—Mira —dijo Billy—, si me vas a tratar así, no podemos seguir. Te da miedo perderme, pero estás provocando una situación en la que podrías perderme.
—No me amenaces —dije.
—No es una amenaza, es un hecho. ¿Cómo vamos a mantener una relación, si no crees en mí?
Se detuvo y me miró. Estábamos rodeados de gente que paseaba: hablábamos en susurros, pero nadie se hubiera fijado en nosotros ni aunque nos hubiéramos puesto a gritar. En las calles de Manhattan, se ven cosas bastante más raras que una pareja de gays en plena pelea doméstica.
—Si pudiera enseñarte todo lo que hay dentro de mi cabeza, te darías cuenta de que no tienes motivos para estar celoso —dijo.
Yo me sentía cada vez más avergonzado. Seguimos caminando, en dirección a la Quinta Avenida.
—¿Qué tengo que hacer para que te sientas más seguro? —prosiguió—. Mientras funcione, me da igual, haré lo que sea, pero no quiero que nos peleemos así.
Caminamos por la Quinta Avenida, bajo los árboles que empezaban a echar brotes. Luego entramos en Central Park y recorrimos los senderos. Nos cruzamos con ciclistas y gente que paseaba a sus perros. Nos apartamos un poco de todos ellos y paseamos junto a los árboles en flor, sobre el césped mal cuidado y cubierto de basura. Luego nos sentamos en un banco del parque, no muy lejos de un vagabundo que dormía sobre el césped, envuelto en un abrigo manchado y con un periódico sobre la cara.
—Mira —dijo Billy—, si los rituales burgueses significan tanto para ti, casémonos, qué más da. Hagamos lo que sea para que las cosas vayan bien. ¿Casarnos ayudará?
Le cogí la mano y se la apreté. Quería besarla.
—Salgamos del armario —propuse—. Del todo. ¿Por qué tienen que decirnos cómo hemos de vivir?
Billy sonrió discretamente.
—El USOC nos quemará en la hoguera.
—Que se atrevan —dije.
No hubo abrazos de reconciliación. En primer lugar, porque estábamos en Central Park y, en segundo lugar, porque aquella pelea nos había afectado mucho a los dos. Vagamos por el parque, tocándonos de vez en cuando, invadidos por una ternura desconocida y dolorosa a la vez. Llegamos al zoo infantil, acariciamos los ponis y vimos cerdos y gallinas. Luego cruzamos la zona de césped conocida como Sheep Meadow y pasamos entre un grupo de estudiantes que se lanzaban discos voladores. En el estanque, había varios niños que hacían navegar sus barquitos y ayudamos a uno de ellos a recuperar su goleta volcada. Remamos durante un rato en el lago y, por primera vez, me importó muy poco si nos reconocían o no. Terminamos junto al tiovivo, que giraba y giraba, lleno de luces brillantes y niños. Los caballitos subían y bajaban, mientras el organillo interpretaba
Cuando termine el baile
.
—Quiero subir en el tiovivo —dijo Billy.
Me acordé de cuando había dicho, sólo para cabrearme, que quería patinar.
—Por lo menos, no te torcerás un tobillo —dije.
Compré dos entradas y, cuando el tiovivo se detuvo, subimos a los dos caballos de aspecto más salvaje. Nadie nos prestó mucha atención, porque los adultos suelen perder la cabeza y subirse a ese tiovivo. El ruidoso organillo empezó a tocar Daisy, Daisy y el tiovivo empezó a girar. Subíamos y bajábamos, como en un sueño. Billy apoyó la cabeza en la barra y se dedicó a mirarme. Al cabo de un rato, extendió el brazo y me cogió la mano. Me la apretó tanto que pensé que me iba a romper los dedos.
—¿Intentas chantajearme para que te compre palomitas? —le pregunté.
Cuando nos bajamos, había allí una mujer con dos niños que nos dijo:
—Maricas asquerosos.
—Hablando de palomitas —dijo Billy—, me muero de hambre. No he comido nada desde ayer.
