El corredor de fondo (28 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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—Te aprovechaste de mi inseguridad —replicó Jacques—. Eres desleal y te comportas así con todo el mundo. Eres un manipulador.

Siguieron así durante mucho rato: Jacques golpeaba y Vince sangraba. Por fin, oímos el llanto de Vince. Billy y yo nos miramos en la oscuridad y cerramos los ojos, tristes y avergonzados por haber estado escuchando. ¿Cuánto tiempo estaríamos juntos él y yo? Ya habíamos tenido algunas discusiones y la verdad es que sólo creíamos en la posibilidad de hacer las paces cuando la reconciliación ya era un hecho consumado.

Nos esforzamos mucho por pasarlo bien durante aquel fin de semana. Recuerdo el ruido de las teclas de la máquina de escribir de Steve, en lo alto de la escalera de caracol que subía a la torre. Recuerdo que una noche hicimos la cena entre todos y los bebedores del grupo se pusieron un poco contentos con el whisky escocés y el vino. Asamos costillas de ternera y patatas de Idaho, y Billy preparó una ensalada bastante singular.

El sábado por la noche, estalló una impresionante tormenta de primavera. El viento azotaba la casa con fuerza y la hacía temblar. El sonido de las olas aumentó hasta convertirse en un rugido. Después de lavar los platos, Billy y yo nos pusimos las chaquetas y salimos a dar un paseo por la oscuridad de la playa. Caminamos despacio por la arena, descalzos y abrazados. El viento agitaba sus pantalones de pata de elefante, que se le pegaban a los tobillos, y le revolvía furiosamente el pelo, que se pegaba a mi mejilla. En mitad de aquella oscuridad, lo único que veíamos era la espuma blanca de las olas y las luces solitarias de unas cuantas casas.

—No puedo dejar de pensar en el amigo de Steve —dijo Billy—. Me altera el dharma.

—A mí también —dije yo.

—Pero tú has pegado con un látigo a algunos tíos.

—Yo he pegado con un látigo a hombres adultos que me pagaban 200 dólares por hacerlo —repliqué. Jamás he torturado a ningún niño.

—Cuando lo miro, pienso… casi me asusta ser tan feliz contigo. Esa felicidad podría desaparecer mañana mismo.

Me detuve y lo obligué a mirarme.

—¿Qué harías si yo me muriese?

Estábamos muy juntos. Le cogí las solapas de la chaqueta de piel y él me apretó las muñecas con fuerza. Busqué su mirada: en aquella oscuridad, con el pelo en la cara, me pareció un hermoso desconocido.

—Dios mío, y yo qué sé —dijo, en voz baja—. No quiero pensar en eso.

—Espero que tengamos la suerte de morir juntos. En un accidente de avión o algo así.

—Si tú te mueres antes, ¿quieres que me suicide? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—El suicidio es un pecado contra Dios.

—Me suicidaré si me lo pides —dijo.

Me asaltó una horrorosa visión. Lo imaginé cortándose las venas o metiéndose en la boca el cañón de una pistola. Negué de nuevo con la cabeza y me di cuenta de que me temblaba todo el cuerpo.

—Mira, vamos a afrontar las cosas —dijo—. Algún día tenemos que morirnos. Probablemente, moriremos por separado, tú antes que yo. Hemos de alcanzar la paz espiritual. Eso es lo que nos enseñó Buda. Es imposible no perder lo que más amamos, pero la paz es lo que nos libera de la muerte.

—¿Crees que tú tienes esa paz? Yo no, desde luego.

Ahora fue él quien negó con la cabeza.

—Todo eso me da mucho miedo. ¿Has pensado…? —vaciló—. ¿Has pensado alguna vez que cualquier día de éstos le puede pasar algo a uno de los dos?

—¿Qué quieres decir? —el corazón me latía con fuerza.

—La gente te odia más a ti porque eres mayor que yo. Piensan que me has pervertido. Me da mucho miedo que alguien intente hacerte algo, enviarte una carta bomba o algo así. Por favor, ten mucho cuidado.

