El corredor de fondo (14 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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—Señor Brown —dijo—, ojalá fuera usted un poco más feliz.

Yo tenía las manos sobre la mesa, con los puños apretados, y Billy se inclinó muy despacio y puso su mano sobre una de las mías. Noté que estaba cálida y húmeda, y se me encogió el estómago. ¿Era posible que yo le gustara? La imagen de un salón de baile lleno de gente cruzó por mi mente. Del techo colgaba una bola de cristal que giraba lentamente y lo cubría todo de puntos de luz. Miles de Johns Sive vestidos con trajes negros bailaban, mejilla contra mejilla, con miles de Delphines de Sevigny cubiertas de lentejuelas. Como Fred Astaire y Ginger Rogers, las parejas bailaban alegremente. Los instrumentos de la orquesta resplandecían y el sonido retumbaba por toda la sala. John Sive y Delphine de Sevigny bailaban claque y se dedicaban miradas llenas de amor. Y entonces, entre todas aquellas parejas en movimiento, divisé a Billy. Se acercaba a mí muy despacio, so entre los bailarines. Llevaba pantalón corto y camiseta de atletismo, sus zapatillas Tiger con la parte superior de nailon azul y una cinta en la cabeza para apartar el pelo de los ojos. Cuando los puntos de luz se deslizaron por su cuerpo, el sudor brillaba en sus brazos y piernas. Estaba muy serio. Se acercó despacio y me tendió los brazos. Nos abrazamos estrechamente unimos las mejillas y bailamos lentamente mientras la orquesta tocaba
Stardust
.

Le aparté la mano.

—No hagas eso —dije—. Nunca se sabe quién está mirando, y tampoco necesito compasión. Estoy perfectamente.

Retiró la mano como si se hubiera quemado.

En el fin de año no fuimos a ninguna fiesta. Por la noche, salimos los cuatro a pasear por las calles y contemplamos la –espléndida decoración navideña del centro. Hacía mucho frío. Nos alejamos bastante por Park Avenue y admiramos los árboles decorados con luces blancas. Compramos castañas asadas a los vendedores ambulantes y nos quemamos los dedos al comerlas. Billy se permito el lujo de comer unas cuantas castañas. Nos detuvimos en la Quinta Avenida a escuchar el coro de villancicos del Ejército de Salvación y, unas manzanas más allá nos detuvimos a escuchar a unos pocos y temblorosos la Sociedad Haré Krishna, que cantaban y rezaban medio congelados en sus túnicas color azafrán. John y DeIphine caminaban delante de nosotros, cogidos del ras estaban atestadas de gente, pero nadie se fijaba n y Delphine estaban viviendo un inesperado romance. Billy arqueó un poco las cejas y dijo:

—Papa ataca de nuevo.

Billy y yo caminábamos tras ellos, pero no íbamos cogidos del brazo. Desde aquella noche en los Baños, una fuerte tensión había surgido entre nosotros. Tenía la sensación de que había herido sus sentimientos y estaba convencido de que aquel gesto suyo de tocarme la mano no indicaba nada más que amistad. Sin embargo, no quería disculparme porque aquella distancia entre los dos me ayudaba a controlar lo que sentía por él. Al mismo tiempo, si alguien hubiera intentado impedirme que paseara aquella noche con él por las calles de Nueva York, habría peleado a puñetazo limpio. Fuimos al Rockefeller Center y observamos a los patinadores que daban vueltas alrededor de la pista de patinaje: sus respiraciones se volvían blancas al entrar en contacto con el aire. Contemplamos maravillados el enorme árbol de Navidad que había junto a la pista. Billy me miró y, en un tono particularmente beligerante, dijo:

—Me gustaría patinar.

—Lo único que no necesitamos es que te tuerzas un tobillo —repliqué.

—¿Dónde alquilan los patines? —le preguntó Billy a Delphine—. Voy a patinar.

—No los alquilan,
chéri
—dijo Delphine, ronzándole la mejilla—. Tienes que traértelos tú.

Delphine estaba locamente enamorado de Billy y de John a la vez. Billy manejaba la situación con tacto. Lo rechazaba suavemente al tratarlo como a una madre potencial. El trato de Billy hacia los travestís era profundamente respetuoso y maduro. Aquella noche, por fin, yo también me relajé y llegué a la conclusión de que Delphine era encantador.

Había visto a tantas locas extravagantes que me costaba un poco acostumbrarme a la relativa naturalidad que mostraba Delphine en el vestir y en los gestos.

—Yo no soy una drag,
chéri
—me dijo, mientras tomábamos algo caliente en el Hotel Plaza para combatir el frío—. A mí me va la alta costura.

De haberlo visto en el Plaza, jugueteando con su bebida y su boquilla, rodeado de macetas de palmeras y candelabros de cristal, nadie habría dicho que Delphine vivía en un minúsculo apartamento de la Calle 123 con diez gatos y un montón de deudas de alquiler. Compraba sus hermosos vestidos en tiendas de segunda mano y aprendía francés gracias a un disco de Berlitz.