Fuimos en coche a la parte baja y cenamos en un restaurante cuyo nombre no mencionaré. Estuvimos hablando de casarnos.
—¿Quieres que intentemos conseguir una licencia matrimonial? —le pregunté.
—Me importa muy poco la legalidad —dijo Billy, mientras untaba de mantequilla su patata asada.
De vez en cuando, una pareja gay solicitaba una licencia matrimonial, pero siempre se la denegaban, así que decidí olvidar ese tema. Tal y como estaban las cosas, ya teníamos bastantes líos.
—Podemos ir a la Iglesia del Amado Discípulo y el padre Moore nos casará esta misma noche —propuso Billy.
Pensé en ello y luego negué con la cabeza. Una ceremonia rápida en una iglesia gay, como dos adolescentes ante un juez de paz, no era lo más adecuado.
—No nos precipitemos —dije—. Debemos hacer las cosas bien. Tendríamos que invitar a unos cuantos amigos, los amigos de verdad. Tu padre se ofenderá si no lo incluimos.
—¿En qué estás pensando, tío? —bromeó Billy—. ¿Quinientas personas en la catedral de Saint Patrick y una recepción en el Waldorf?
Nos echamos a reír.
—No —respondí—, pienso en algo pequeño e íntimo.
Después de cenar, fuimos un rato al baile de los sábados por la noche en el salón parroquial de la Iglesia Unitaria. El precio de la entrada, dos dólares, incluía barra libre de cerveza y refrescos. Había un buen número de gays que bailaban las canciones, lentas la mayoría de ellas, de un tocadiscos. Billy y yo bailamos unas cuantas lentas, estrechamente abrazados. La gente nos reconoció, pero no nos molestaron. Billy empezó a tener un poco de fiebre: el estrés emocional puede hacer subir la temperatura y me preocupó el posible efecto de aquella discusión en su entrenamiento. De vez en cuando nos mirábamos, con miradas que indicaban lo cerca que habíamos estado del fin. Después nos sentamos un rato en la iglesia, débilmente iluminada, y yo recé mientras Billy meditaba. Finalmente, hallamos la paz y entonces regresamos a la universidad. Al día siguiente, le hablé a Joe Prescott de nuestros planes.
—Tal vez signifique más presión para la escuela —le dije—. Si quieres que dimita, lo haré.
Joe reflexionó y luego sacudió la cabeza.
—A Marian y a mí nos haría muy felices celebrar vuestra boda aquí, en casa. Podéis invitar a vuestros amigos, claro.
Billy y yo nos casamos el domingo 8 de mayo. Hay muy pocos heterosexuales capaces de entender la necesidad que tenemos los gays de hallar estabilidad y vivir dignamente. No puedo explicar lo que aquella pequeña ceremonia significó para nosotros. La primera vez que me casé, me había visto obligado a hacerlo, pero estaba aturdido, me estaba metiendo en algo para lo que no estaba preparado. Para Billy, sin embargo, era uno de aquellos momentos soñados en los que estaría a la vista de todo el mundo y correría en libertad, dispuesto a llevar una vida normal.
Nuestro concepto de una ceremonia nupcial no se parecía en nada al concepto de los heterosexuales, aunque tomamos prestadas un par de ideas y las adaptamos descaradamente a nuestras propias necesidades. Después de hablar y analizar mucho las cosas, Billy se dio cuenta de que —igual que le ocurría a él— yo no veía el matrimonio como un ritual ni como un sacramento y ése fue el motivo por el cual acabó cediendo sin reservas. Lo entendíamos, sencillamente, como una declaración pública de nuestro amor, de nuestra creencia en lo hermoso y valioso que era aquel amor, de nuestra intención de vivir juntos abiertamente y de nuestro rechazo a la heterosexualidad. Ninguno de los dos era la novia vergonzosa a quien conducen al altar; ninguno de los dos estaba destinado a obedecer o convertirse en propiedad del otro. Éramos dos hombres, masculinos en todos los sentidos de la palabra, y libres. Aquella misma libertad era el marco donde nos uníamos en igualdad de condiciones. No deseábamos un pastor gay, ni ningún oficio religioso que pudiera identificarse con alguna iglesia. Nosotros mismos seríamos, no los pastores, sino los artífices de aquella declaración, así que acabamos escribiendo nuestro propio oficio religioso.