—Pero eres tú quien está a la vista de todo el mundo. Eres tú el que corre.

Sonrió levemente.

—Los dos estamos a la vista de todo el mundo, los dos vamos en cabeza. Y los demás siempre quieren matar al favorito.

No quisimos seguir con aquella conversación tan deprimente y continuamos paseando.

—En realidad, nos reencarnaremos —dijo Billy—, así que… ¿para qué vamos a ponernos nerviosos? Me gustaría saber adónde nos llevarán nuestros karmas la próxima vez. ¿Seremos heteros? ¿
Mujeres
?

Agradecí aquella oportunidad de sonreír.

—¿Quieres decir que te gustaría reencarnarte en un gay? —lo zarandeé un poco. Él se echó a reír y me abrazó.

—Claro, mientras no sea el amigo de Steve. A lo mejor, me reencarno en tu entrenador. Muchachito, tengo planes para ti: quiero que des una vuelta a la pista en 57 segundos. A cuatro patas.

Las primeras gotas de lluvia nos mojaron la cara y Billy me besó como me había besado la primera vez, cuando estábamos viendo
Song of the Loon
. He perdido la cuenta de las veces que hicimos el amor aquel fin de semana. Era una forma de acumular tesoros para los meses de soledad que se avecinaban. Aquella noche nos dormimos con el sonido del viento que sacudía la casa y la lluvia que golpeaba los cristales. Pasar una noche entera con Billy era aún todo un lujo. Nos dormimos abrazados, tumbados de lado: su cuerpo encajaba perfectamente en la curva que formaba el mío. Su espalda descansaba en mi pecho y yo lo rodeaba con los brazos. Desde luego, Billy no se mostraba pasivo en nuestra relación pero yo sentía la necesidad casi salvaje de ser protector. Incluso cuando dormíamos quería protegerlo de la furia del mundo.

A la mañana siguiente nos despertamos antes que los demás. La fuerza de la tormenta no había disminuido, pero la lluvia y el viento eran cálidos y embriagadores. Nos vestimos con camisetas y trajes de baño, y salimos. La playa estaba desierta y la lluvia había borrado las huellas de los pies. La marea había arrastrado troncos y algas; las olas, enormes, se aproximaban con un rumor sordo y, cuando rompían, provocaban impresionantes estallidos de espuma. Empapados por la lluvia, corrimos junto a la orilla en dirección este. La niebla empezaba a dispersarse sobre nuestras cabezas y las gotas de lluvia nos cegaban al azotarnos la cara. A veces, las ráfagas de viento eran tan fuertes que nos hacían perder el equilibrio, pero seguíamos corriendo entre risas. Nos alejamos unos cinco kilómetros por la orilla, hasta un lugar en el que no había casas. El viento mecía la vegetación de las dunas y la lluvia la hacía brillar. Nos detuvimos allí y Billy se acercó a mí. Los rizos se le pegaban a la cabeza y al cuello, y las gafas, empañadas, le dificultaban la visión. Se reía, mientras la lluvia se deslizaba por sus muslos. La camiseta, mojada, le marcaba todos los huesos y todos los músculos del pecho. Me cogió por un hombro, yo me aferré a sus caderas y lo obligué a acercarse más a mí.

—Eres el pollo mojado más sexy que he visto en mi vida —le dije.

Nos besamos bajo una cortina de agua y descubrimos en nuestras bocas el sabor de la lluvia. Le bajé el traje de baño hasta los muslos y Billy empezó a reír de nuevo.

—¿Crees que habrá fotógrafos merodeando por ahí, entre las dunas?

—Aunque consigan hacernos fotos con toda esta lluvia —dije—, ¿a quién crees que se las van a vender? ¿Al
Ladies Home Journal
?

