abracé por detrás y pegué mi cuerpo al suyo, notando la firmeza de sus nalgas.

—Tengo la sensación de ser dos personas a la vez. Un Billy Sive está muy ilusionado porque va a Montreal. El otro dice que ojalá estuviera en Prescott segando la hierba —dijo, mientras se enjuagaba cuidadosamente.

—Ya —dije—. Bueno, sólo serán unas cuantas semanas más —lo abracé con ternura y él movió un poco el trasero.

—Oh, eres un obseso sexual —se quejó—. Si haces esperar a Mike, se largará y tendré que volver andando.

—No se largará —dije—. Es un amigo.

—Eso es verdad —Billy se hizo a un lado y me cedió el paso hacia el lavabo.

Nos vestimos y salimos de la habitación muy relajados. En el exterior, empezaba a atardecer. Recorrimos la hilera de habitaciones hasta llegar a la que ocupaban John y Vince. La puerta estaba abierta: se encontraban todos sentados en las camas, con latas de cerveza en las manos. Mike nos dedicó una sonrisa lasciva:

—Chicos, la ventaja que tenéis vosotros —dijo— es que no os tenéis que gastar cinco dólares al mes en la píldora.

Sue soltó una risita y se ruborizó. Vince estaba sentado con la espalda encorvada: llevaba un chaleco de piel con cordones. que dejaba sus brazos al descubierto. Había vuelto de Europa con más dinero, más tatuajes, unas cuantas aventuras en los
undergrounds
gays de Londres y Ámsterdam, y un abatimiento del cual ninguno de nosotros, ni siquiera Billy, podía sacarle Había venido directamente y se había trasladado al motel con nosotros. Se alegraba de que Billy hubiera conseguido entrar en el equipo y vivía toda la emoción a través de él.

—Ah —dijo Mike, mientras sacaba algo del bolsillo de su chaqueta—, tengo una cosa para vosotros. Lo he visto en un quiosco del pueblo —se lo lanzó a Billy por encima de la cama. Era un ejemplar del Time, en cuya portada aparecíamos Billy y yo. Yo estaba detrás de él, con mi corte de pelo de marine y mi cara de póquer. Billy estaba delante, algo más bajito que yo, sonriente y con el pelo largo. El autor había reflejado sus rizos con tanto esmero como Botticelli (Steve Goodnight era quien me había hablado de Botticelli). El titular anunciaba: «El fenómeno gay».

—Al final lo han publicado, ¿no? —dijo Billy, pasando las hojas en busca del reportaje anunciado en portada. Había tres páginas en color que ofrecían al lector imágenes del mundo de los gays: gays que tomaban el sol sobre el césped de Central Park; gays que bailaban muy juntos en un bar de Manhattan; un oficio religioso en una iglesia gay, oficiado por un sacerdote gay… Había, también, varias fotos de Billy y de mí, hechas por Bruce Cayton: los dos sentados sobre la hierba el día de nuestra boda, besándonos en la boca; los dos en la pista, yo con el cronómetro en la mano, justo en el momento en que Billy pasaba corriendo, medio borroso.

El editor del
Time
, Ben Maddox, y una periodista de investigación habían venido a entrevistarnos en junio. Les habíamos dicho que no podíamos colaborar con ellos a menos que firmaran un papel en el que se comprometieran a no utilizar el nombre de Billy en ninguna clase de publicidad, puesto que eso pondría en peligro su condición de amateur. Aceptaron.

Habían realizado una buena labor de investigación y nos impresionó el esfuerzo que habían hecho por entender a la incipiente comunidad gay.

—¿No dicen que trae mala suerte salir en la portada del
Time
? —preguntó Mike.

—Se supone que los budistas no somos supersticiosos —respondió Billy. Me miró y sonrió. Y los cristianos tampoco.

La revista fue pasando de mano en mano.

—A Lindquist no le va a gustar esto —dijo Vince—, ni al USOC.

—¿Y qué van a hacer? —inquirió Billy—. Hablamos con el
Time
antes de las pruebas de selección. Que se vaya a la mierda el USOC.

En el pacto de obediencia que Billy había tenido que firmar, había una cláusula en la que se especificaba que los atletas no tendrían ningún contacto con los medios de comunicación a menos que el USOC diese su autorización. En realidad, Billy se alegraba de la existencia de la citada cláusula, puesto que ya estaba un poco harto de hablar con los periodistas sobre su homosexualidad. Hasta se había cansado de hablar de atletismo con ellos… Lo único que quería era que lo dejaran en paz. La docilidad de Billy en ese sentido tenía perplejos a los del USOC, quienes —además— se alegraban porque Billy estaría alejado de todo el mundo durante un tiempo. No permitían que ningún periodista se acercara a él.

Mike terminó su cerveza y se puso en pie.

—Bueno, chicos, lamento interrumpir esta reunión, pero tenemos que volver. Le prometí a Martinson que jugaría al ajedrez con él después de cenar.

Nos pusimos todos en pie y salimos de la habitación. En la puerta, Billy me abrazó y me besó.

—Adiós—dijo—, hasta mañana.

Mike, Sue y Billy subieron al descapotable. Un bocinazo, un saludo con la mano, un chirrido de neumáticos y ya estaban en la carretera, alejándose a toda velocidad.