La tarde era cálida y agradable. El campus estaba silencioso, porque la mayoría de estudiantes y profesores se habían ido a pasar el fin de semana fuera. No habíamos anunciado en el campus que se iba a celebrar la boda, puesto que queríamos una ceremonia íntima y tranquila. Seré muy sentimental, pero me pareció muy adecuado que la naturaleza floreciera aquella tarde. El césped que rodea la casa de los Prescott estaba cubierto de azaleas rosas, rojas y blancas. Nos reunimos detrás de la casa, junto a un parterre de narcisos tardíos, cerca de varios manzanos viejos cubiertos de flores. Todas las personas que nos importaban de verdad estaban allí: John Sive, Delphine, Vince y Jacques, varios amigos de la Alianza de Gays Activistas y de la Mattachinel Society, Steve Goodnight y el Ángel Gabriel, Aldo Franconi, Bruce Cayton, Betsy Heden, el equipo, algunos profesores, corredores y estudiantes a los que apreciábamos… En total, unas treinta personas.
A Aldo casi se le salieron los ojos de las órbitas cuando vio a Delphine, que llevaba un vestido de seda, largo y amplio, con un estampado de flores verdes, y un enorme sombrero de paja. Parecía como si fuera a una fiesta ofrecida por la reina de Inglaterra.
—¿Cuándo lanzamos el arroz? —preguntó Aldo, aunque se reprimió caballerosamente.
Nos sentamos todos en la hierba, bajo uno de los manzanos Los demás formaron un círculo alrededor de Billy y de mí. Bill y llevaba su traje de terciopelo marrón y su camisa de volantes, con el cuello desabrochado, pero tenía tanto calor que acabó por quitarse la chaqueta. Jacques tocó hermosas melodías de aires medievales con su flauta dulce. Cuando terminó, Billy y yo —que estábamos sentados el uno junto al otro— leímos nuestro breve oficio religioso. Billy leyó las enseñanzas de Buda.
—Sólo hay una ley —dijo— y es el amor. Sólo el amor puede vencer a la muerte.
Yo leí fragmentos de la Biblia, principalmente de El Cantar de los Cantares. Nuestras voces se alternaban en el silencio y los demás permanecieron inmóviles, escuchándonos atentamente. En ese momento, le puse a Billy un grueso anillo de oro en el dedo y, mientras me miraba fijamente, pronunció la declaración formal.
—Yo, William Sive, te tomo a ti, Harlan Brown, como mi hombre y amigo en cuerpo y alma. Te amaré y te honraré en lo bueno y en lo malo, en la enfermedad y en la salud, en la riqueza. y en la pobreza, hasta que la muerte nos separe.
La magia de aquellas viejas palabras (que nosotros habíamos adaptado) cayó sobre el círculo. El único sonido que se oía era el canto de un cardenal, en el bosque. Billy me puso otro anillo a mí y yo repetí las palabras que él acababa de pronunciar. Luego nos abrazamos y nos besamos en los labios. Permanecimos abrazados durante unos instantes: era la primera vez que nos atrevíamos a hacer algo así en público. Para mi sorpresa, a nuestro alrededor se oyó algún que otro sollozo apagado. Billy y yo nos separamos y vi lágrimas en los ojos de algunos asistentes. Aldo sacudía la cabeza, como si no pudiera creerse lo que veía, pero yo sabía que estaba emocionado y hasta un poco impresionado.
—No me digáis que en las bodas de gays también se llora —dije, para relajar un poco el ambiente.
Todo el mundo se echó a reír. Los llorones se sonaron la nariz y Vince sacudió el manzano: una lluvia de pétalos de las flores del manzano cayó sobre los invitados. Delphine se secó los ojos con un pañuelo de encaje y dijo:
—Que Dios os bendiga a los dos,
chéris
.