Dejamos la ropa sobre la arena mojada y nos tumbamos sobre ella, para no llenarnos de arena. Su cuerpo flexible se retorció bajo el mío y me impresionó el calor que despedía, en contraste con la lluvia helada. Apoyado en las manos y las rodillas, cubrí su cuerpo con el mío y lo penetré. No podía moverse, pero allí estaba seguro, mientras yo recibía toda la lluvia en la espalda. Me abrí paso entre el vello rizado de sus nalgas y observé su expresión. Tenía los ojos cerrados, para evitar la lluvia. Se le marcaban los tendones del cuello y, al mover la cabeza de un lado para otro en un charco, la arena se le pegaba al pelo. Quería que notara dentro de su cuerpo, hasta llegarle al corazón, aquel estallido abrasador. El ruido de las olas era ensordecedor y no pude oír sus gemidos. Luego me obligó a tumbarme de espaldas, para llevar a cabo su dulce venganza.

Sentado a horcajadas sobre mi pecho, sonrió con cierto orgullo y se la sacudió sobre mi cara. Aquella imagen de Billy permanece imborrable en mi recuerdo: tenía las rodillas separadas y el pelo lleno de arena. Las gotas de lluvia resbalaban por su cuerpo y, tras él, las olas blancas rompían furiosamente al llegar a la orilla. Apenas noté en la cara las cálidas salpicaduras de su semen, puesto que la lluvia las borró de inmediato.

Ya casi habíamos terminado cuando una ola monstruosa, que se adentró en la playa mucho más que las otras, nos mandó una lluvia de espuma. Nos pilló por sorpresa y, un segundo después, estábamos empapados, medio congelados, cubiertos de espuma y rebozados de arena. Al retirarse, la ola casi nos arrastró hasta la orilla. Recogimos la ropa a toda velocidad y nos pusimos en pie precipitadamente; la risa nos impedía hablar.

—Esto de retozar en la arena… —dijo Billy.

Hay innumerables películas gay en las que aparecen escenas de playa… A eso se refería Billy.

—Esto de retozar en la arena es un verdadero desastre —dije—. Se te meten las conchas de almeja por el culo.

Dejamos la ropa sobre la arena, un poco más lejos. Billy también dejó sus gafas y luego se adentró un poco en la espuma helada. La verdad es que no era un baño nada romántico. Las olas, enormes, rompían con una fuerza aterradora y cada vez que la espuma barría la orilla, prácticamente se tragaba nuestros pies. Billy, tan temerario como siempre, quiso bucear bajo las olas, pero yo se lo impedí. Nos limitarnos a adentrarnos en el agua hasta la altura de los muslos, a sumergirnos y volver a salir a la superficie, y a contemplar cómo la espuma se escurría entre nuestros genitales. Billy se acercó a mí y me abrazó; luego me empujó y los dos caímos al agua. Luchamos junto a la orilla, riéndonos, revoleándonos en la espuma, sujetándonos con fuerza el uno al otro, hasta que llegó otra ola enorme y casi nos ahogamos. Sin dejar de reír, nos arrastramos, cubiertos de arena y algas, y nos dejamos caer un poco más allá, jadeantes pero a salvo de las olas.

—Debemos de estar locos —dijo Billy.

—¿Crees que ya tienen bastantes fotos? —dije.

—¿Me estoy comportando como un Virgo? —me preguntó Billy—. No, en serio. ¿Es normal que un Virgo eche un polvo en una playa a plena luz del día y en mitad de un huracán?

—Sólo con un Leo —respondí.

Seguimos allí tumbados, medio atragantados de la risa que nos provocaron otros chistes tan malos como aquél. Al cabo de un rato nos pusimos en pie y fuimos a buscar nuestra ropa. Lo primero que hizo Billy fue ponerse las gafas.

—Los hombres nunca intentan ligar con los chicos que llevan gafas —dije.

