Nuestros ritmos se compenetraban a la perfección. Cuando yo volvía a casa, él ya había terminado, se había duchado y afeitado, y el baño estaba libre. Preparábamos el desayuno y desayunábamos sentados a la mesa de madera de pino de la cocina, mientras el sol se colaba por las ventanas. Yo tomaba mis huevos con beicon y Billy, su fruta y su leche agria. Si le tocaba a él preparar el desayuno, freía beicon para mí. En eso consiste el amor: en freír el beicon del otro aunque tú seas vegetariano. A las feministas les habría impresionado nuestra manera de enfrentarnos a las tareas del hogar. No estábamos dispuestos a vivir en una pocilga, así que nos dividíamos las tareas exactamente al cincuenta por ciento. Un día, yo cocinaba y hacía la cama, y al día siguiente le tocaba a él. Un día a la semana, barríamos y quitábamos el polvo de toda la casa, y contratamos a la asistenta de Marian para que nos lavara y planchara la ropa. Una semana sí y otra no, Billy iba en bicicleta hasta Sayville, el pueblo que había cerca del campus, a hacer la compra. Se estaba acostumbrando a vivir con una cuenta corriente más reducida que la de su padre y me ayudaba a equilibrar nuestro presupuesto. A veces entraba en la cocina cargado con una pesada bolsa de papel y anunciaba, muy orgulloso:
—Te he comprado carne picada a un dólar noventa y cinco el medio kilo.
Un día, sin embargo, regresó y me anunció que un desconocido en un coche había intentado arrojarlo a la cuneta. A partir de ese día, le obligué a ir a comprar en coche.
A pesar de que la boda había traído su sueldo de 10.000 dólares a casa, vivíamos con modestia. Yo todavía tenía que mantener a mis hijos y viajar a los lugares donde se celebraban competiciones nos costaba dinero a cada momento. Teníamos todos los gastos controlados, hasta el último par de zapatillas de Billy…, y necesitaba un par nuevo cada dos semanas.
Cada día, después de desayunar, trabajábamos en los programas del próximo curso académico. Billy tenía montones de ideas para ampliar el programa de estudios gay. Hacia las doce y media, normalmente, empezábamos a preparar la comida. Yo tomaba sopa, o un bocadillo, o cualquier otra cosa que tuviéramos por allí. Billy comía siempre una mezcla de cereales integrales (copos de avena, cebada, mijo, etc.) que molía antes de cocinar. Ya hacía tiempo que había dejado de preguntarle si no le aburría comer siempre lo mismo.
Vince nos acompañaba a menudo cuando Billy entrenaba en la pista de tartán. Vince participaba en los circuitos profesionales europeos y ahora estaba en un período de descanso. A veces se dejaban caer por allí, para observarlos, periodistas o gente del mundo del atletismo. La prensa se había enterado casi inmediatamente de nuestra boda. Cuando nos los preguntaron, no lo negamos y apareció en todos los periódicos. Bruce Cayton vendió sus fotos y su reportaje a
Harper's Bazaar
, pero la gente del mundo del atletismo aún estaba conmocionada y, cuando se acercaban por allí, no hacían ningún comentario.
Por las tardes, finalizado el entrenamiento y el tiempo de estudio, solíamos visitar a Joe y a Marian. Su piscina estaba siempre llena de gente descansando o nadando, y los amigos se dejaban caer por allí. Tomábamos el sol mientras charlábamos y reíamos: yo me puse moreno y Billy parecía un huevo de codorniz de tantas pecas como le salieron. Por las noches, generalmente nos quedábamos en casa. Nos gustaba estar juntos sin hacer nada y no permitíamos que nadie nos interrumpiera. A veces hacíamos la cena fuera y asábamos mi filete y las patatas de Billy —prudentemente separados— en la barbacoa de carbón. Billy rallaba hábilmente zanahorias y remolachas crudas, y las esparcía sobre las patatas. Aparte de ensaladas, frutos secos y más leche agria, aquello era todo lo que comía.