Sonrientes, todos se pusieron en pie. Betsy se precipitó hacia nosotros, con los ojos enrojecidos, y nos abrazó a ambos.
—Sois maravillosos. Como no puedo besar a la novia, voy a besar a los dos novios.
Billy la cogió y se la cargó al hombro, mientras ella chillaba.
—Harlan —me dijo, con una mirada perversa en los ojos—, ¿puedo tener una novia?
—Claro —respondí—, y hasta diez, si quieres.
Billy desfiló por el césped con Betsy, que reía y gritaba, cargada al hombro. Casi todo el mundo sabía que Betsy era lesbiana, y estallaron en carcajadas. Aldo, sin embargo, no lo sabía y se le volvieron a salir los ojos de las órbitas: no entendía qué estaba pasando. Momentos más tarde, todos —con el pelo lleno de pétalos— tomamos vino y champán, y probamos el queso y el resto de los deliciosos aperitivos que Marian había colocado sobre una mesa, junto a un parterre. Billy y yo probamos un poco de champán.
—Supongo que Buda me perdonará por una vez —susurro Billy.
Charlamos, reímos y pasamos una tarde muy alegre.
—Ahora sí que lo habéis conseguido —dijo Aldo antes de irse.
—Lo sabemos —repuse.
—Hacedme un favor —dijo—. No lo anunciéis en las páginas de sociedad del Times.
—No se lo hemos anunciado a nadie —respondí—, excepto a los que están aquí, aunque me imagino que el Times lo descubrirá dentro de muy poco.
Aquella noche, Billy dejó su habitación en la residencia de la facultad y se trasladó a mi casa. El equipo había hecho un buen trabajo con mi coche y con la bicicleta de Billy: los habían decorado con cintas de papel, les habían atado latas y zapatos viejos y un cartel que decía: «Recién casados». Aquello era lo que ellos entendían por una broma. John Sive parecía mucho más feliz que nunca.
—Tengo muy buenas vibraciones, en serio —dijo—. Vuestro matrimonio durará.
—Tiene que durar —dije—, porque si no será nuestro fin.
El despertador sonaba a las cinco y media de la mañana. Cuando yo me sentaba en la cama medio dormido para pararlo, Billy se movía a mi lado. Estaba allí cada mañana, y a la mañana siguiente y a la otra. Se desperezaba y bostezaba, y fastidiaba al setter irlandés, que dormía a los pies de la cama.
—¡Vamos, arriba! —le decía yo—. Hop, hop, hop —y el setter saltaba de la cama y sacudía el cuerpo.
Billy se quejó.
—Odio tener que levantarme a esta hora —decía, pero se levantaba y se iba al baño a hacer un pis—. ¿Sabes cuál es mi sueño para después de los Juegos Olímpicos? ¿Sabes cuál es mi mayor fantasía?
—¿Cuál? —pregunté yo.
—Dormir cada mañana hasta las nueve, durante un mes.
Nuestra rutina, durante aquellas semanas previas a las pruebas de selección para los Juegos Olímpicos, era sencilla y prácticamente la misma de siempre. Hacíamos calistenia y yoga en el salón, para que la sangre empezara a circular. Aquellos ejercicios de estiramiento y calentamiento eran lo que evitaba que Billy se lesionara. Luego nos poníamos las zapatillas de correr y los pantalones cortos, y salíamos a entrenar justo cuando los rayos rojizos de sol asomaban por encima de los árboles. Billy corría la distancia que yo había programado para aquel día y al ritmo que yo había programado. Yo corría mis habituales trece o catorce kilómetros, a un ritmo de cuatro minutos y medio o cinco. Puesto que Billy entrenaba prácticamente a ritmo de carrera, yo no podía seguirlo, así que permitía que me adelantara y lo veía desaparecer entre los árboles. Agradecía tener aquellas pistas resguardadas, porque si Billy hubiera entrenado por las carreteras alguna persona hostil podría haber intentado atropellarlo.