Aquello nos hizo reír otra vez. Nos quedamos allí un rato, mientras la lluvia eliminaba de nuestros cuerpos la sal y la arena. Finalmente, nos pusimos la ropa, que estaba pegajosa y llena de arena, y regresamos. Teníamos arena hasta en las ingles y nos picaba todo el cuerpo. Caminamos abrazados, bajo una lluvia cada vez menos intensa.

—A veces me acuerdo de lo mucho que me asustaba quererte —dije— y me entra la risa.

—¿Te asustaba?

—Siempre me asustaba enamorarme de alguien tan fuerte como yo.

Aquellas palabras me emocionaron más que cuando dijo que me quería, porque yo no habría tolerado que Billy fuera afeminado.

Vince, que iba a correr sus kilómetros, se cruzó con nosotros y nos hizo un gesto triste con la mano. Después nos cruzamos con una mujer que paseaba a su perro. Llevaba puesto un sombrero impermeable y nos dirigió una mirada rara. Sabíamos lo que pensaba: que los mariquitas de Cherry Grove ya habían llegado hasta allí. Menos mal, pensamos, que no había aparecido media hora antes.

En casa, los demás acababan de levantarse con sus penas y preparaban el desayuno, pero nosotros conservamos nuestra alegría. Nos dimos una ducha caliente, nos pusimos ropa seca y luego nos sentamos a la enorme mesa de madera de secuoya, junto a la ventana. Yo tomé huevos, tostadas y té caliente; Billy bebió leche y comió peras maduras. El jugo le resbalaba por la barbilla. Poco después, sin embargo, Steve y el Ángel se sentaron a la mesa: Steve trató de obligar al chico a comer y tanto a Billy como a mí nos resultó imposible seguir riendo.

Durante todo el día, Billy y yo intentamos alejar las penas. Obligamos a los demás a presenciar nuestra alegría. La casa estaba fría y húmeda, así que encendimos un fuego en la vieja estufa Franklin. Billy y yo nos sentamos juntos en el sofá de cuadros, envueltos en una manta, mientras John Sive nos observaba con una sonrisa triste y sacudía la cabeza envidiosamente.


Oh la la
—dijo Delphine.

El Ángel Gabriel también nos observó con curiosidad. Posiblemente, era la primera vez que veía algo que no fuera sadismo entre dos hombres. Le ofrecimos un bonito espectáculo y nos besamos con ternura. El Ángel, colocado, nos observaba con expresión grave.

Al llegar la tarde cesó la lluvia. El vendaval seguía soplando, pero había cambiado de dirección y ahora soplaba hacia el mar. El cielo había adquirido un amenazador tono azul oscuro y el océano presentaba un verde inquietante. Aún había muchas olas, pero ahora sus crestas se estrellaban contra el viento. Cada vez que se formaba una ola, una nube de espuma blanca como la nieve salía despedida hacia atrás, igual que si fuera la cola de un cometa. El espectáculo era formidable y todos bajamos a la playa a contemplarlo de cerca. Luego fuimos paseando hasta el parque National Seashore, pero toda aquella zona estaba desierta. Tal vez éramos los únicos supervivientes en toda la Tierra tras una terrible catástrofe natural. Evidentemente, no podríamos repoblarla.

Caminamos descalzos por el sinuoso paseo marítimo que recorre el parque. A nuestro alrededor, la naturaleza se reproducía.

Los helechos canela, en las marismas, mostraban ya sus hojas sedosas. En las dunas, la malagueta estaba ya en flor. Nos inclinábamos para oler sus flores, pálidas como la cera, pero el viento se llevó la fragancia antes de que pudiéramos percibirla. Pensé en lo increíble que resultaba que una gota de mi semen cayera sobre la piel de Billy, o una gota de su semen sobre la mía, y no brotara vida. Nuestros sentimientos no sobrevivirían más allá de nuestra muerte. Arranqué unas flores del arbusto de malagueta y las froté contra los labios de Billy, que quedaron cubiertos de polen. Me miró y seguramente comprendió lo que me preocupaba, porque me besó y mis labios también se volvieron amarillos.

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