Después de cenar, estudiábamos un poco más, veíamos películas de carreras para estudiar a los rivales de Billy en Montreal, analizábamos su rendimiento, leíamos o nos poníamos al día con el correo. Aunque Billy no estuviera en la habitación conmigo, siempre se oía algún ruido que me indicaba que estaba en la casa: música rock en su radio, a un volumen muy bajo por respeto a mis tímpanos; el tintineo de una taza en la cocina; el sonido de sus pies descalzos sobre el viejo suelo de madera…
De vez en cuando, si John Sive estaba en la ciudad, nos íbamos a Manhattan a media tarde, cenábamos, veíamos una película y volvíamos a eso de las nueve y media. También aceptamos algunas de las muchas invitaciones que recibíamos constantemente para dar conferencias en la ciudad ante colectivos gays, y lo hacíamos gratis por miedo a que la AAU atacara a Billy con falsas denuncias por haber aceptado dinero.
Antes de irnos a dormir, a menudo nos tumbábamos en la cama a leer. Recuerdo que Billy leía
Violación
, de Steve Goodnight. Yo solía leer la Biblia, porque en ella hallaba consuelo y verdades que me reconfortaban. Jesús había dicho que los últimos serían los primeros y la sociedad decía que nosotros éramos los últimos. Tal vez Jesús se refería a los gays. En las noches de verano, dejábamos la ventana de la habitación abierta de par en par. Oíamos la cálida brisa que soplaba entre los cedros y los abetos y, si llovía, oíamos las gotas que caían suavemente desde los aleros de la casa y percibíamos el olor de la tierra húmeda. Luego hacíamos el amor y nos dormíamos, con los cuerpos muy juntos bajo las sábanas.
Durante los fines de semana, trabajábamos en el jardín. Me producía una agradable sensación oír el ruido de la cortadora de césped en la parte trasera de la casa. Por miedo a que Billy se cortara los dedos de los pies, me había deshecho de la cortadora de césped eléctrica y había conseguido una antigualla manual. El anterior jardinero jefe de Joe había dejado una maravillosa plantación de flora perenne alrededor de la casa y nosotros intentábamos arreglar un poco los parterres: teníamos lilas, lirios, amapolas, espuelas de caballero y hasta unas pocas rosas esmirriadas. Aún veo a Billy, arrodillado en el suelo, oliendo los jacintos medio mustios.
—¿Sabes que ésta es la flor de los Virgo? —dijo.
Me arrodillé junto a él y los olí. Despedían una intensa fragancia.
—¿Y cómo es que tú no hueles así cuando corres? —bromeé.
—Tendríamos que plantar unos cuantos más en otoño —dijo. Señaló las amapolas—. Tus amapolas están muy bonitas.
Detrás de la casa, había un solar lleno de maleza donde el jardinero había tenido en otros tiempos su huerto.
—La próxima primavera empezaremos antes —dijo Billy—, lo arrancaremos todo y plantaremos verduras. ¿Qué te parece? Lechuga fresca y cosas así.
De momento, Billy se conformaba con despejar una zona pequeña. Trabajaba aplicadamente, sin camisa: plantó unas cuantas tomateras que había comprado en un supermercado de Sayville y las apuntaló con unos palos de bambú que había encontrado en el garaje. Él era como una fragancia en mi vida, si es que se puede decir que el acero inoxidable huele como los jacintos. Yo sólo anhelaba un amante, pero había encontrado también un amigo. Era informal y práctico, pero también decididamente amable y considerado. Ahora seguía meticulosamente mi programa de entrenamiento, no porque tuviera más sentido común que antes (que no lo tenía), sino porque me quería. A principios de junio, cuando caí enfermo de la gripe, hizo todo lo posible para cuidarme. Me daba aspirinas, me preparaba infusiones, iba en bicicleta hasta la farmacia para comprarme antibióticos… A mí me aterrorizaba contagiarle la gripe, pero él estaba muy en forma y además tomaba vitamina C, así que estaba inmunizado.
