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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

El corredor de fondo (27 page)

BOOK: El corredor de fondo
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En aquel momento aún no lo sabíamos, pero los Juegos de Millrose se convirtieron en el momento más brillante de la carrera de Vince. A partir de entonces, inició una caída en picado. Aquel fin de semana, había ganado la milla de Wanamaker por tercera vez. Gracias al empuje de sus rivales, había conseguido una marca de 3'5l"59, lo que lo colocaba en segundo puesto en la lista de mejores marcas de todos los tiempos. Su pelea a puñetazos con Dellinger provocó, sin embargo, una oleada de críticas. La gente reconoció que había empezado Dellinger, pero eso fue todo. Andy Meagan, columnista del
New York Times
, sugirió que Vince se dedicara al hockey sobre hielo y que fichara por el Filadelfia, cuyos jugadores eran famosos por su camorrismo. El sector antigay del atletismo odiaba a Vince más que a Billy por su descaro y sus alardes de semental. Tras los Juegos de Millrose, debieron de ponerse todos de acuerdo en que Vince tenía que irse. En cualquier caso, dos semanas después la AAU prohibió a Vince participar en las competiciones amateurs. Casualmente, acababan de descubrir que Vince había aceptado dinero poco limpio de ciertos promotores, durante la temporada anterior a su llegada a Prescott.

Tenían los cheques anulados.

Vince se puso furioso y luego se desmoronó.

—Todo el mundo aceptaba dinero —dijo—. Puedo dar nombres y cifras. Si me pillan a mí, que pillen a todo el mundo.

Quería contárselo a la prensa. Yo entendía perfectamente su desesperación ante una injusticia como aquélla, pero conseguí convencerlo de que no diera nombres. Le hice ver que el hecho de que resultaran perjudicados cien atletas en lugar de uno no arreglaría nada. La tragedia de Vince provocó de nuevo la controversia sobre la hipocresía que domina el mundo del deporte amateur en Estados Unidos, pero ningún examen de conciencia podía ayudar a Vince: sus sueños olímpicos se habían desvanecido. Lloró amargamente y ni Billy ni yo pudimos hacer nada para consolarlo. Una semana después, no obstante, se había repuesto y había firmado un contrato profesional de 70.000 dólares con la Asociación Internacional de Atletismo. En cuanto terminara el curso académico, se uniría a los circuitos profesionales. Su dolor, sin embargo, no desapareció, sino que se convirtió en amargura.

Ya habían conseguido matar a dos de mis pájaros. Empecé a preocuparme más que nunca por Billy. Al parecer, me estaba convirtiendo en un sufridor crónico. En el peor de los casos, bromeé, todo aquello terminaría en una crisis nerviosa y, en el mejor de los casos, en una medalla de oro y una crisis nerviosa.

Doce

A principios de abril, Billy se tomó un par de semanas de merecido descanso. Aquél sería el único descanso que podría permitirse hasta después de los Juegos Olímpicos…, si es que conseguía entrar en el equipo. Reduje su entrenamiento a unos tres kilómetros diarios a ritmo suave y lo animé a comer mucho para ganar un poco de peso. El descanso tenía que convertirse en la piedra angular de su preparación de cara a los Juegos Olímpicos. Cuando se celebraran las pruebas de selección, a mediados de julio, debía estar lo bastante en forma como para conseguir entrar en el equipo. Durante las seis semanas siguientes a las pruebas de selección, tendría que alcanzar su máximo nivel de rendimiento. Yo sabía que Billy podía mantenerse al máximo nivel durante cuatro semanas, más o menos, y que podía correr a toda máquina cada tres o cuatro días. Por eso tenía la esperanza de que, después de Montreal, aún podríamos viajar a Europa y participar en varias competiciones post—olímpicas. Prácticamente ya había conseguido que Billy aprendiera a descansar. Refunfuñó un poco, pero cada día corría sus tres kilómetros como un buen chico.

Los dos temblábamos ante la idea del verano que nos esperaba. Si conseguía entrar en el equipo, dejaría oficialmente de ser mi corredor hasta después de los Juegos Olímpicos. Se lo llevarían a un campo de entrenamiento olímpico, lo cual significaba que no tendríamos muchas oportunidades de vernos desde mediados de julio hasta después de los Juegos. Todavía nos hallábamos en un punto muerto respecto a la forma en que queríamos vivir y yo me daba cuenta de que, día tras día, malgastábamos nuestras vidas. Durante aquellos días de descanso del mes de abril nos las arreglamos para pasar juntos un fin de semana. Los recuerdos que conservo de aquellos días son intensos y conmovedores, aunque no del todo felices.

Steve Goodnight tenía una casa en Fire Island aunque, en contra de lo que podía esperarse, no se hallaba en ninguna de las famosas comunidades gay, como Cherry Grove. Se había instalado en Ocean Ridge, una ciudad pequeña más al este, junto a la costa.

—En Grove era imposible escribir —me había dicho—. La gente venía a verme, demasiadas distracciones sexuales… A la mierda.