—Mi limusina espera —decía, cuando John lo acompañaba a un taxi. Tenía suficiente clase como para no desentonar en Palm Beach, en la Riviera, en un palco en el Metropolitan…

—Te advierto —le dijo aquella noche a Billy— que pienso ir a las competiciones de atletismo para animaros a ti, a Vince y a Jacques. A lo mejor hasta os lanzo flores.

—Te buscaré —repuso Billy, sonriendo.

Aquella noche, le sonrió a Delphine mucho más que a mí. Eran sonrisas dulces de amor filial, carentes de carga sexual, pero yo habría dado cualquier cosa por una de ellas.

De vuelta a la habitación de John, en el Hotel Chelsea, decidimos tomar algo y John pidió una enorme cubitera. En su interior reposaban dos botellas, una de champán francés y otra de agua mineral con gas, a modo de concesión hacia Billy y hacia mí. Delphine encendió el televisor, que era en color, para ver las celebraciones de medianoche en Times Square. John descorchó la botella de champán y, al abrir la botella de agua mineral, emitió un sonoro «pop» con la boca, lo cual nos hizo reír a todos. Llenó los vasos.

—¡Oh, cuántas burbujitas! —exclamó Delphine.

En la televisión sonaba
Auld Lang Syne
[18]
. Creí que se me rompería el corazón. Era el año 1975 y el 18 de agosto de ese mismo año yo cumpliría cuarenta.

Brindamos todos juntos.

—Con los mejores deseos para todos —dijo John—. Que Delphine encuentre a un millonario. Que Billy baje de los 28 en los 10.000. Y que Harlan encuentre el amor —su mirada se posó en mí brevemente y me pregunté si habría notado algo.

—Y para ti, y para todos nosotros —dije—, que tengas suerte con el Tribunal Supremo.

Billy y John se abrazaron y se besaron, y Delphine me abrazó y me besó. John también me abrazó y me besó, y Billy abrazó y besó a Delphine, pero ni Billy ni yo nos acercamos el uno al otro. Él se limitó a sonreír un poco, rozó mi vaso con el suyo y dijo, con voz neutra:

—Salud, señor Brown —y se bebió el agua mineral con el gesto de un seductor.

En la televisión, todo el mundo se besaba. Yo también me bebí el agua mineral de un solo trago.

Seis

Cuando las vacaciones terminaron, Vince y Jacques regresaron a Prescott con noticias. Jacques había sufrido lo indecible antes de decidirse a contárselo a su familia. Sus padres, músicos refinados y sensibles, se llevaron un gran disgusto, pero trataron de entenderlo. Me alegró saber que al final no le había ido tan mal. Jacques volvió a sus estudios y sus entrenamientos mucho más relajado de lo que yo lo había visto jamás. Vince, sin embargo, lo pasó muy mal. Su padre era un dirigente sindicalista de Los Ángeles. La relación entre ambos ya no era demasiado buena antes, puesto que el hombre no sabía muy bien qué pensar: por un lado, estaba orgulloso de las hazañas de su hijo en la pista de atletismo pero, por el otro, no le hacía muy feliz que Vince saliera a la pista con aquella barba. Cuando se enteró de que su hijo el mediofondista era, además, «un maricón», primero se quedó perplejo y luego se puso hecho una fiera.

—Me ha dicho que no vuelva nunca más a casa —se quejó Vince amargamente—. Dijo también que me iba a matar y que me llevaría ante los tribunales para obligarme a devolverle todo el dinero que se ha gastado en mi educación. ¿Qué le parece? Que se vaya a la mierda.

Se descubrió el hombro y nos enseñó su nuevo tatuaje: era el símbolo Lambda, que representa el activismo gay. Se lo había hecho en una casa de tatuajes de Los Ángeles, antes de coger el vuelo de regreso.

—Eso es justamente lo que no deberíamos hacer —dije, muy disgustado—. Te lo verán cada vez que participes en una competición.

—Y una mierda —exclamó Vince—. Esos palurdos ni siquiera sabrán qué significa.

El 17 de febrero de 1975 sucedió algo muy importante para todos. Por una votación de siete a dos, el Tribunal Supremo falló su ahora famosa resolución sobre la sodomía. Se suprimieron todas las leyes que regulaban la actividad sexual entre—adultos con el libre consentimiento de éstos, fueran heterosexuales u homosexuales, y se declaró que dichas leyes eran un intento anticonstitucional de regular los asuntos de alcoba. La decisión también clarificó la protección de los homosexuales de acuerdo con las leyes antidiscriminación de 1964. La noticia llenó de alegría a la comunidad homosexual y a sus simpatizantes liberales. John Sive y sus colegas habían preparado el caso minuciosamente y ahora veían recompensados sus años de trabajo. La resolución, sin embargo, escandalizó al país: en lugar de sufrir menos presión que antes, los gays sufrían más presión. No soy sociólogo, pero creo que tengo mi propia teoría, basada en la intuición, del porqué.