Poco a poco, aprendí a confiar plenamente en él. Era tan sensual que podía seducirme con una simple mirada de sus ojos claros, pero también era fiel. Jamás vi que sus ojos estudiaran con interés el cuerpo de otro hombre. Yo sí que lo hacía, a pesar de la devoción que sentía por Billy: en mi caso era más bien una costumbre, puesto que llevaba mucho tiempo haciéndolo. Él siempre se daba cuenta y me reñía con ademanes posesivos, aunque siempre me perdonaba. Su amor era una llama constante y blanca, que derretía la última capa de escarcha acumulada con los años en mis huesos. Yo lo protegía y me enfrentaba furioso al mundo, pero él era el más fuerte de los dos, él era el que conservaba la calma y se mostraba férreo cuando yo estaba a punto de desmoronarme. Sus defectos —la sangre fría, su carácter impasible— se habían vuelto ahora en contra de aquellos que nos amenazaban. Desde el día de nuestra boda, no nos peleamos ni una sola vez. Aquella paz, aquel compartir nuestros días y aquella ternura creciente son todo lo que un ser humano puede desear en esta vida. Sin embargo, era precisamente todo eso lo que ciertas personas querían arrebatarnos. Construíamos deliberadamente cada día de nuestras vidas y actuábamos implacablemente en defensa propia.
Cuando la prensa informó sobre nuestra boda, tuvimos noticias de parientes desaparecidos mucho tiempo atrás. Yo recibí una llamada de mi tío de Filadelfia, quien me comunicó que mi madre había sufrido una crisis nerviosa a causa de toda aquella publicidad y que estaba en el hospital.
—¿No tienes bastante con haber traído tanta vergüenza a esta familia? —me gritó en la oreja—. ¿Encima tienes que matar a tu madre?
—Yo no estoy intentando matarla —repliqué—. Es ella la que se está matando.
—Seguro que eres un comunista —me dijo mi tío—. Estás intentando destruir la familia americana.
Y luego tuvo el valor de decirme que, de no ser porque mi madre estaba ahora en Medicare
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, habría insistido en que pagara parte de los gastos del hospital. El encuentro más doloroso, sin embargo, lo protagonizó la madre de Billy. Tanto John como yo nos preguntábamos si aparecería algún día, porque los hijos que adquieren fama tienen la habilidad de hacer salir de sus escondrijos a los padres desaparecidos. Más o menos una semana después de la boda, Billy recibió una carta aparentemente inocente de Leida. Decía que ahora vivía en San Diego y que había pensado mucho en él a lo largo de todos aquellos años, y preguntaba si existía alguna posibilidad de que se viesen. Billy se inquietó un poco, pero dijo:
—Supongo que debería verla.
Leida llegó a Prescott una tarde lluviosa de la tercera semana de junio. Muy nerviosa, se sentó en nuestro salón y se quedó mirando el calendario de entrenamientos que habíamos pegado en la pared y los dos pares de zapatillas de atletismo, cubiertas de barro, que había junto a la puerta delantera. A través de una de las ventanas, Leida podía ver la cuerda de tender la ropa, donde Billy había olvidado nuestros pantalones cortos, nuestros suspensorios y nuestras camisetas empapadas. Era una mujer esbelta y nerviosa, no mucho mayor que yo. Estaba allí sentada aferrando el bolso con ambas manos, y con las pálidas mejillas cubiertas de manchas rojizas. Vestía como si se dispusiera asistir a la iglesia: traje rosa de hilo, un sombrero blanco de paja y guantes también blancos. Tenía los mismos ojos de Billy, de un azul grisáceo, sus mismos pómulos y su melena rizada clara. A ella, sin embargo, los pómulos le conferían un aspecto tenso y su mirada ocultaba cosas. Billy la recibió cortésmente, pero con frialdad. Le estrechó la mano y le dijo:
—Hola, Leida.