—Recuérdame que le diga a Sue que conduzca con cuidado —dijo John, en un tono un poco seco. Volvimos todos a la habitación de John.

—Billy y Mike son muy amiguitos, ¿no? —dijo Vince, con aire taciturno.

—No te preocupes, no te ha sustituido —respondió John.

—Hay unos cuantos chicos con los que se lleva muy bien —intervine yo—. En Montreal compartirá habitación con Mike, Martinson y Sachs. Me alegro, porque no me gustaría que estuviera solo ni que los demás lo evitaran.

—Vale —dijo Vince—. No debería ser egoísta, pero…

Mike Stella era, en realidad, el único amigo hetero que Billy había tenido jamás. Además de tener nuevos aliados entre los atletas, Billy también tenía un par de aliados en la plantilla de entrenadores. Yo había estado reuniendo fuerzas para seguir siendo su escudo protector en Montreal, lo cual resultaría bastante difícil sin estar dentro del equipo. Me había imaginado a mí mismo asegurándome de que llegara al estadio con tiempo suficiente para calentar antes de las pruebas, porque tenía la sensación de que Lindquist no se tomaría la molestia de preocuparse por él, pero Ed Taplinger, entrenador de atletas de fondo procedente de la UCLA, había tomado a Billy bajo su protección y se había puesto de su parte en la lucha contra Lindquist. Al igual que Stella, Taplinger consideraba que Billy ya había sufrido bastantes abusos.

Lindquist le daba la lata a Billy a la menor oportunidad. A pesar de que yo lo respetaba por ser uno de los mejores entrenadores de atletismo del país, me resultaba difícil no llegar a la conclusión de que lo único que pretendía era echar por tierra las oportunidades de Billy. Tal vez creía que, si le presionaba lo suficiente, Billy acabaría perdiendo su concentración de cara a Montreal, pero si realmente pensaba eso es que no conocía a Billy. Su obstinación aumentaba de forma directamente proporcional a las presiones exteriores que recibía. La manzana de la discordia era el programa de entrenamientos de Billy. Lindquist no podía creer, o eso decía al menos, que Billy obtuviera los resultados que obtenía si sólo corría entre 160 y 200 kilómetros semanales.

—No trabajas lo suficiente —le dijo, y lo presionó para que aumentara el kilometraje.

Billy se cerró en banda y se negó a añadir ni un solo metro. Taplinger consiguió poner furioso a Lindquist cuando le dijo que consideraba que yo sabía muy bien lo que hacía. Me divertía ver a Billy defendiendo el mismo programa de entrenamientos por el que él y yo habíamos discutido amargamente tan sólo dieciséis meses atrás. Lo cierto es que los entrenadores de atletismo olímpico ejercen muy poco de entrenadores: básicamente, lo que hacen es darle los toques finales al trabajo realizado por otros entrenadores. Son como niñeras con bata y silbato que guían hacia los Juegos a atletas perfectamente pulidos.

Lindquist también incordiaba a Billy con el tema dé la dieta y se lo ponía difícil para conseguir los alimentos que él necesitaba, por lo que nos pasábamos la vida introduciendo en el campo, con la ayuda de Mike, nueces y cereales de contrabando. Por suerte, Tay Parker, médico del equipo y otro de los nuevos aliados de Billy, estaba fascinado por aquella dieta y controlaba muy de cerca el estado físico de Billy. En otras palabras, que también mantuvo fuertes discusiones con Lindquist.

—Picotea las ensaladas como si fuera una chica —bramó Lindquist.

—Ya me gustaría ver a una chica correr los 10.000 en 27'43" —le espetó Tay.

Lindquist no hacía más que quejarse al USOC de que Billy constituía una fuente constante de disputas entre él y sus colaboradores. Billy se implicó en las cuestiones políticas del equipo con mucho entusiasmo. Pretendía devolver el respeto mostrado a su causa apoyando las causas de otros. Estuvo involucrado en el politiqueo que sirvió para que fueran readmitidos aquellos que se habían saltado el toque de queda y, cuando seis velocistas negros se enfadaron con Lindquist por una tontería, Billy y Mike actuaron de intermediarios y aplacaron los ánimos. A Lindquist, aquello tampoco le gustó mucho.

—Ese chico… no sólo es marica, también es un follonero.

El día que el
Time
llegó a los quioscos con su reportaje de portada, el presidente del USOC, Frank Appleby, llamó a Lindquist, éste le gritó a Billy, y Billy nos lo contó a John y a mí. Llamamos a Frank.

—¿Por qué no se nos había informado de esto? —preguntó Frank con frialdad.

—La entrevista se hizo antes de las pruebas de selección, por lo que no era asunto suyo —dije yo.

—¿Se da cuenta de que el comité de selección del COI puede interrogarnos para ver si Billy cumple los requisitos de selección?

—Les pedimos que no utilizaran el nombre de Billy en la publicidad —dije— y ellos aceptaron. Lo tenemos por escrito. Si quiere, le enviaremos copias de las cartas.

—Me cuesta entender —prosiguió, con el mismo tono de voz— por qué ustedes dos atraen tanta publicidad.

—Nosotros no los llamamos —dije yo—, fueron ellos los que vinieron. Y se me ocurren los nombres de unos cuantos amateurs que han salido en la portada del
Time
, pero nunca se ha puesto en cuestión que hayan sido seleccionados, así que…

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