A diferencia de lo ocurrido con el tema del aborto en 1973, los medios de comunicación no habían preparado a la sociedad para el tema de la sodomía. Cuando el Tribunal finalmente emitió su fallo respecto al aborto, los americanos estaban perfectamente informados de los pros y los contras, pero el tema de la sodomía sólo fue uno más entre los 126 asuntos de la lista de casos del Tribunal aquel año y pilló por sorpresa a la clase media norteamericana. Lo único que sabía el contribuyente medio de Peoría, Illinois, era que, de repente, el Tribunal decía que no era malo que sus hijos fueran mariquitas, cuando siempre le habían enseñado a temer y a despreciar a los mariquitas. Sus ideas sobre la homosexualidad estaban muy alejadas de los hechos. Seguían, por decirlo de alguna manera, en las tinieblas de la Edad Media. Era ese miedo profundo e irracional lo que se ocultaba tras su reacción, y tras los grupos organizados de fanáticos que trataron, sin éxito, de que el Tribunal revocara la resolución. En el escándalo que siguió, mucha gente olvidó aparentemente que la resolución también hablaba de las lesbianas y los heterosexuales y toda la hostilidad se centró en los gays.

Ese miedo enfermizo hacia los gays demuestra que el asunto tocó fibras muy sensibles. Si los hombres americanos ya se sienten inseguros de por sí y siempre están a la defensiva, peor aún con todas esas historias de la liberación de la mujer. A pesar de los esfuerzos del movimiento para la liberación de la mujer, la sociedad americana sigue creyendo que el hombre tiene mayor responsabilidad que la mujer. Ser hombre supone unos privilegios, pero también una servidumbre. Así, el hombre que se niega a fecundar a Miss América, el hombre que desperdicia su semen entre los muslos de otro hombre, es un traidor sexual que pone en peligro el futuro de la sociedad.

En mi opinión, ningún otro cambio social de los últimos años —por ejemplo, la integración, el consumo de drogas y las conductas heterosexuales más relajadas— ha provocado el grado de indignación que provocó el asunto de la sodomía. Tal vez yo no sea imparcial, porque experimenté esa indignación, pero siempre he creído profundamente que la reacción más violenta procedía de hombres que estaban poco seguros de sus roles. Temían —en secreto, tal vez— que yo fuera mejor semental que ellos, que yo pusiera en práctica mi destreza sexual con sus propios hijos y, por tanto, acabara con su único medio de alcanzar la inmortalidad genealógica.

En lo que se refiere a mí y a mis tres corredores, la resolución del Tribunal significó que estábamos mejor y, al mismo tiempo, peor que antes. Ya no tenía que preocuparme de que los detuvieran en algún estado con leyes muy estrictas, durante los desplazamientos a las competiciones de atletismo, porque ahora teníamos un sólido respaldo legal en caso de que trataran de impedirles su camino hacia los Juegos Olímpicos. Por otro lado, y con el país entero enfurecido por el tema, era muy posible que la gente mostrara hacia nosotros más hostilidad que antes. Y, como todo el mundo sabe, una cosa es que se apruebe una ley de derechos civiles justa y otra muy distinta que se respete.

En abril, Billy ya estaba recuperado de la fractura de fatiga y empezaba a hacer progresos, sus tiempos en los 5.000 y los 10.000 metros se acercaban lentamente a los objetivos que yo había marcado. Sin embargo, no progresaba todo lo que debía, puesto que él y yo no hacíamos más que luchar a brazo partido por culpa de su programa. Yo quería que entrenara una vez al día y él insistía en entrenar dos veces. En ocasiones cedía y luego, un par de semanas más tarde, volvía a las andadas. Era como tratar de mantener a un alcohólico alejado de la botella.

Habíamos inscrito a los tres chicos en el Campeonato Universitario de Drake, que se celebraría los días 25 y 26 de abril. A mí me preocupaba de forma especial que Billy estuviera relajado para aquella competición tan importante, puesto que sería decisiva para poner a prueba su potencial. Yo me mostraba frío y correcto con él y él se mostraba frío y correcto conmigo. A medida que lo que sentía por él me atormentaba más y más, empecé a entrenar duro otra vez, como cuando estaba en Villanova. El entrenador trabajaba casi tanto como sus atletas: Cada día me levantaba apenas clareaba y corría veinticinco o treinta kilómetros por las pistas del bosque. Por las tardes, me las arreglaba para encontrar un rato y trabajar un poco el sprint. Sentí una alegría ridícula, a mis años, al ver lo rápido que respondía mi cuerpo y lo pronto que recuperaba la forma física. Aquella primavera, en las pruebas de tiempos, corrí la milla en 4'20".

Y así fueron pasando las semanas: yo le ladraba a Billy y él, testarudo, corría en silencio. Un día vino a verme el tutor que supervisaba la cartera de proyectos de Billy y sacudió la cabeza lentamente.

—No ha avanzado nada desde aquella racha tan estudiosa que tuvo, cuando llevaba la pierna escayolada —dijo—. Ya sé que Billy se toma el atletismo muy en serio, pero si quiere graduarse…

—Sí, claro —asentí, con mi voz de director de deportes imparcial y preocupado—. Hablaré con él.

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