Nos miró de arriba abajo. Creo que la enfureció el hecho de que no nos hubiéramos vestido un poco mejor para recibirla, pero nosotros acabábamos de volver de casa de los Prescott y llevábamos camisetas viejas, pantalones cortos y sandalias de goma. Mantuvimos una conversación algo forzada, qué tal el viaje y esas cosas, hasta que finalmente Leida dijo:
—Durante todos estos años, me he sentido muy culpable. Te tuve cuando era muy joven. Apenas tenía dieciocho años. Yo… —tenía los ojos muy abiertos, con una expresión casi de terror— no estaba preparada para tener un bebé. Sufrí una depresión posparto muy fuerte. Luego dejé a tu padre, cuando descubrí que era…, cuando descubrí lo que era. Cuando me divorcié, le cedí la custodia, porque no estaba preparada…
Billy se hallaba sentado en la alfombra, con las piernas cruzadas y la enmarañada cabeza inclinada a un lado, sin mirar a Leida.
—No hace falta que te disculpes —dijo—. Todo salió muy bien.
—Pero yo te abandoné y eso es horrible —insistió ella.
Billy alzó su mirada clara y sobrecogedora, y la observó.
—¿Por qué?
—Bueno… pues, porque… —las palabras flotaban en el aire, aunque no las hubiera pronunciado. Estaba convencida de que, si se hubiera llevado a Billy con ella, ahora sería heterosexual—. ¿Cómo se las arregló tu padre?
—Oh, él y Frances se las arreglaron muy bien —dijo Billy.
—¿Frances? ¿Se casó otra vez? La mirada de Billy era inexpresiva, implacable.
—Se casó con un travestí —de esa forma tan brutal, le dio a Leida su primera lección de sociología homosexual—. Me criaron entre los dos.
Leida contuvo la respiración.
—No sabes lo mucho que me arrepiento —le dijo a Billy—. Si pudiera volver atrás…
—Mira —dijo Billy, que empezaba a ponerse furioso—, soy muy feliz, así que… no tienes que arrepentirte de nada. No tienes nada de qué preocuparte. Se produjo un silencio.
—Pensé en ti muchas veces —confesó Leida—. Pensaba: Oh, ahora ya es mayor, tal vez hasta se haya casado con alguna muchacha encantadora. Finalmente, intenté ponerme en contacto contigo, pero tu padre se había trasladado. Desconocía tu paradero hasta que vi los periódicos… —hizo una pausa y, de repente, estalló—. Billy, ¡todo esto es tan absurdo! Así nunca podrás tener tus propios hijos. ¿No quieres formar una familia, no quieres tener hijos? Todo hombre desea perpetuar su línea familiar.
Yo estaba sentado en el borde de uno de las butacas; contemplaba mis sandalias de goma, con los puños apretados, y me hacía la promesa de no intervenir en aquella discusión. Me decía que Billy era perfectamente capaz de manejarla. Billy sonrió discretamente.
—Ya hay demasiados niños —dijo—. Estamos ayudando al mundo a alcanzar el crecimiento cero de la población. La broma de Billy ofendió a Leida.
—Billy, soy tu madre. Sólo quiero lo mejor para ti. De repente, Billy se puso en pie y empezó a temblar. Estaba tan pálido que parecía que se hubiera desangrado.
—Tú no eres mi madre, ¿lo entiendes?
Leida se llevó las manos a la boca, manos pálidas, débiles y de huesos finos, como las de Billy, pero sin la fuerza de él. Billy continuó:
—A lo mejor tú creías que eras mi madre, pero yo tenía nueve meses cuando te largaste. Por lo que a mí respecta, sólo eres un nombre en mi certificado de nacimiento. Ni siquiera estoy seguro de tener una madre. A lo mejor salí de un huerto. Si alguna vez he tenido una madre, fue Frances.