Aquel fin de semana, nos invitó a su casa a Billy y a mí, a Jacques y a Vince, y a John y a Delphine. Steve y su nuevo amigo, a quien no conocíamos, nos recogieron el viernes por la noche en el muelle de Patchogue y cogimos el último ferry a la isla. Éramos los únicos viajeros, puesto que estábamos a principios de temporada. Nos sentamos en la cubierta superior a contemplar la puesta de sol en Great South Bay, mientras la brisa fresca nos despeinaba.

—No venía aquí desde mis tiempos de chapero —dije.

—No te pierdes gran cosa —repuso Steve—. Esto empieza a parecerse a Coney Island.

Billy me sonrió.

—Seguro que te has corrido alguna que otra juerga por aquí.

Sonreí.

—He vivido algunas historias, sí —le pasé un brazo por encima de los hombros, ya que no había nadie más en cubierta.

Siempre era reconfortante ver a Steve. No había cambiado demasiado, aunque ya tenía cuarenta y tres años. El pelo, liso y castaño, se le empezaba a caer y sus agradables rasgos ingleses presentaban un aspecto ajado. Estaba escribiendo una nueva novela y también un poco de pornografía gay porque, según dijo, necesitaba dinero.

El ferry atracó. Cargamos las maletas, las cajas de provisiones y la jaula en la que viajaba el gato de Steve en dos carritos rojos y oxidados, el único transporte privado de Fire Island, y nos alejamos por el paseo marítimo. Teníamos la sensación de resultar inusualmente extravagantes, puesto que estábamos a principios de año y muchas casas permanecían aún cerradas. Sólo en unas cuantas ventanas vimos el resplandor cálido de las lámparas de gas. La idea de constituir una pequeña avanzadilla en aquella ciudad heterosexual nos hizo reír, aunque con cierta crispación.

La casa de Steve era una construcción de piedra, llena de recovecos, con una torre de vigía, muchas ventanas y una soleada terraza que la rodeaba. Se hallaba sobre las dunas de la playa, donde el viento agitaba la vegetación, y tenía vistas al océano. Me imaginé que Steve habría pagado unos 70.000 dólares por aquella casa.

Era una noche de primavera cálida y despejada. Steve dejó al gato suelto, encendimos las lámparas de gas, guardamos las provisiones, preparamos una cena rápida y nos fuimos a la cama. Cada pareja tenía su propio dormitorio. El nuestro era espacioso: había una cama de matrimonio de madera de pino, alfombras mullidas y grandes ventanas. Billy y yo nos desnudamos a la luz de las velas: las débiles llamas arrojaban sobre nuestros cuerpos una luz temblorosa y tenue. Nos deslizamos bajo sábanas limpias e hicimos el amor. La ventana se abría sobre el océano y permanecimos allí tumbados, escuchando el rumor del oleaje.

—Es de locos —dije en voz baja— no vivir así todo el año.

—Sí, en dos días nos van a malcriar.

Al día siguiente todos nos levantamos tarde. Billy y yo corrimos nuestros tres kilómetros y Jacques corrió once a ritmo suave. Vince, por su parte, hizo dieciséis a un ritmo más fuerte. Después de desayunar, nos tumbamos en la terraza y dejamos que el sol de primavera acariciara tímidamente la piel pálida de nuestros cuerpos. Billy extendió una manta en el suelo de la terraza para practicar su yoga y sus ejercicios de respiración. Contorsionó su cuerpo flexible una y otra vez. Luego bajamos a la playa y jugamos a voleibol en una red gastada y medio caída. El gato de Steve, enorme y negro, nos acechaba desde las dunas y bromeamos sobre si sería un gato hetero o un gato gay.

El estado de ánimo de los demás, sin embargo, era extrañamente sombrío y triste, y Billy y yo descubrimos que aquello empañaba nuestra alegría. Para empezar, a todos nos inquietaba el nuevo amigo de Steve. Era un muchacho de dieciséis años, silencioso, retraído y un poco zombi. Lucía una enmarañada melena de rizos rubios que le llegaban hasta los hombros. Su rostro, delicado y céreo, poseía una belleza sobrenatural; sus ojos, azules como zafiros, carecían de expresión. Seguía a Steve a todas partes, como si fuera un perrito. Mientras estábamos sentados en la terraza, Steve nos contó su historia.

—Resulta que escribo aquel libro sobre el Ángel Gabriel y luego lo conozco. Ni siquiera sé cómo se llama. Lo único que sé es que se escapó de su casa y que es chapero desde los doce años. Su chulo estaba especializado en el negocio S/M. Cuando el chico no estaba con ningún cliente, lo encerraba en su apartamento y lo ataba. Un amigo me habló de él.

Estuvo en una fiesta y allí vio al chico: varios tíos lo violaron, lo azotaron con un látigo, lo quemaron con cigarrillos… Yo no podía dejar de pensar en esa historia, así que me puse en contacto con el chulo y fingí que quería un encuentro con él. Cuando el chico llegó a mi casa, decidí que allí se quedaría. Le dije al chulo que, si no me dejaba en paz, lo denunciaría a la policía. Pero el chulo tenía contactos con la mafia y, antes de que yo me diera cuenta, ya me estaban amenazando con pegarme un tiro, así que tuve que comprarle al chico. Me dijo que, de todas maneras, ya empezaba a ser demasiado mayor. Pagué 10.000 dólares: casi todo el anticipo que había recibido por mi nueva novela.

Steve nos contó la historia delante del chico, que estaba sentado junto a él sobre la manta, con su traje de baño. Se sorbía los mocos y miraba sin ver. Era más que evidente que estaba en otro mundo. Horrorizados, no podíamos dejar de mirarlo. Su cuerpo tal vez fuera bonito, pero estaba escuálido y cubierto de las cicatrices provocadas por los latigazos y las quemaduras. Steve tenía un cepillo en la mano y se dedicaba a peinarle la melena, con mucha delicadeza. Deshizo los enredos y, al final, la hermosa mata de pelo del chico cayó suavemente sobre su minúscula espalda. Si Steve le acariciaba demasiado el pelo, el chico apartaba distraídamente la cabeza.

—No me deja hacer el amor con él —dijo Steve, lastimeramente—. Se pone histérico. Y encima, es drogadicto. He intentado que tome metadona, pero no hay manera. Cuando no está colocado, se acuerda de todo, llora y se pone histérico. Finalmente, he llegado a la conclusión de que lo único que le alivia es el caballo y yo se lo consigo. Sólo tengo que vigilar que no se meta una sobredosis.

La mirada de Billy estaba fija en el chico y sacudió la cabeza lentamente. Los cristales de sus gafas se empañaron a causa de las lágrimas. A pesar de toda su experiencia, Billy apenas sabía nada del lado más brutal del mundo gay.

—Mi gran sueño —dijo Steve— es que me hable. Es lo único que deseo.

Mientras charlábamos de los Juegos Olímpicos y de la política del mundo del atletismo, el Ángel Gabriel empezó a temblar y se puso muy nervioso. Finalmente, se tendió boca abajo sobre la manta y empezó a llorar en silencio, con las nalgas apretadas, como si intentara defenderse. Demasiado impresionados como para hablar, todos guardamos silencio. Steve entró en la casa y regresó con una dosis de heroína y los utensilios necesarios. El Ángel Gabriel, todavía tembloroso, se sentó y clavó la mirada en el polvo blanco: Steve lo disolvió hábilmente en la cuchara metálica, sobre la llama, y llenó la hipodérmica.

—¿Tomas caballo, Steve? —preguntó Billy con voz grave.

—No —dijo Steve—, prefiero el
speed
.

Con la misma amabilidad que una enfermera, Steve le dio la jeringuilla al chico. La mirada del Ángel era ahora atenta, como la de un animal. Buscó en su muslo delgado una vena adecuada y, con mucha habilidad, clavó la aguja en la carne. La droga le hizo efecto casi inmediatamente. Se dejó caer de nuevo sobre la manta, se relajó y sonrió, mirando al cielo. El día empezaba a nublarse y Steve tapó al chico con otra manta. La presencia del Ángel Gabriel nos hizo pensar a los demás en nuestros propios problemas y en la muerte emocional que siempre nos acechaba. Aquel fin de semana, John Sive y yo hablamos durante largas horas. Me abrió su corazón y me reveló la angustia que le producía convertirse en un viejo gay. Delphine quería casarse con él, pero John estaba más allá de las relaciones temporales.

—Lo que yo necesito —dijo— es algo que me haga olvidar por completo el sexo, porque si no acabaré haciendo el ridículo.

Delphine se pasó buena parte de aquel fin de semana sentado junto a la ventana, contemplando el mar y hablando en francés consigo mismo. Vince también habló mucho aquel fin de semana. Yo me había encariñado enormemente con él y me dolía ver lo amarga y triste que se había vuelto su vida. El atletismo profesional no era para él. Nos dijo que correr una milla de exhibición en solitario y no tener a nadie con quien medirse, más que los focos del estadio, no era lo mismo. Los promotores lo habían convertido en una especie de barraca de feria: adelante amigos, pasen y vean al auténtico corredor homosexual de la milla con todos sus tatuajes. Por razones obvias, y a diferencia de lo que ocurría con otros corredores profesionales, a él no le hacían lucrativas ofertas para promocionar productos.

—Me han ofrecido hacer una película —dijo—, pero he leído el guión y… Dios mío, sólo es otra de esas películas de Hollywood llenas de tópicos sobre los gays. No me estoy muriendo de hambre, así que he dicho que no. No quiero que me exploten más de lo necesario.

Y por si todo eso fuera poco, Vince y Jacques estaban a punto de separarse. Yo siempre había pensado que, llegado el momento, Vince sería el malo de la película. La primera noche, sin embargo, Billy y yo le oímos discutir con Jacques en la habitación de al lado, a través de los finos paneles de madera.

—Me sedujiste —dijo Jacques—. Tenías mucha prisa. Si me hubieras dado un poco de tiempo, a lo mejor ahora no le estaría pagando 75 dólares semanales a un psiquiatra.

—¿Que yo te seduje? —en la voz de Vince, entrecortada, había incredulidad—. Te pasabas el día deprimido por lo de Eugene y te morías de ganas de que yo te metiera mano.

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